Fenneman dio media vuelta apoyándose en la muleta y se dirigió con presteza al escritorio donde trabajaba. Escribió en una hoja de papel, mojando la pluma en el tintero y concentrándose en su caligrafía. Regresó al cabo de un momento y le entregó la hoja cubierta de hermosa letra inglesa. Mientras Hester leía, no le quitó el ojo de encima, incapaz de disimular su orgullo, ansioso por comprobar si ella reparaba en sus logros.
Hester dijo en voz alta los nombres y direcciones y levantó la vista hacia él.
– Gracias -le dijo con sinceridad-. Si alguna vez busco empleo como escribiente no se me ocurrirá venir aquí. Nunca alcanzaría este nivel. Verle a usted me ha alegrado un mal día. Voy a ver si encuentro a estos hombres. Gracias otra vez.
Fenneman parpadeó, sin saber muy bien qué decir, y al final se limitó a sonreír.
Hester tardó el resto del día y la mitad del siguiente, pero fue juntando las piezas que le dieron los hombres cuyos nombres le había apuntado Fenneman, y reconstruyó un relato coherente de la juventud de Durban. Al parecer había nacido en Essex. Su padre, John Durban, había sido director de un colegio masculino y su madre una feliz ama de casa y satisfecha administradora de la escuela. Formaron una familia numerosa: Durban tenía varias hermanas y al menos un hermano, capitán de la Marina Mercante, que había viajado a los Mares del Sur y a las costas de África. No había indicios de nada turbio, y el expediente policial del propio Durban era ejemplar. El pueblo donde naciera quedaba tan sólo a unos pocos kilómetros del estuario del Támesis.
Apenas habían dado las doce. Podría llegar allí antes de las dos, localizar la escuela, la iglesia parroquial, revisar los archivos y estar de vuelta en casa antes del anochecer. Sintió una punzada de remordimiento ante el susurro de cautela que la empujaba a hacerlo. Iba a entrometerse en la vida de Durban. Antes del juicio y de las preguntas que Rathbone había suscitado, jamás hubiese dudado de él.
Pero el delgado e inteligente rostro de Oliver Rathbone no paraba de acudirle a la mente, y con él la necesidad de comprobar, de demostrar, de ser capaz de responder a cualquier pregunta con absoluta certeza.
Compró un billete y viajó en un atestado vagón hasta el apeadero más cercano al pueblo, y luego caminó los tres kilómetros restantes bajo el viento y el sol, con el agua del estuario reflejando el sol en el sur. Fue al colegio y a la iglesia. En el archivo parroquial no halló un solo documento sobre alguien que se llamara Durban; ni partidas de nacimiento ni de defunción ni de matrimonio. La escuela tenía un tablón con los nombres de todos los directores, desde 1823 hasta el presente. En él no figuraba ningún Durban.
Se sintió mareada, confundida, y le dio mucho miedo el desengaño que se llevaría Monk. Mientras caminaba de vuelta a la estación del ferrocarril para efectuar el viaje de regreso, de repente el camino le pareció duro, tenía los pies acalorados y doloridos. La luz del agua ya no era bonita y ni siquiera se fijó en las velas de las gabarras que iban y venían. El dolor de su fuero interno por las mentiras y la desilusión era tan grande que anulaba cosas tan secundarias y materiales como ésas. Y una pregunta retumbaba sin cesar en su cabeza: ¿por qué? ¿Qué ocultaban aquellas mentiras?
Por la mañana, con los pies todavía doloridos, se encontraba en la clínica de Portpool Lane, sumamente aliviada de que Margaret no estuviera presente. Tal vez ahora ella también encontrara sus encuentros tan tristes como Hester.
Había visitado a todas las pacientes ingresadas, cosido unos puntos de sutura en un par de heridas y devuelto a su sitio un hombro dislocado cuando Claudine entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Le brillaban los ojos y estaba un poco colorada. No aguardó a que Hester hablara.
– Tengo a una mujer en una habitación -dijo con urgencia-. Llegó ayer por la noche. Tiene una herida de cuchillo y sangró bastante…
Hester se alarmó.
– ¡No me ha dicho nada! ¿Por qué no me ha avisado en cuanto he llegado? -Ya estaba de pie-. ¿Está…?
– Está bien -dijo Claudine enseguida, indicando a Hester que volviera a sentarse-. No está ni mucho menos tan mal como le dejé creer. Manché de sangre un montón de ropa para que pareciera algo grave y así tuviera miedo de marcharse.
– ¡Claudine! ¿Se puede saber…?
Ahora Hester estaba asustada no sólo por la paciente, sino también por la cordura de Claudine.
Claudine la interrumpió, con el semblante aún más rojo.
– Tenía que hablar con usted antes de que fuera a verla. Es posible que le cuente algo importante, si la sonsaca con cautela. -Apenas se detuvo a tomar aire-. Conoce a Jericho Phillips desde hace mucho tiempo. En realidad, desde que era niño. Y también conocía un poco a Durban.
– ¿En serio? -Ahora Claudine contaba con toda la atención de Hester-. ¿Dónde está?
Ya había alcanzado la puerta cuando Claudine contestó, y tenía la mano en el picaporte antes de volverse para darle las gracias.
Claudine sonrió. Era un principio, pero sabía que podía resultar infructuoso. Necesitaba ayudar.
Hester caminó presurosa a lo largo del pasillo, un tramo de escaleras arriba, otro tramo hacia abajo, un tramo todavía más estrecho hasta que llegó a la última habitación, la más grande, ubicada al final. Quedaba apartada del tráfico habitual de la clínica. A veces la usaban para pacientes con enfermedades infecciosas, o para aquellas que temían estuvieran en una fase terminal de su dolencia. Era lo bastante espaciosa para que cupiera un segundo camastro donde la enfermera de turno podía descabezar un sueñecito sin dejar nunca a nadie a solas en sus últimas horas.
La mujer que la ocupaba distaba mucho de estar agonizando. Claudine, desde luego, se las había arreglado para que su herida pareciera importante. Aun había compresas y vendas manchadas de sangre en una palangana sobre una mesa auxiliar, agujas e hilo de seda para suturar y una botella de agua.
Sin embargo, la mujer tendida en la cama con la cabeza apoyada en almohadas y el brazo herido envuelto en abultados vendajes parecía asustada, aunque tenía buen color en las mejillas y no presentaba la mirada perdida de los heridos graves.
– Hola -dijo Hester en voz baja, cerrando la puerta a sus espaldas-. Soy la señora Monk. He venido a ver cómo evoluciona su herida y a preguntarle si necesita algo. ¿Cómo se llama?
– Mina -dijo la mujer con voz ronca, ahogada por el miedo.
Hester sintió una aguda punzada de vergüenza pero no permitió que la apartara de su propósito. Acercó la silla de madera hasta quedar lo bastante cerca de la cama como para trabajar cómodamente, y entonces se puso a quitar los vendajes, con tanto cuidado como pudo, para examinar la herida sin retirar la última gasa, pues de hacerlo sin duda volvería a sangrar. Claudine había hecho un buen trabajo limpiándola y uniendo los bordes con sutura. El irregular corte del cuchillo no era tan profundo ni peligroso como había dejado que Mina creyera.
Hester comenzó a hablar informalmente, como si sólo quisiera distraer a Mina de lo que ella estaba haciendo. El reglamento de la clínica prohibía preguntar a las pacientes detalles que no quisieran dar, salvo cuando era necesario para su tratamiento. A veces las condiciones del lugar donde vivían revestían mucha importancia, sobre todo cuando se trataba de la calle, sin cama, sin cobijo, sin agua y alimentándose de la comida que mendigaban. En ese caso la clínica se hacía cargo de ellas hasta su total restablecimiento. Incluso una o dos de ellas se habían quedado como asistentas permanentes, pagadas con alojamiento y comida. La consecución de una inesperada y respetable ocupación constituía un beneficio impagable.
Después del habitual relato de su situación, en respuesta a una pregunta de Hester, Mina pasó a describirle ciertos aspectos de su vida cotidiana, incluyendo algunos clientes peligrosos pasados y presentes.