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– ¿Y de verdad conoce a Jericho Phillips? -dijo Hester asombrada.

– Sí, claro que lo conozco -contestó Mina sonriendo. Era curiosamente atractiva, pese a tener un diente roto, sin duda en una pelea-. No era tan malo, al menos para el negocio.

– ¿Su negocio o el de él? -preguntó Hester con una sonrisa.

– ¡El mío! -dijo Mina indignada-. No tengo nada que ver con el suyo.

Hester se negó a dejar que su imaginación echara a volar. Se concentró en el examen de la herida. La hemorragia había cesado casi por completo, sólo se filtraba entre los puntos, pero aún se veía abierta y dolorosa. Siguió hablando, tanto para sonsacar información como para que Mina no estuviera pendiente del dolor mientras lavaba la sangre seca y cerraba un poco más los bordes de la carne, cortando gasa ensangrentada.

– Supongo que ha conocido un lado de él que nadie más conoce -comentó.

– Oh, no soy la única. -Mina lo encontró divertido-. Sólo que yo hace más que lo conozco. Aunque mucho me guardo de andar diciéndolo. No le gusta que le recuerden el pasado para nada. Era pobre de solemnidad. Siempre andaba muerto de frío y hambre, y recibía más palos que un mulo. Su madre era mala. Tenía el mismo genio que una rata de alcantarilla. Se peleaba con todo el mundo.

– ¿Y su padre? -preguntó Hester.

Mina se rió.

– Se bajó de un barco y se volvió a embarcar -contestó secamente, manteniendo los ojos bien cerrados para no ver la herida ni por casualidad-. Vivía junto al río, casi en el mismo borde del agua. Siempre pelado de frío, el pobrecillo. Ahora se pone como loco cuando oye que algo gotea.

– ¡Pero si vive en un barco! -protestó Hester.

– Ya. Es de chiflados, ¿no? -comentó Mina-. Una vez conocí a un tipo que les tenía pánico a las ratas. Soñaba con ellas. Se despertaba sudando como un cerdo. A veces le oía gritar. Se te helaba la sangre en las venas. ¿Pues no metió una jaula con una rata en su cuarto? Así oía al maldito bicho raspar con sus garritas y chillar.

Tembló convulsivamente y sin darse cuenta movió el brazo, de modo que Hester tuvo que apartar las tijeras un momento.

– ¿Cree que eso es lo que hace Jericho Phillips con el agua? -preguntó con curiosidad. Se imaginó a un hombre obligándose a vivir inmerso en sus temores obsesivos hasta inmunizarse contra ellos para dejar de tener pánico. Era el colmo del dominio de sí mismo. En cierto sentido, eso quizá fuese lo que más miedo daba de él.

Comenzó a vendar de nuevo la herida con tanto mimo como pudo mientras pensaba en el niño intimidado, temeroso del frío, temeroso del ruido del agua, que al crecer se había convertido en un hombre cruel, armado de valor contra cualquier flaqueza, comenzando por las suyas. No tuvo claro si sería capaz de compadecerlo o no. ¿Pasarían frío los niños que tenía secuestrados?

– ¿Tiene miedo de él? -le preguntó a Mina cuando ya casi había acabado.

Mina seguía con los ojos cerrados.

– ¡Qué va! No abro la boca, hago lo que quiere y paga bien. No es a mí a quien odia.

Hester dio unas puntadas para impedir que el vendaje se deshiciera.

– ¿A quién odia? -preguntó.

– A Durban -contestó Mina.

– Sólo hacía su trabajo, como toda la Policía Fluvial -señaló Hester-. Ya puede abrir los ojos, he terminado.

Mina miró la costura con admiración.

– ¿También hace blusas? -preguntó.

– No. Sólo coso piel y vendajes. Por lo demás sólo sirvo para remiendos.

– Habla como si hubiese tenido criados que lo hicieran por usted -observó Mina.

– Los tuve.

– ¿Está pasando una mala racha? -dijo Mina con lástima-. ¿Quiere dinero por esto? -preguntó, indicando el brazo-. No tengo nada. Pero le pagaré tan pronto tenga.

– No, no quiero dinero, gracias. No nos debe nada -contestó Hester-. ¿Phillips odiaba a Durban en concreto? Creo que Durban le persiguió sin tregua.

– Pues claro que sí-confirmó Mina-. ¡Se odiaban!

Hester volvió a sentir frío en las entrañas.

– ¿Por qué?

– Es natural, supongo. -Mina encogió el hombro del brazo sano-. Crecieron juntos, ¿sabe? A Durban le fue bien y a Phillips le fue mal. Y ahí sigue. Tenían que odiarse por narices, ¿no le parece?

Hester no dijo nada, la cabeza le daba vueltas llena de mentiras y verdades, deshonor y claridad, miedo y sobrecogedoras preguntas sin contestar.

Capítulo 7

Una vez más, Monk revisó todas las notas de Durban sin encontrar en ellas nada que no hubiese visto antes. Muchas páginas contenían sólo una o dos palabras, recordatorios de un hilo de pensamiento que había desaparecido para siempre. El único hombre que quizá fuese capaz de darles sentido era Orme, y por el momento su lealtad le había mantenido callado acerca de todo excepto de lo más evidente.

Vacilante y con profunda tristeza, Hester había referido a Monk lo que la prostituta Mina le había contado sobre Jericho Phillips y, por último, pálida como la nieve, había agregado que Durban se había criado en el mismo barrio. Toda la historia del director de colegio y de la familia feliz que vivía en un pueblo del estuario era un sueño, algo creado por sus ansias de cosas que jamás había conocido. Hester se retorció las manos y contuvo las lágrimas al contárselo.

Monk no había querido darle crédito. ¿Qué significaban la secretaría de un colegio, un archivo parroquial o la palabra de una prostituta herida, comparados con su propio conocimiento de un hombre como Durban, que había servido en la Policía Fluvial durante un cuarto de siglo? Se había ganado el afecto y la lealtad de sus hombres, el respeto de sus superiores y el saludable temor de los delincuentes grandes y pequeños que operaban a lo largo del río.

Y sin embargo Monk la creyó. Se sentía culpable, como si se tratase de una especie de traición. Estaba volviendo la espalda a un amigo en un momento en que nadie más podía defenderlo. ¿Qué decía eso de Monk? ¿Que su fe y lealtad eran débiles, y que lo que más contaba era él mismo? ¿O que era un hombre realista que sabía que incluso los mejores tienen sus flaquezas, sus momentos de tentación y vulnerabilidad? ¿Suponía una mayor lealtad aceptar eso, o era un modo de eludir la necesidad de apoyarlo en cuanto hacerlo resultaba incómodo?

Podría discutir consigo mismo hasta la eternidad y no resolver nada. Había llegado la hora de buscar con más ahínco la verdad, de dejar de escudarse en la dificultad para justificar el eludirla. Dejó los papeles a un lado y fue en busca de Orme.

Pero tuvo que aguardar hasta bien entrada la mañana para encontrarse a solas con él, de modo que nadie los interrumpiera. Habían resuelto satisfactoriamente un robo en un almacén, y los ladrones estaban detenidos. Orme se hallaba en el muelle cerca de la escalinata de King Edward, justo enfrente de Oíd Gravel Lane. Monk acababa de felicitarlo por el arresto de los ladrones y la recuperación de la mercancía.

– Gracias, señor -respondió Orme-. Los hombres han hecho un buen trabajo.

– Sus hombres -puntualizó Monk.

Orme se puso un poco más erguido.

– Nuestros hombres, señor.

Monk sonrió, sintiéndose peor por lo que tenía que hacer. No había tiempo para posponerlo. Apreciaba a Orme y necesitaba contar con su lealtad. Más que eso, reconoció, deseaba ganarse su respeto, pero el liderazgo poco tenía que ver con lo que uno desease. No se presentaría una ocasión mejor para preguntar; quizá ninguna otra en toda la jornada.

– ¿Cómo conoció Durban a Phillips, señor Orme? -Orme tomó aire, estudió el semblante de Monk y titubeó. Monk continuó-: Tengo una idea bastante aproximada. Quisiera conocer su opinión. ¿La muerte de Fig fue el principio?

– No, señor. -Orme se puso más tenso. El gesto no fue de insolencia, no había nada desafiante en su expresión, más bien de prevención contra el mal trago que se avecinaba.

– ¿Cuándo comenzó su relación?