– No lo sé, señor. Es la verdad -contestó Orme con una mirada limpia.
– ¿Tanto hace, entonces?
Orme se sonrojó. Se había delatado sin querer. A la vista de sus labios prietos y la espalda recta resultaba obvio que le constaba que Monk lo sabía y que, por consiguiente, no podía valerse de evasivas. Tendría que decir la verdad o una mentira deliberada, preconcebida. Orme era incapaz de mentir excepto para salvar una vida, y aun entonces no lo haría a la ligera.
Monk aborrecía todo lo que le había puesto en la situación de tener que hacer aquello. Todavía no quería desvelar las mentiras del propio Orme acerca de su juventud. Orme quizá las adivinara pero eso no era lo mismo que saberlo. En cierto modo seguiría siendo una especie de secreto si no se mencionaba en voz alta. Cada cual sólo pensaría que el otro lo sabía. El silencio respetaba cierto grado de intimidad.
– ¿Cuándo supo por primera vez que se trataba de algo personal? -preguntó Monk. Lo formuló de tal modo que la respuesta pudiera soslayar las capas más profundas.
Orme respiró hondo. Los sonidos y el movimiento del río los envolvían: los barcos, balanceándose en el rápido reflujo, el agua chapaleando en la piedra, los cambiantes dibujos de la luz en sus múltiples reflejos, los pájaros volando en círculos sobre sus cabezas, el estrépito de las cadenas, el chirrido de los cabrestantes, hombres gritando en la distancia.
– Hará unos cuatro años, señor -contestó Orme-. O quizá cinco.
– ¿Qué sucedió? ¿Qué cambió respecto a lo que usted había visto hasta entonces?
Orme cambió de postura. Saltaba a la vista que estaba muy incómodo.
Monk aguardó.
– Al principio el señor Durban le estaba haciendo preguntas y, en un momento dado, la atmósfera cambió por completo y comenzaron a gritarse -respondió Orme-. Luego, sin que nos diera tiempo a reaccionar, Phillips sacó un cuchillo, una faca enorme con la hoja un poco curva. Lo blandía en actitud amenazante… -hizo el gesto con el brazo extendido-, como si tuviera intención de matar al señor Durban. Pero el señor Durban lo vio venir y se hizo a un lado.
Orme se volvió con rapidez, imitando la acción. Lo hizo emanando fuerza y garbo. Lo que estaba describiendo devino más real.
– Prosiga -le instó Monk. Orme no parecía muy dispuesto-. ¡Prosiga! -ordenó Monk-. Obviamente, no mató a Durban. ¿Qué sucedió? ¿Por qué quería hacerlo? ¿Acaso Durban lo acusó de algo? ¿Del asesinato de otro niño? ¿Quién detuvo a Phillips? ¿Usted?
– No, señor. Lo detuvo el propio señor Durban.
– Bien, ¿cómo? ¿Cómo detuvo Durban a un hombre como Phillips que lo atacaba con una faca? ¿Se disculpó? ¿Se echó para atrás?
– ¡No! -gritó Orme, ofendido ante semejante idea.
– ¿Luchó contra él?
– Sí.
– ¿Con una navaja?
– Sí, señor.
– ¿Llevaba una navaja y era lo bastante bueno con ella para reducir a un hombre como Jericho Phillips? -La sorpresa de Monk se hizo patente en su voz. Él no habría podido hacerlo. Al menos pensaba que no habría podido. Quizás en algún momento del pasado, más allá de donde alcanzaba su memoria, hubiese aprendido tales cosas-. ¡Orme!
– ¡Sí, señor! Sí, lo hizo. Phillips era bueno pero el señor Durban era mejor. Lo hizo retroceder hasta el mismo borde del agua, señor, y luego le hizo caer. Medio ahogado, acabó Phillips, y con tanta rabia que nos habría matado a todos, si hubiese podido.
Monk recordó lo que Hester le había contado sobre Phillips y el agua, y sobre pasar frío. ¿Estaría enterado Durban? ¿Lo estaba Orme? Escrutó el semblante de Orme, intentando descifrarlo. Le sorprendió ver no sólo renuencia sino una cierta obstinación que supo que no podría romper, y además se dio cuenta de que no quería hacerlo. Algo innato en aquel hombre saldría perjudicado. También vio una especie de compasión, y supo sin asomo de duda que Orme no sólo protegía la memoria de Durban, también estaba protegiendo a Monk. Conocía la vulnerabilidad de Monk, su necesidad de creer en Durban. Orme estaba intentando ahorrarle una verdad para que ésta no le hiciera daño.
Se quedaron frente a frente bajo el sol y el viento, envueltos por el olor de la marea y el chapoteo del agua.
– ¿Qué le llevó a pensar que ya se conocían? -preguntó Monk. Sólo era parte de la pregunta, con lo cual permitía que Orme evitara la respuesta si quería.
Orme carraspeó. Se relajó tan ligeramente que apenas fue perceptible.
– Lo que decían, señor. No recuerdo las palabras exactas. Algo sobre lo que sabían y recordaban, esa clase de cosas.
Monk pensó en preguntarle si se conocían desde hacía mucho tiempo, desde la juventud, tal vez, y luego decidió no hacerlo. Orme sólo diría que no había oído nada en ese sentido. Monk lo comprendió. La respuesta estaba en el agua, el frío y el odio de Phillips. La prostituta que había hablado con Hester no mentía.
– Gracias, señor Orme -dijo en voz baja-. Aprecio su sinceridad.
– Sí, señor.
Orme por fin se relajó.
Ambos dieron media vuelta y regresaron a Wapping.
Durante los dos días siguientes Monk sólo pasó por la Comisaría de Wapping para seguir el hilo de la labor policial que efectuaban sus hombres. Aunque a regañadientes, llevaba a Scuff con él. Scuff estaba encantado. Era bastante consciente de que, en buena medida, los recados que habían hecho hasta entonces tenían el objetivo oculto de velar por su seguridad; en realidad no eran urgentes. Monk creía haber actuado con tacto y se quedó un tanto perplejo al constatar que Scuff le había leído el pensamiento tan fácilmente. Por descontado, no podía ni quería disculparse, al menos no abiertamente, pero sería menos torpe en el futuro, o lo intentaría, pues Scuff estaba más que resuelto a demostrar su valía y su capacidad no sólo para cuidar de sí mismo sino también de Monk.
Su camino se cruzó en varias ocasiones con el de Durban. Éste había averiguado los nombres de casi una docena de niños de distintas edades que habían terminado a cargo de Phillips. Seguro que entre ellos habría al menos dos o tres dispuestos a testificar contra él.
Siguieron un rastro tras otro, recorriendo de arriba abajo ambas orillas del río, interrogando apersonas, buscando a otras.
En cierto punto Monk se encontró en un hermoso edificio del muelle de Legal Quay. Entró con Scuff en una sala revestida de paneles de madera, con las mesas enceradas y el entarimado desigual a causa del desgaste de miles de pisadas a lo largo de un siglo y medio. Olía a tabaco y a ron, y casi tuvo la impresión de poder oír antiguas discusiones que narraban la historia del río reverberando en el aire viciado.
Scuff miraba en derredor con los ojos como platos.
– Nunca había estado en un sitio así -dijo en voz baja-. ¿Qué hacen aquí?
– Discuten asuntos legales -contestó Monk.
– ¿Aquí? Pensaba que eso se hacía en los tribunales.
– Las leyes marítimas -explicó Monk-. Todo lo relacionado con quién puede cargar qué carga, leyes de importación y exportación, pesos y medidas, salvamentos en el mar, esa clase de cosas. Quién descarga y qué impuestos debe pagar a Hacienda.
Scuff hizo una mueca de asco, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo.
– Menudo atajo de ladrones -respondió-. No debería creerse ni pizca de lo que le digan.
– Hemos venido en busca de un hombre cuya hija falleció y su nieto desapareció. Trabaja aquí de oficinista.
Dieron con el oficinista: un cincuentón de semblante triste y expresión amargada.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -dijo con abatimiento cuando Monk comenzó su interrogatorio-. El señor Durban me hizo las mismas preguntas y yo le di las mismas respuestas. Al marido de Molí lo mataron en el puerto cuando Billy tenía cosa de un año. Volvió a casarse con un bestia que la trataba fatal. Golpeaba a Billy hasta romperle los huesos, pobre chiquillo. -Se había puesto pálido y su mirada era de desdicha a causa del recuerdo y de su propia impotencia para alterarlo-. Yo no podía hacer nada. Me rompió el brazo la vez que lo intenté. Estuve dos meses de baja. Casi me muero de hambre.