Выбрать главу

»Billy se escapó cuando tenía unos cinco años. Me dijeron que Phillips se había hecho cargo de él y que le daba de comer regularmente, que no pasaba frío y dormía en una cama, y, que yo sepa, nunca le pegó. Dejé las cosas como estaban; tal como le dije al señor Durban, el chico estaba mejor que antes. Mejor aquello que nada.

– ¿Qué fue de Molí? -preguntó Monk, y acto seguido se arrepintió de haberlo hecho.

– Se tiró a la calle, por supuesto -contestó el oficinista-. ¿Qué otra cosa podía hacer? Iba cambiando de sitio para que no la encontrara el marido. Pero la encontró. La mató con una navaja. El señor Durban lo atrapó y lo ahorcaron. -Contuvo las lágrimas-. Fui a ver la ejecución. Di seis peniques al verdugo para que se tomara una copa a mi salud. Pero nunca encontré a Billy.

Monk no contestó. Poco cabía decir que no resultase trillado y, en última instancia, sin sentido. Sin duda había muchos niños como Billy, y Phillips los utilizaba. Ahora bien, ¿sus vidas hubiesen sido mejores o más largas sin él?

Monk y Scuff comieron empanada caliente, sentados en el muelle en medio del barullo de la descarga, contemplando a los gabarreros que iban y venían por el agua. Se precisaba un largo aprendizaje para dominar el manejo de las barcazas, y Monk los observaba con franca admiración. No sólo había destreza sino una gracia especial en el modo en que los hombres se balanceaban, se apoyaban, empujaban, recobraban el equilibrio y volvían a empezar.

Un ruido incesante los envolvía mientras comían su empanada y bebían té en jarros de hojalata. Los cabrestantes chirriaban con gran estrépito de cadenas, los estibadores se gritaban unos a otros, los mozos de cuerda acarreaban barriles, cajas y fardos. De vez en cuando se oía el tintineo de unos arneses y chacoloteo de cascos cuando los caballos retrocedían con pesados carros, cargados hasta los topes, y luego el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines. Los intensos y exóticos aromas de las especias y el repulsivo hedor del azúcar sin refinar flotaban de una dársena a otra, mezclados con el penetrante olor a sal, pescado y algas de la marea y, de tanto en tanto, la pestilencia de las pieles sin curtir.

Scuff se volvió hacia Monk un par de veces como si fuera a decir algo, para luego cambiar de opinión. Monk se preguntó si trataba de hallar la manera de decirle que los niños como Billy estaban mucho mejor con Phillips que muertos de frío o hambre en el patio de un almacén.

– Ya lo sé -dijo Monk de repente.

– ¿Qué…? -repuso Scuff, pillado por sorpresa.

– Hay más de un camino. No vamos a lograr que los niños como Billy nos digan nada.

Scuff suspiró y dio otro gran bocado a su empanada.

– ¿Te apetece otro trozo? -le preguntó Monk.

Scuff titubeó, poco acostumbrado a la generosidad y temeroso de abusar de su suerte.

Monk no tenía apetito pero mintió.

– Yo sí. Si vas a buscar uno para mí, también puedes pedir otro para ti.

– Oh. Vaya. -Scuff lo pensó unos instantes y se levantó-. ¿Quiere que también traiga más té?

– Gracias -contestó Monk-. No me vendría mal.

Les llevó más tiempo encontrar a un muchacho dispuesto a hablar con ellos, y finalmente fue Orme quien lo consiguió. Fue en un callejón bastante retirado del agua. El paso era tan estrecho que un hombre alto que extendiera los brazos tocaría ambos lados a la vez, y los aleros de los tejados casi se unían, creando la claustrofóbica sensación de que uno se hallaba en un laberinto de túneles. Las callejas estaban cuajadas de establecimientos: panaderías, proveedores de buques, fabricantes de cuerdas, tabaquerías, casas de empeños, burdeles, pensiones baratas y tabernas. Había entradas a talleres y patios donde se fabricaban, remendaban o se montaban toda suerte de trozos de madera, metal, lona, cuerda o tela que guardara relación con el mar, sus cargamentos y su comercio.

La madera crujía, el agua chorreaba, las pisadas sonaban inquietas y las sombras proyectadas en las paredes se movían sin parar. A veces esos sonidos y visiones los causaba la luz reflejada por la marea en un brazo de una dársena, donde el agua golpeaba los muros de piedra, al igual que los costados de madera de las barcas; pero mayormente revelaban presencias de personas que corrían o se arrastraban con sigilo, o cargando con un bulto. El hedor a cieno del río y a excrementos humanos era inaguantable.

El chico se negó a dar su nombre. Era flaco y cetrino. Resultaba difícil calcular su edad pero seguramente tendría entre quince y veinte años. Tenía un diente roto y le faltaba un dedo de la mano derecha. Se puso con la espalda pegada a la pared, mirándolos fijamente como si esperara un ataque.

– No pienso jurar nada -dijo a la defensiva-. Si me encuentra, me mata. -Le temblaba la voz-. ¿Cómo han dado conmigo?

Primero miró a Monk y luego a Orme, haciendo caso omiso de Scuff.

– Gracias a las notas del señor Durban -contestó Orme-. Cuenta con dos chelines si nos dices la verdad, y luego olvidaremos que te hemos visto.

– ¿Contestar qué? ¡Yo no sé nada!

– Tú sabes por qué se escapan tan pocos niños -le dijo Monk-. Que no lo hagan los más pequeños lo entiendo. No tienen adónde ir ni pueden cuidar de sí mismos. Pero ¿qué pasa con los de más edad, los que tienen catorce o quince años? Los clientes van y vienen del barco, ¿no es cierto? ¿No podríais salir con uno de ellos? No puede teneros encerrados todo el tiempo.

El chaval le dedicó una mirada de fulminante desdén.

– Somos más de veinte. ¡No podemos irnos todos! Unos tienen miedo, otros están enfermos, algunos son unos críos. ¿Adónde vamos a ir? ¿Quién nos alimentará, nos dará ropa y un sitio donde dormir? ¿Quién nos esconderá de Phillips o de otros tipos como él? Las cosas están igual de crudas en tierra.

– Ahora estás en tierra y a salvo de él. Y no me refiero a los pequeños; te he preguntado por los de tu edad -insistió Monk-. ¿Por qué no se marchan, uno por uno, antes de que os venda a un barco?

El rostro del chico era pura amargura.

– ¿Quiere decir que por qué mató a Fig, a Reilly y a otros tantos? Pues porque se enfrentaron con él. Es una lección, ¿entiende? Haz lo que te dicen y todo irá bien. Comerás, tendrás donde dormir, zapatos y una chaqueta. A lo mejor una nueva cada año. Crea problemas y te degollarán.

Reilly; la vieja vendedora de cordones había mencionado aquel nombre.

– ¿Y si te escapas? -le recordó Monk.

El chaval tragó saliva, e hizo una mueca de dolor.

– Escapa y te dará caza para matarte. Pero antes de eso, hará daño a los pequeños, les hará quemaduras en los brazos y las piernas, quizás algo peor. Me despierto en plena noche oyendo sus gritos…, y resulta que son las ratas. Pero los sigo oyendo dentro de mi cabeza. Por eso pienso que ojalá no me hubiese marchado, pero ahora no puedo volver. Y no voy a declarar nada. Se lo dije al señor Durban en su momento y ahora se lo digo a usted. Y no puede obligarme.

– Nunca se me ocurriría intentarlo -dijo Monk con discreción-. Yo tampoco podría vivir con eso. Bastante tengo ya, como para añadir nada más. Sólo quería saber.

Rebuscó en el bolsillo y sacó la moneda de dos chelines que Orme le había prometido. La sostuvo en alto.

El chico vaciló y, de pronto, se la arrebató. Monk se hizo a un lado para que pudiera pasar.

El chico volvió a titubear.

Monk se retiró un poco más.

El chico se abalanzó como si temiera que lo prendieran y echó a correr con una velocidad asombrosa, casi sin hacer ningún ruido sobre el adoquinado. Sólo entonces reparó Monk en que llevaba los pies envueltos con harapos, sin botas. En cuestión de segundos se había esfumado en uno de los innumerables callejones que se abrían como bocas de túnel, y bien pudo haber sido no más que la voz de una pesadilla.