No era de extrañar que Durban hubiese hecho todo lo posible por capturar a Phillips para que lo ahorcaran, incluso a costa de saltarse un poco las reglas. Como tampoco que los hombres que ya habían pagado tanto volvieran a pagar para proteger a quien los proveía y atormentaba. Eso añadía nuevas capas al concepto de corrupción.
¿Quién había pagado a Oliver Rathbone para que defendiera a aquel hombre en el juicio? ¿Por qué? ¿Para protegerse a sí mismo o a alguien a quien amaba, quizás un hijo o un hermano? ¿Tan distinto era eso de lo que Monk hacía ahora en su intento desesperado por proteger a Durban? Pues en verdad estaba desesperado. Era consciente del sentimiento que lo embargaba, desviando sus pensamientos y agarrotándole los músculos. ¿Cuánto de uno mismo estaba turbiamente vinculado a otra persona?
Monk había llegado al muelle, no lejos de Wapping. La marea estaba subiendo y el agua lamía los escalones de piedra, ascendiendo poco a poco. Olía mal, pero ya se había acostumbrado a su olor y lo recibió con agrado. Aquélla era la mayor vía marítima del mundo, hermosa y terrible a la vez. De noche su pobreza y suciedad quedaban ocultas. Luces de barcos procedentes de África y el Polo, de China y Barbados, bailaban al ritmo de las mareas. La ciudad, con sus cúpulas y torres, se perfilaba en negro contra el firmamento estrellado.
Al amanecer surgiría la bruma, suavizada por aguas plateadas que correrían resplandecientes. Había momentos durante el fuego del ocaso en que podría ser Venecia, la cúpula de San Pablo sobre las sombras cual palacio de mármol flotando en la laguna hacia las rutas de la seda de Oriente.
Las rutas marítimas del mundo confluían allí: la gloria, la miseria, el heroísmo y el vicio de la humanidad entera, mezclados con las riquezas de todas las naciones conocidas por el hombre.
Se enfrentó a la pregunta deliberadamente.
¿Qué habría hecho él mismo si quien corriera el riesgo de ver arruinada su vida por Phillips fuese alguien a quien amaba? ¿Le habría protegido? Creer en tus ideales era una cosa, pero cuando se trataba de un ser humano que confiaba en ti, y quizá más profundo que eso, que te había amado y protegido en tus horas de necesidad, las cosas cambiaban. ¿Cabía darle la espalda? ¿Acaso la propia conciencia era más valiosa que su vida?
¿Debías lealtad a los muertos? ¡Sí, por supuesto que sí! No olvidabas a alguien en cuanto exhalaba el último suspiro.
Recorrió con la vista el perfil de la ciudad de norte a sur y al otro lado de la masa de agua. Aquélla era una ciudad de recuerdos, construida por los grandes hombres y mujeres del pasado. Los hombres de forma más evidente, ¿pero quién sabía hasta qué punto fueron el amor, la confianza, la visión de las mujeres los que los alentaron, enardeciendo su fe en sí mismos para que hicieran realidad sus sueños?
¿Cómo medir el amor que no mide ni alcanza los límites de sí mismo?
En torno a media tarde del día siguiente, Monk estaba frente al perista conocido como Pearly Boy. Hacía tanto tiempo que todo el mundo lo llamaba así que ya nadie recordaba su verdadero nombre, aunque sólo después de la muerte de Fat Man el invierno anterior había conseguido hacerse con un pedazo realmente grande del negocio del río, prosperando hasta acumular la riqueza que ahora poseía.
Era enjuto y de facciones delicadas, y llevaba el pelo bastante largo. Siempre hablaba a media voz, con un ligero ceceo, y nadie lo había visto nunca sin su peculiar chaleco bordado con cientos de perlas relucientes, ni en verano ni en invierno. Era el último hombre que uno esperaría que tuviera fama de despiadado, no sólo a la hora de negociar sino también, en caso necesario, con la navaja; con las cachas de nácar, por supuesto.
Estaban sentados en el despacho de la tienda que regentaba Pearly Boy en Limehouse. En apariencia vendía instrumentos de navegación: brújulas, sextantes, cuadrantes, cronómetros, barómetros, astrolabios. Dispuestos en orden sobre una mesa había todo un surtido de compases y reglas paralelas. Pero el principal negocio de Pearly Boy tenía lugar en la trastienda, y consistía mayormente en el tráfico de joyas y objets d'art, cuadros, tallas, adornos con gemas incrustadas, todo ello robado. Ya se había adueñado de casi todo el territorio de Fat Man.
Miraba a Monk de manera insulsa, pero sus ojos eran tan fríos como el océano Polar Ártico.
– Siempre es un placer ayudar a la policía -dijo-. ¿Qué es lo que busca, señor Monk? Porque se llama Monk, ¿verdad? He oído hablar de usted, ¿sabe? Su reputación le precede.
Monk no mordió el anzuelo y se abstuvo de preguntar qué había oído decir de él.
– Sí, en efecto -dijo en cambio, asintiendo con la cabeza-. Tenemos algo en común.
Pearly Boy se sorprendió.
– ¿Y eso que sería?
– La reputación -respondió adusto Monk-. Tengo entendido que usted también es un hombre duro.
A Pearly Boy el comentario le pareció divertido. Al principio soltó una risita, pero ésta fue creciendo hasta terminar en sonoras carcajadas de satisfacción. Finalmente paró en seco y se secó las mejillas con un pañuelo muy grande.
– Creo que usted me va a caer bien -dijo, sonriendo abiertamente, con los ojos cual guijarros mojados.
– Lo celebro -dijo Monk, y sonó como si en verdad se congratulara-. Quizá podamos ayudarnos mutuamente.
Pearly Boy entendía aquel lenguaje a la perfección, si bien tendía a reservarse el creerlo.
– Vaya. ¿Cómo es así?
– Tenemos amigos y enemigos en común -explicó Monk.
Pearly Boy estaba interesado. Procuró disimularlo pero no lo consiguió.
– ¿Amigos? -dijo con curiosidad-. ¿Quiénes son sus amigos?
– Comencemos por los enemigos -contestó Monk sonriendo-. Uno de los suyos era Fat Man. -Vio los destellos de odio y triunfo en los ojos de Pearly Boy-. Y también lo era mío -agregó Monk-. Debería darme las gracias de que esté muerto.
Pearly Boy se humedeció los labios.
– Ya lo sé. Me enteré. Ahogado en el cieno de Jacob's Island, según dicen.
– Así es. Mala manera de morir -dijo Monk, agitando la mano-. Podría haber recuperado el cadáver pero no merecía la pena. Recuperé la estatua, que era lo que importaba. Estará la mar de bien allí abajo.
Pearly Boy se estremeció.
– Desde luego, hace honor a su fama de duro -señaló, y Monk no estuvo seguro de si lo decía a modo de cumplido o no.
– Lo soy -admitió Monk-. Busco a varias personas, y no olvido ni las buenas ni las malas jugadas. ¿Quién es Mary Webber?
– Ni idea. Nunca la había oído mentar. Lo cual significa que no se dedica a mi negocio. No es ladrona ni perista ni cliente -sentenció Pearly Boy cansinamente.
Monk no se sorprendió; daba por hecho que la misteriosa mujer no se dedicaba al trapicheo.
– También busco a un chaval que se llama Reilly, y no sólo eso, busco a quien se vio forzado a cuidar de él, encargándose de que nadie le hiciera daño.
Pearly Boy abrió unos ojos como platos.
– ¿Forzado? ¿Cómo podrá verse nadie forzado? ¿Quién haría tal cosa y con qué fin, señor Monk?
– Lo habría hecho el señor Durban -contestó Monk con firmeza-. Porque no le gustaba que nadie asesinara a niños.
– ¡Increíble! -Pearly Boy fingió asombro, pero su curiosidad pudo más que su juicio, tal como Monk esperaba. Pearly Boy no sólo traficaba con bienes robados, sino también con informaciones valiosas, a veces también robadas-. ¿Quién podría impedir que eso ocurriera?
– Alguien poderoso. -Monk lo dijo como si se le hubiese ocurrido sobre la marcha-. Y, no obstante, alguien que tuviera mucho que perder, que se viera en peligro, ¿entiende lo que quiero decir?