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Rathbone no tenía tiempo para sutilezas, y sabía que aceptar significaría por lo menos dos interrupciones, una para pedir el té y una segunda para que se lo sirvieran.

– No gracias -declinó-. No quisiera molestarlo más tiempo del necesario.

Se sentó, ante todo para dejar clara su intención de quedarse hasta concluir el asunto que le había traído.

Ballinger se sentó a su vez. No hacerlo hubiese sido una sugerencia implícita de que instaba a Rathbone a marcharse cuanto antes.

Rathbone abordó la cuestión de inmediato. Demorarla no iba a hacerlo más fácil.

– El caso Phillips me sigue preocupando -reconoció. Vio que el rostro de Ballinger se crispaba, aunque tan levemente que pudo ser un efecto de la luz, salvo que no se había movido-. Poner en cuestión los motivos de la policía fue justo, en principio. De hecho, es una táctica que uno debe tomar en consideración en cualquier caso.

– Llevaste el caso de una forma brillante -dijo Ballinger asintiendo-. Y no hay nada siquiera remotamente cuestionable al respecto. No entiendo qué es lo que te tiene preocupado ahora.

No bien lo hubo dicho su rostro traslució que sabía que había cometido un error. Había abierto una brecha para Rathbone que de lo contrario éste hubiese tenido que crear.

Rathbone esbozó una sonrisa.

– Naturalmente, puse mucho cuidado en no preguntar abiertamente a Phillips si era culpable. Me comporté como si no lo fuera, tal como era mi obligación, pero resulta que cada vez estoy más convencido de que en efecto mató a ese niño… -Vio que Ballinger torcía el gesto pero hizo caso omiso-. Y probablemente a otros también. Me consta que la Policía Fluvial lo sigue investigando, con la esperanza de hallar una nueva causa, y no me cabe duda de que serán mucho más cuidadosos esta segunda vez. -Ballinger cambió ligeramente de postura en el sillón-. Si en efecto presentan nuevos cargos -prosiguió Rathbone-, ¿su cliente querrá que usted se ocupe de ello otra vez?

»O, hablando a las claras, ¿está ya satisfecha esa deuda de honor, o se prolongará en la defensa indefinida de Phillips, sean cuales sean las acusaciones?

Ballinger se sonrojó, y Rathbone se sintió culpable por haberlo puesto en semejante situación. Iba a hacer imposible la amistad entre ambos. Ya había cruzado un límite que no podía ser olvidado. Aquel hombre era el padre de su esposa; el precio era elevado. Pero si amoldaba su moralidad para evitar un inconveniente personal, ¿cuánto valía su moralidad? Reducirla a una cuestión de conveniencia no sólo dañaría el respeto que sentía por Ballinger, sino que también contaminaría cualquier otra relación, quizá sobre todo con Margaret.

– Si no puede contestar por él, lo cual sería perfectamente comprensible, incluso correcto-prosiguió Rathbone-, ¿quizá podría hablar con él personalmente? -Era lo que había querido desde el principio. El anonimato del hombre que pagó la defensa de Phillips siempre lo había inquietado. Ahora que cobraba forma una imagen mucho más turbia del negocio de Phillips, todavía lo inquietaba más-. ¿Quién es?

– Me temo que no puedo decírtelo -contestó Ballinger. Lo dijo sin titubeos, sin un ápice de incertidumbre-. Es un asunto de la más estricta confidencialidad y el honor me lo impide. Desde luego, le transmitiré tu inquietud. No obstante, lo encuentro un tanto prematuro. La Policía Fluvial todavía no ha detenido a Phillips ni presentado cargo alguno. Es normal que estén consternados por el fracaso de su caso y la consiguiente insinuación de que el difunto comandante Durban fuera de una competencia cuestionable, incluso que su conducta no siempre fuese la apropiada para su cargo. -Hizo un gesto con las manos como si lo lamentara-. Es una verdadera desgracia para su reputación que su nuevo jefe, Monk, parezca estar cortado por el mismo patrón. Pero no podemos alterar la ley para acomodarla a las debilidades de quienes la administran.

»Estoy convencido de que serías el primero en estar de acuerdo. -Hizo amago de sonreír; fue un mero gesto de los labios que no se transmitió a sus ojos-. Tus palabras en defensa de la ley todavía resuenan en mi mente. Tiene que ser igual para todos pues de lo contrario no lo es para nadie. Si establecemos recompensas o castigos en función de nuestras preferencias, lealtades o incluso por causa de la indignación, la justicia se ve mermada de inmediato. -Negó con la cabeza, dirigiéndole una mirada directa, franca-. Llegará un momento en que nosotros mismos seamos malinterpretados u objeto de desagrado, o extraños, diferentes de nuestros jueces por raza, clase o religión, y si su sentido de la justicia depende de sus pasiones más que de su moralidad, ¿quién hablará por nosotros entonces, o defenderá nuestro derecho a la verdad? -Se inclinó hacia delante-. Eso fue más o menos lo que me dijiste, Oliver, en esta misma habitación, cuando hablamos del tema por primera vez. Nunca he admirado tanto el sentido del honor de un hombre como lo hice con el tuyo, y sigo haciéndolo.

Rathbone no tenía respuesta. Estaba aún turbado y atónito, desequilibrado como un corredor que hubiese tropezado convirtiendo de pronto en su enemigo a su propia velocidad. Le pasó por la cabeza preguntarse si la persona que había pagado para que defendiera a Phillips no sólo lo deseaba sino, más aún, lo necesitaba. ¿Sería uno de los clientes de Phillips quien no podía permitirse que lo hallaran culpable? ¿Quiénes componían exactamente la clientela de Phillips? Si se tomaban en cuenta los elevados honorarios de Rathbone, tenía que ser un hombre de buena posición económica. Sintió una punzada de culpabilidad. Se trataba de una suma considerable, y ahora ese dinero se le antojaba sucio. Con él no podría comprar nada que le diera placer.

Ballinger aguardaba, observando y aquilatando sus reacciones.

Rathbone estaba enojado, ante todo con Ballinger por haberle sabido manipular tan bien, luego consigo mismo por haberse dejado utilizar. Entonces tuvo una idea que le resultó dolorosa, poniendo freno a sus sentimientos con una mano de hielo. ¿Sería un amigo de Ballinger el hombre en cuestión? ¿Un hombre a quien quizá conociera en la juventud, antes de que su desesperado apetito lo aprisionara en la soledad, la vergüenza, el engaño y, finalmente, el terror? ¿Acaso uno llega a olvidar la inocencia que ha conocido en el pasado, los tiempos de grandes esperanzas, de amabilidad espontánea, entre muchachos que aún no se han convertido en hombres? ¿O era entonces cuando se incurría en las deudas?

¿Cabía que fuese algo aún peor? Habría presión por partida doble, una deuda compuesta, si se tratara de su otro yerno, el marido de la hermana de Margaret. Podría ser. Hombres de toda clase y edad estaban sujetos a apetitos que los atormentaban y cuyas garras finalmente destruían tanto a la víctima como al opresor.

¿O sería el hermano de la señora Ballinger, o el marido de una de sus hermanas? Las posibilidades eran muchas, todas ellas hirientes y cuajadas de obligaciones y compasiones enmarañadas, de lealtades demasiado complejas para desenredarlas, y en las que las palabras no podían hacer nada para aliviar la vergüenza o la desesperación.

Sin previo aviso, Rathbone se vio superado por la pena. Buscó algo que decir pero, antes de que diera con ello, llamaron a la puerta, aunque ésta no se abrió. Debía de ser la criada.

Ballinger se puso de pie y fue a ver qué ocurría. Una voz queda habló con la deferencia propia de un sirviente. Ballinger le dio las gracias y regresó junto a Rathbone.

– Lo siento pero tengo una visita inesperada. Un cliente que necesita ayuda urgente, y no puedo darle largas. De todos modos, creo haber dejado clara mi posición y poco más puedo agregar. Tendrás que disculparme.

Permaneció en pie como aguardando para acompañar a Rathbone a la puerta, invitándolo de modo implícito a marcharse.

Rathbone se levantó. No sabía quién era aquel nuevo cliente, pero el hecho de que Ballinger no se lo presentara nada tenía de extraño. Los asuntos que uno trataba con su abogado podían ser delicados. De hecho, si uno se presentaba en persona un sábado por la mañana, tenía que tratarse, como mínimo, de algo extraordinario e inesperado.