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– Gracias por la cortesía de recibirme sin previo aviso -dijo Rathbone con tanta gentileza como fue capaz de mostrar.

– No hay de qué -respondió Ballinger-. Si no hubiese surgido esta emergencia, me habría encantado ofrecerte un té y seguir conversando.

Se dieron la mano y Rathbone salió al vestíbulo vacío. Quienquiera que hubiese ido a visitar a Ballinger había sido acompañado a otra habitación, al menos hasta que Rathbone se hubiese marchado. Se le ocurrió preguntarse, con cierta desazón, si habría reconocido a ese alguien. La idea no le resultó agradable.

Mientras regresaba a su casa en un coche de punto, no conseguía librarse de cierto grado de inquietud. Sus pensamientos seguían su curso lógico con cruel honestidad. Si Phillips tenía entre su clientela a hombres con el dinero suficiente para pagar la minuta de Rathbone, y para presentarse inopinadamente en casa de Ballinger un sábado por la mañana, ¿qué otras cosas serían capaces de hacer, si se les presionaba en serio con ponerlos al descubierto?

Desconocía si quien había ido a ver a Ballinger aquella mañana tenía relación alguna con Phillips, pero no conseguía apartar de su mente esa posibilidad. Ballinger había dejado claro que debía lealtad a su cliente, fuera cual fuese la naturaleza del asunto.

Rathbone estaba preocupado mientras circulaba por las bulliciosas calles del sábado por la mañana con sus altas y elegantes fachadas, sus carruajes tirados por caballos de lustroso pelaje, impecables lacayos de librea, damas a la última moda. ¿A quién más podría recurrir Jericho Phillips si se sentía amenazado por las incesantes pesquisas de Monk? ¿Y cuánto poder tendrían esos hombres y estarían dispuestos a servirse de él a fin de salvar su reputación?

Y, más frío y próximo a él que todo eso, ¿de qué parte se pondría Margaret si algo de aquello salía a la luz o, como mínimo, suscitaba la hostilidad de su familia? ¿De la de su padre de toda una vida o de la de su esposo de apenas un año? No deseaba conocer la respuesta. Ambas serían dolorosas, y esperaba con toda el alma que Margaret nunca tuviera que verse sometida a esa prueba. Y, sin embargo, de ser así, ¿acaso no seguiría preguntándoselo?

* * *

Monk se tomó un breve respiro el fin de semana. Él y Hester fueron a pasear por el parque, donde enfilaron la suave pendiente hasta coronar la colina, donde bien arrimados disfrutaron del sol. Contemplaron la brillante luz del río a sus pies, observando las barcas que lo surcaban arriba y abajo, semejantes a moscas patilargas, batiendo el agua con los remos. Monk sabía exactamente el ruido que harían las palas si estuviese lo bastante cerca para oírlo. Desde la distancia, incluso la música flotaba en retazos y una brisa fresca estremecía las hojas, suavizando el olor de la marea con la dulzura de la hierba.

* * *

En cambio, el lunes fue muy diferente. Orme lo aguardaba en Princes Stairs, en su orilla del río, antes de que tomara el transbordador que le llevaría a la Comisaría de Wapping. Orme tenía el uniforme inmaculado pero su rostro traslucía cansancio, como si a las siete de la mañana ya llevase horas trabajando agotadoramente.

– Buenos días, señor -saludó, poniéndose firmes-. Tengo un transbordador esperándonos, si le parece bien.

Monk lo miró a los ojos y se le hizo un nudo en el estómago.

– Gracias -respondió Monk-. ¿Ha descubierto algo durante el fin de semana?

Siguió a Orme hasta el borde del muelle y escaleras abajo hasta el transbordador que se balanceaba suavemente, mecido por la estela de una gabarra. Subieron a bordo y el piloto zarpó hacia la otra orilla.

– Sí, señor -dijo Orme en voz baja para que no se le oyera por encima del crujido de los remos y el rumor del agua-. Me temo que se han formulado acusaciones contra el señor Durban, aunque esté muerto y no pueda plantarles cara ni decir la verdad. Y si quiere que le dé mi opinión, es una manera muy cobarde de meterse con un hombre a quien no has tenido el coraje de enfrentarte en vida.

Habló con voz temblorosa por la indignación y, mucho peor aún, por una profunda ira imposible de disimular.

– Pues tendremos que responder por él -contestó Monk al instante, dándose cuenta de la aspereza de sus palabras en cuanto las hubo pronunciado. Pero estaba dispuesto a seguir adelante. La cobardía de semejante acto resultaba despreciable-. ¿De qué se le acusa? Y, ya puestos, ¿quién presenta los cargos?

El semblante de Orme carecía de toda expresión. Era un hombre taciturno y amable, aunque quizá le faltase un poco de agilidad mental. En un par de ocasiones había dado a entender que tuvo una educación religiosa. Desde luego cabía sospechar de su risa, salvo que era de natural bondadoso. Le ofendía tener que decir lo que Monk acababa de preguntarle.

Se estaban adentrando en la corriente principal del río, el transbordador cabeceaba un poco contra la fuerza de la marea. El chapoteo del agua era más alto, y Orme tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

– Funcionarios del Gobierno, señor, dos magistrados. Sostienen que captaba a niños para Phillips y su negocio. Están usando las mismas pruebas que descubrimos sobre cómo el señor Durban ayudó a algunos rapiñadores, carteristas y descuideros y a ayudantes de deshollinadores para que buscaran un trabajo honrado. Dicen que los ponía a disposición de Phillips para que los usara en su tinglado de prostitución, espectáculo y fotografía.

Tragó saliva con dificultad.

Monk veía que Orme estaba teniendo problemas para formular lo que veía que era la continuación.

– ¿Y qué más? -dijo Monk para infundirle ánimos, encontrándose con que tenía un nudo en la garganta.

– Pues que Phillips se puso en contra del señor Durban y que entonces el señor Durban quiso deshacerse de él para adueñarse del negocio y dirigirlo él mismo -concluyó Orme, sumido en la desdicha. Miró a Monk; sus ojos suplicaban una negativa, así como voluntad y fuerza para luchar.

Monk se sintió muy mal. Las pruebas que había descubierto acerca de Durban podían usarse fácilmente para respaldar tales imputaciones. Cabía interpretarlas contra él tan bien como en su favor. ¿Por qué había dado caza a Phillips de manera tan errática, hostigándolo un mes para luego no hacerle caso al siguiente? ¿Fue para proteger a Reilly o a otro chico como él? ¿O fue para favorecer sus intereses en el negocio o, peor aún, para sacarle dinero a Phillips? ¿Se trató de un enfrentamiento personal? ¡Sí, por supuesto que sí! Todo apuntaba a que así era, y Orme lo sabía todavía mejor que él, aunque no supiera por qué. Durban había odiado a Phillips con una pasión arrolladura. En ocasiones el odio lo consumía. Su mal genio estalló. Llegó a traspasar los límites de la ley. Pero también había usado el poder que le confería su cargo para coaccionar a personas de modo que hicieran lo que él quería. Sin duda habría quien viera en ello un abuso de autoridad.

¿Y quién era Mary Webber? Nadie parecía saberlo. En ningún momento nadie había relacionado su nombre con el caso.

¿Por qué había mentido Durban a propósito de sus orígenes? ¿Se trataba de una debilidad humana normal que tienta a cuantos pretenden ser más importantes de lo que son, más interesantes, más talentosos, más exitosos? ¿Cuál era su verdadero pasado para que lo negara en su totalidad?

Orme seguía observándolo, aguardando una palabra de aliento. Debía de sentirse espantosamente solo, abandonado en una lucha para que la no le habían proporcionado armas.

– Hay que descubrir la verdad -dijo Monk con firmeza-.

Es lo único que nos ayudará en esto. Y debemos poner mucho cuidado al decidir en quien confiamos. Todo indica que alguien trabaja en contra de nosotros.

– Más de uno -apuntó Orme con voz triste, pero su mirada era firme-. Lo siento, señor, pero hay algo mis. Corren rumores de que la Policía Metropolitana va a absorbernos por completo, de modo que ni siquiera tendremos nuestro propio comandante, ya que nos pondrán bajo el mando de la comisaría más cercana. De ser así, ya no tendríamos el río, sólo nuestro trozo de orilla.