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Scuff inspiró profundamente, su semblante reflejó que lo había entendido antes de dar paso a la ira.

– Tiene que hacerlo, señor Monk -dijo muy serio-. Si deja que se salgan con la suya una vez, luego le costará el doble hacerles volver a entrar en vereda.

– ¡Bien, pues andando!

Monk se volvió y fue hasta la puerta de entrada. Oyó el ruido de los pasos de Scuff en la escalera y corriendo tras él hasta el umbral. Scuff cerró dando un portazo y se plantó a su lado.

Monk sonrió.

Trabajaron el resto de la tarde y hasta el anochecer, rastreando el nombre y el paradero de cada niño, averiguando si estaba vivo o muerto y qué decía de Durban.

Al día siguiente comenzaron mucho más temprano. Hacia media tarde, Scuff se había ido por su cuenta por unas horas, y estaba llegando tarde al punto de reunión que habían acordado. Monk caminaba de un lado a otro del muelle cuando Scuff por fin apareció, con la cara sucia, manchada por un hilo de sangre, y con cierta aprensión.

Monk se alegró tanto de verlo que no le importó ver la camisa nueva desgarrada, y menos aún que estuviera sucia. Scuff tampoco parecía preocupado, y eso le inquietó mucho más. Scuff era muy consciente de que la ropa que llevaba era un regalo, y casi le daba miedo tener que devolverla algún día. Si estaba rota o manchada podría tener serios problemas. Y peor todavía, Hester quizá pensara que era un desagradecido.

Ahora se mostraba indeciso, como si tuviera que dar malas noticias.

– ¿Qué has averiguado?-le preguntó Monk. Sin duda Scuff estaba cansado y hambriento, pero eso tendría que esperar.

Scuff titubeó. Daba la impresión de haber estado meditando un buen rato en cómo decirle a Monk lo que tenía que contarle. Tomó aire y lo volvió a soltar.

– ¿Qué has averiguado? -repitió Monk, en un tono más áspero de lo que hubiese querido.

Scuff se sorbió la nariz.

– El señor Durban a veces pillaba a chicos robando, sólo cosas sin importancia, pañuelos, monedas de seis peniques o un chelín de vez en cuando, y luego los dejaba marchar. Les arreaba una colleja y les soltaba un sermón, pero quizá les daba un tazón de té y un bocadillo, o incluso un trozo de pastel. Otros policías los habrían capturado y encerrado. Hay gente que pensaba que era un buen hombre, y otros me han dicho que lo hacía porque sus razones tenía. Algunos de los chicos desaparecían del mapa después de esos encuentros.

Frunció el ceño, escrutando el semblante de Monk para ver cómo encajaba las novedades.

– Entiendo -dijo Monk, sin perder la calma-. ¿Qué edad tenían esos chicos y con qué frecuencia sucedía? ¿Se referían a una o dos veces o a muchas ocasiones?

Scuff se mordió el labio.

– Muchas veces. Y un viejo matón me ha dicho que algunos de los delitos eran más graves que el de ser un poco ligero de manos. Me ha dicho que un chico que el señor Durban pilló no tenía cinco o seis años, sino más bien diez, y que era un ladrón en toda regla que iba camino de convertirse en un carterista de guante blanco. Esos saben meter mano en el bolsillo de una dama sin que ella siquiera se dé cuenta.

– Ya sé qué es un carterista de guante blanco. ¿Por qué no lo arrestó Durban si robaba objetos valiosos? ¿Había alguna duda al respecto?

Scuff bajó la vista hasta acabar mirando al suelo.

– Era un chico guapo, con el pelo rubio. Alguien ha comentado que el señor Durban tenía otro lugar para él. -Volvió a levantar la vista enseguida-. No es que tengan ninguna prueba, claro está, puesto que no es verdad.

– ¿Quién anda diciendo esas cosas? -le preguntó Monk.

– No lo sé -dijo Scuff demasiado deprisa.

– Sí que lo sabes. Me consta que eres incapaz de venirme con cuentos. ¿Quién lo ha dicho?

Scuff volvió a titubear.

Monk estuvo a punto de gritarle pero entonces vio lo abatido que estaba el niño y entendió que su renuencia no era porque sí, sino que era fruto de una profunda conciencia de la vulnerabilidad del propio Monk. Sabía lo que era admirar a alguien, confiar en él como tu maestro y amigo, y en cierto sentido como tu protector y tu responsabilidad al mismo tiempo. Así era como Scuff veía a Monk. ¿Acaso imaginaba que Monk veía a Durban de la misma manera?

– Scuff -dijo con amabilidad-, sea lo que sea, tengo que saberlo. Descubriremos si es verdad o no, pero no podremos hacerlo si no sé de qué se trata y quién lo ha dicho.

Scuff volvió a sorberse la nariz e hizo una mueca de renuente concentración.

– Unos rapiñadores que conozco -contestó-. Taffy; no sé su apellido porque no lo sabe ni él. Potter y Jimmy Mac algo. Y Mucker James. Todos me han dicho que sabían que el señor Durban había pillado a otros chicos robando, a veces cosas que les hubieran valido dos o tres años en Coldbath Fields, y que los dejó marchar. Casi todos eran niños pequeños.

– ¿Pequeños? -preguntó Monk, con un escalofrío.

– De cinco o seis años, quizá. -Scuff se veía abatido-. La mayoría porque tenía hambre, o miedo a quien los obligaba a hacerlo.

– ¿Siguen rondando por ahí, esos pequeños?

– No lo sé. No he encontrado a ninguno -dijo Scuff con aire desafiante-. Eso no significa que no estén aquí. Puede que me hayan estado esquivando. Son justo del tipo que Phillips secuestra.

– Sí, ya lo sé. Gracias por decírmelo.

Scuff no dijo nada.

Aquella misma noche, cuando Hester estaba en la cocina, Scuff se armó de valor y, con un nudo en el estómago, las uñas clavadas en las palmas de las manos, fue a verla, esperando con toda el alma hallar palabras apropiadas antes de que viniera Monk, fuere para hablar con Hester o para ver qué hacía él allí.

Hester estaba encorvada de cara al fregadero, lavando los platos de la cena. Scuff soltó un profundo suspiro y se lanzó de cabeza.

– Señora Hester. ¿Puedo decirle una cosa?

Hester enderezó la espalda despacio, con las manos chorreando agua jabonosa, pero no se volvió hacia él. Scuff supo que lo escuchaba por el modo en que permanecía quieta. Le gustaba el olor de la cocina, a comida caliente y limpieza. Había ocasiones en las que no deseaba salir de allí.

– Sí, por supuesto -contestó Hester-. ¿De qué se trata?

Scuff se metió las manos en los bolsillos para que si ella se volvía no le viera los nudillos blancos.

– Hoy he hecho algo que… que le ha dolido al señor Monk, pero ha sido sin querer.

Ahora sí que Hester le miró.

– ¿Qué has hecho?

No tenía más remedio que decirle la verdad.

– Pregunté a algunos chicos que conozco sobre el señor Durban y me he enterado de cosas bastante malas. -Se calló, temeroso de contarle el resto. ¿Lo sabría de todos modos? A menudo parecía saber lo que pensaba, aunque él no dijera nada. A veces resultaba muy reconfortante, pero a veces no.

– Vaya. ¿Le has dicho la verdad sobre lo que te enteraste?

– Sí -contestó Scuff. Tragó saliva. Ahora le diría que no debía haberlo hecho. Estaba convencido.

Hester sonrió, pero su mirada la enturbiaba la preocupación y él se dio cuenta. Sabía lo que era el miedo y lo reconocía al instante.

– Has hecho bien -le dijo Hester. Movió la mano como para tocarlo pero cambió de parecer. Ojalá no lo hubiera hecho; le habría gustado que lo tocara. Pero ¿por qué debería hacerlo? En realidad él no pintaba nada allí.

– Me han dicho que el señor Durban dejaba sueltos a chavales que tendrían que haber ido a la cárcel por robar -dijo Scuff atropelladamente-. Niños pequeños, como los que se lleva Phillips. También me han dicho que el señor Durban no era mejor que él. Se equivocan, ¿verdad?

Hester titubeó pero no tardó en decidirse.

– No lo sé. Así lo espero. Pero si tienen razón, tendremos que aceptarlo. Al señor Monk no le pasará nada porque nosotros estaremos aquí y no haremos nada verdaderamente malo, sólo pequeños errores, de los que todo el mundo comete y todo el mundo perdona.