Scuff la miró de hito en hito, escrutando su semblante para ver si lo decía en serio o si sólo estaba siendo amable porque pensaba que era un niño y que no debía agobiarlo. Poco a poco se fue convenciendo de que lo decía en serio. Ella no tenía hijos, y no lo trataba como si él lo fuera. Le sonrió.
Hester correspondió a su sonrisa y, alargando el brazo, le hizo una breve y delicada caricia en la mejilla. Scuff sintió que la calidez de aquel gesto le traspasaba el cuerpo entero. Dio media vuelta y regresó al piso de arriba antes de que Monk lo sorprendiera y de un modo u otro rompiera el hechizo del momento. Aquello era privado, sólo entre Hester y él.
Al llegar a lo alto de la escalera se tocó la mejilla a modo de experimento, para ver si aún la notaba caliente.
Por la mañana Hester fue a ver a Oliver Rathbone a su bufete. Prefirió no pasar antes por Portpool Lane; no tenía ganas de hablar con Margaret. Se sentía culpable por ello. Habían sido amigas íntimas, quizá fuese la amiga más íntima que Hester había tenido, al menos en circunstancias normales, lejos de los horrores de la guerra. Tener que evitarla por culpa del papel que había desempeñado Rathbone en el juicio, y también por el miedo y la confusión que sentía, aumentaba su infelicidad.
De ahí que no pudiera posponer más el enfrentarse a Rathbone. Fue en ómnibus hasta el Puente de Londres, donde se apeó y tomó un coche de punto para cruzar el río y dirigirse al bufete de Rathbone en los Inns of Court. El pasante la reconoció de inmediato y la invitó a entrar con una mezcla de gusto e incomodidad. Hester se preguntó cuál sería su opinión a propósito del caso Phillips y del papel que Rathbone había desempeñado en él. Por supuesto sería de lo más incorrecto preguntarle algo al respecto, pues de ninguna manera podría contestarle.
– Lo lamento, señora Monk, pero sir Oliver está atendiendo a un caballero -se disculpó el pasante-. No sé decirle cuándo estará libre.
Permaneció de pie donde estaba, a fin de desalentarla sin faltarle al respeto.
– Si no hay inconveniente, aguardaré -respondió Hester, mirándolo directamente a los ojos, sin dar un solo paso.
– Faltaría más, señora -concedió él, interpretando con acierto que Hester tenía intención de aguardar dijera él lo que dijese, en el despacho o incluso en la calle, si se veía obligada a ello-. ¿Puedo servirle una taza de té, y quizás unas galletas?
Hester le sonrió encantada.
– Gracias, eso sería muy amable de su parte.
El pasante se retiró, sabiendo muy bien que lo habían vencido aunque en aquella ocasión no le importó en absoluto.
Hester tuvo que aguardar más de tres cuartos de hora porque en cuanto se marchó el primer cliente llegó el siguiente, y tuvo que esperar a que éste se marchara a su vez antes de que la hicieran pasar al despacho de Rathbone.
– Buenos días, Hester -saludó Rathbone un tanto receloso.
– Buenos días, Oliver -respondió ella mientras el pasante cerraba la puerta. Aceptó la silla de enfrente del escritorio como si la hubiese invitado como solía hacer normalmente-. Comprendo que estás atareado; de hecho, he visto a dos clientes llegar y marcharse, de modo que no te haré perder el tiempo con las cortesías al uso. Puedes dar por sentado que me interesan tu salud y tu felicidad, y también que doy por supuestas las habituales preguntas acerca de las mías. -Rathbone soltó un breve suspiro. Hester agregó-: Y que ya he tomado té, servido con suma gentileza.
– Naturalmente -repuso Rathbone, insinuando apenas un amago de sonrisa-. ¿Debería disculparme por haberte hecho esperar, o eso también hay que darlo por supuesto?
– No me has hecho esperar -contestó Hester-. No tenía cita contigo.
– Vaya por Dios. Ya veo que vamos a ser francos hasta rayar en… no sé muy bien en qué. ¿Sobre qué estamos siendo sinceros? ¿O voy a tener que lamentar haber hecho semejante pregunta?
– Creo recordar que hace tiempo me dijiste que un buen abogado, y tú eres enormemente bueno, no hace una pregunta a no ser que ya conozca la respuesta -contestó Hester.
Rathbone esbozó una mueca tan comedida que Hester no estuvo segura de si la había visto o imaginado.
– Debes saber que no vas a lograr que dé por supuesta la respuesta, Hester -respondió Rathbone-. Tú eres muy buena en esto pero yo tengo más experiencia.
Hester encogió levemente los hombros.
– Mucha más, por supuesto. Las personas con quienes tratas son cautivas de una manera muy distinta a la de las que trato yo. Y aunque no siempre se den cuenta, yo también velo por sus intereses.
– Eso es fácil de hacer -replicó Rathbone-. Sus intereses respectivos no entran en conflicto.
– Eres un ingenuo, Oliver. Sólo dispongo de una cantidad limitada de dinero, de medicinas y de camas. ¡Claro que entran en conflicto entre sí!
Lo había pillado desprevenido. Saltaba a la vista en su rostro que de súbito era consciente de decisiones que nunca había tenido que tomar, así como de otras que él había tomado y que ella no había tenido que tomar. Hester lo descifró todo en los sentimientos que alteraron sus facciones.
– Sé que te contrataron para que defendieras a Phillips -dijo inclinándose hacia delante en la silla-, y que eso te obligó a defender sus intereses, igual que la acusación tenía la obligación de actuar contra ellos. Una vez que aceptaste el caso, salvo si él admitía ser culpable, no tenías más opción que defenderle. ¿Por eso no lo llamaste al estrado para que negara que hubiera matado a Fig? ¿Acaso en el fondo pensabas que sí lo había hecho?
– ¡No, ni mucho menos! -exclamó Rathbone con repentina vehemencia-. A mí me lo negó, simplemente pensé que el jurado no iba a creerle. No es un personaje muy simpático que digamos, y si hubiese hablado sin duda se habría hecho muy patente. El jurado debería sopesar sólo las pruebas, pero lo constituyen personas; apasionadas, vulnerables, llenas de compasión e indignación por el crimen, y sumamente temerosas tanto de dar un mal veredicto como de que un buen día sean ellas las víctimas del crimen. -Hablaba tan deprisa que apenas le daba tiempo a respirar-. El desagrado las habría inducido a creerlo culpable. Podrían haber cruzado muy fácilmente la línea que separaba el que hubiese cometido otros delitos, de lo cual no abrigo la menor duda, y terminar convencidos de que también había cometido ése. No tienen que dar explicaciones sobre su veredicto. No puedo discutir con ellos y señalar que su lógica no se sostiene. Una vez que se han pronunciado, debo acatar, salvo que haya algún aspecto legal al que pueda asirme. Y la falta de lógica no queda contemplada.
– Ya lo sé -dijo Hester secamente-. Tremayne podría haberse servido de sus sentimientos para predisponerlos en contra de Phillips, y tú no habrías podido recurrir porque no se habrían dado cuenta de lo que les había hecho. Habrían imaginado que sus sentimientos eran por entero propios, no fruto de su manipulación.
Rathbone esbozó una sonrisa.
– Exactamente. Me complace que lo veas con tanta imparcialidad.
Ahora fue Hester quien sonrió con el mismo gélido humor.
– Por supuesto que sí; ahora -respondió-. Por desgracia, no lo vi tan claro cuando me estabas manipulando. Y me temo que el señor Tremayne tampoco. A ti se te da mejor que a cualquiera de nosotros. Y desde luego llevas razón en lo de tener más experiencia.
Rathbone se puso rojo como un tomate.
– No tenía alternativa, Hester. ¿Acaso no tendría que haber dado lo mejor de mí mismo porque tú eras la testigo? Si hubiese obrado así al defender a alguien de tu agrado, habrías sido la primera en señalarme lo deshonroso de mi conducta. No puedes administrar justicia de una manera a quienes aprecias y de otra a quienes no.
– Por supuesto que no -coincidió Hester, con más tirantez de la que hubiese deseado. La voz la delataba, y le constaba que Rathbone se percataría-. Seguí el caso porque creía apasionadamente que Phillips era un hombre malvado que había torturado y asesinado a un niño que tuvo el coraje de rebelarse contra él. Y lo sigo creyendo. Pero también sé que me dejé gobernar por mis sentimientos en vez de por mi inteligencia. No fui imparcial en mi criterio, y eso me desmoronó. Tú te aprovechaste de mi debilidad porque me conocías lo suficiente para hacerlo. -Hizo caso omiso de la fulminante mirada iracunda, y quizás avergonzada, de Rathbone-. No estoy segura de si te conozco bien o no, Oliver. Antes pensaba que sí, pero las personas cambian y quienes están más próximos a ellas no siempre se dan cuenta.