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»¿Fue el amor a la justicia o algún otro sentimiento lo que te llevó a asumir la defensa de Jericho Phillips? -Rathbone se quedó pasmado. Hester no se detuvo para impedir que la interrumpiera-. ¿Lo defendiste porque pensabas que nadie más lo haría adecuadamente, si es que realmente lo hacía? Tal vez lleves razón al pensar que nadie más lo habría hecho tan bien. ¿O lo hiciste para saldar una deuda pendiente con un amigo al que debes lealtad, compasión, una cuestión de honor pasada o futura? -Tragó saliva-. ¿O fue por jactancia, porque parecía imposible y sin embargo lo lograste?

Ahora Rathbone estaba muy pálido.

– ¿Eso es lo que piensas de mí, Hester?

Hester no se arredró.

– No es lo que deseo pensar. Antes del juicio habría subido a ese estrado y jurado que no. -Pensó en mencionar el dinero y optó por no utilizar semejante ofensa-. ¿Sabes siquiera quién te pagó? -preguntó en cambio-. ¿Estás seguro de que no fue el propio Phillips? ¿No es lo bastante listo como para haberlo hecho a través de tantas otras vías que no podrías seguir el rastro del dinero hasta él? La cuestión es, si hubiese acudido a ti directamente, no a través de un cliente o de un amigo, ¿también habrías aceptado el caso?

– No lo sé. No sucedió así-repuso Rathbone-. Me es imposible explicártelo porque es un secreto profesional, igual que cualquier consulta legal. Lo sabes de sobra, y ya lo sabías cuando has venido aquí. Normalmente no eras tan poco práctica como para desperdiciar tiempo y energías clamando contra el pasado. ¿Qué es lo que quieres? -preguntó a las claras, con una mirada dura y quizá dolida. Sus ojos también reflejaban la sorpresa de que Hester se hubiese mostrado más hábil que él mismo.

– Me gustaría saber quién te pagó -comenzó Hester.

– No seas tonta -replicó Rathbone bruscamente-. ¡Sabes que es imposible que te lo diga!

– ¡No te lo he preguntado! -respondió ella, con la misma brusquedad-. Ya sé que no puedes. Si tú o los demás estuvierais dispuestos a reconocerlo ya me lo habrías dicho. -Dejó que el miedo le crispara la voz, que sonó desdeñosa-. Quería saberlo a causa de las dudas vertidas sobre el honor del comandante Durban, porque ahora todo el cuerpo de la Policía Fluvial del Támesis está bajo sospecha, hasta el punto de que es posible que sea absorbido como un brazo dependiente de la Policía Metropolitana. Su especializada experiencia se echará a perder. Y no te molestes en decirme que la culpa es tan mía como tuya. Ya lo sé. No me preocupa la culpa. Como has dicho, es una pérdida de tiempo lamentar un pasado que no puede cambiarse. Lo que me preocupa es el futuro.

Se inclinó hacia él.

– Oliver, entre todos hemos estado a punto de destruir algo que es bueno y que merece y necesita que demos algo mejor de nosotros mismos. Tú puedes ayudarnos a limpiar la reputación de Durban sin mancillar la tuya.

– Y la de Monk, por supuesto -dijo él con crueldad.

De nuevo, Hester no se arredró.

– Por supuesto. Y la mía también, ya que lo mencionas. ¿Acaso ayudarnos es motivo para no hacerlo?

– Hester por… ¡No, claro que no! -protestó Rathbone-. No os puse en evidencia porque quisiera. Vosotros mismos os pusisteis a tiro. Hice lo que tenía que hacer, respetar la ley.

– Pues ahora haz lo que puedas por respetar la justicia -replicó Hester-. Jericho Phillips asesinó a Fig y, aunque pudiéramos, de nada serviría que ahora lo demostrásemos. También asesinó a otros, y seremos mucho más cuidadosos con las pruebas la próxima vez. Pero para hacer eso la Policía Fluvial debe sobrevivir con sus propios mandos, no desmembrarse en una docena de unidades diferentes que dependan de la comisaría de cada barrio ribereño. -Se levantó lentamente, poniendo cuidado en alisarse las faldas, cosa que no solía tomarse la molestia de hacer-. Entre los tres hemos hecho algo horrible. Te estoy pidiendo que nos ayudes a enmendarlo, en la medida que pueda enmendarse. Tal vez nunca capturemos a Phillips, pero podemos hacer cuanto sea posible para demostrar a Londres que la Policía Fluvial necesita y merece seguir siendo un departamento independiente bajo sus propios mandos.

Rathbone la miró con lo que en él era una extraordinaria sensación de confusión. Los sentimientos entraban en conflicto con el intelecto. La soledad, la consternación, quizá la culpabilidad, hacían añicos su santuario de la razón.

– Haré lo que esté en mi mano -dijo en voz baja-. Aunque no sé si servirá de algo.

Hester no discutió.

– Gracias -dijo simplemente. Luego le sonrió-. Pensé que lo harías.

Rathbone se sonrojó y bajó la vista a los papeles que había sobre el escritorio, sintiendo un inmenso alivio cuando el pasante llamó a la puerta.

* * *

Hester pensó en si regresar a casa para cambiarse el vestido que mejor le sentaba, vestido que naturalmente se había puesto para ir a ver a Rathbone, antes de dirigirse a Portpool Lane, pero resolvió que sería perder el tiempo y el dinero del viaje. Siempre tenía ropa de trabajo limpia en la clínica por si sucedía un accidente, cosa que se daba con bastante frecuencia.

Encontró la clínica bullendo de actividad como siempre. Se atendía a las pocas enfermas que requerían guardar unos cuantos días de cama, a las pacientes con heridas de menor consideración, mayormente cuchilladas y navajazos que precisaban puntos de sutura, vendajes, consuelo en general y un breve respiro de la calle, tal vez una comida decente. Las tareas rutinarias de la limpieza, la colada y la cocina no cesaban jamás.

Repartió palabras de aprobación y de aliento, alguna que otra crítica sin mayor importancia, y luego fue en busca de Squeaky Robinson al despacho de éste. Desde hacía cosa de un año se tomaba muy en serio sus obligaciones de contable. Últimamente no le había oído quejarse de que le hubieran despojado con engaños de la casa que, cuando era suya, había sido el burdel más concurrido de la zona. Su nueva visión de sí mismo, más o menos en el lado correcto de la ley, parecía complacerlo.

– Buenos días, Squeaky -saludó Hester mientras cerraba la puerta a sus espaldas para darles privacidad en la abarrotada habitación con sus estanterías de libros de contabilidad. Sobre el escritorio había varias hojas de papel, lápices, un tintero rojo y otro azul, y una bandeja de arena secante. Esta última rara vez se utilizaba, pero a Squeaky le gustaba el efecto que causaba.

– Buenos días, señora Hester -contestó Squeaky, escrutándole el rostro con preocupación. No le preguntó cómo estaba; ya lo juzgaría por su cuenta.

Hester se sentó frente a él,

– Todo este asunto se está poniendo muy feo -dijo con franqueza-. Hay rumores que acusan al señor Durban de proporcionar niños a Jericho Phillips, y esa acusación está mancillando la reputación de la Policía Fluvial en conjunto. Según parece se dieron varios casos en los que sorprendió a niños robando sin que presentara cargos contra ellos. Quizás haya otras explicaciones que justifiquen su conducta, pero se está dando por sentada la peor.

Squeaky asintió.

– Pinta mal -corroboró, aspirando aire entre los dientes-. A todo el mundo le tienta algo, ya sea dinero, poder o placer, o tan sólo que la gente les deba algo. Sé de casos en que bastaba con que se sintieran superiores. Sobre todo mujeres. Las hay que se dan unos aires de superioridad espantosos, con perdón.