Hester sonrió.
– Yo también, y me daban ganas de abofetearlas hasta que me di cuenta de que seguramente era lo único que tenían. Una amiga mía solía decir que no hay nadie más virtuoso que aquel a quien nada han pedido.
– Me gusta -dijo Squeaky con profunda apreciación. Meditó sobre ello unos instantes, como si paladeara un buen vino-. Sí, me gusta.
– Squeaky, necesito saber cómo consigue Phillips a sus niños.
Llamaron a la puerta y, en cuanto Hester contestó, entró Claudine.
– Buenos días -dijo alegremente-. ¿Les apetece una taza de té?
Tanto Hester como Squeaky sabían que había acudido porque no soportaba que la dejaran al margen de la investigación. Ardía en deseos de colaborar, pero aún no había bajado las barreras de la dignidad lo bastante como para decirlo abiertamente.
– Gracias -declinó Hester enseguida-, pero tengo que volver a salir, y creo que es preciso que Squeaky me acompañe. Conoce a ciertas personas que yo no sé dónde encontrar.
Claudine se quedó alicaída. Intentó disimularlo pero el sentimiento era demasiado fuerte para que no lo reflejaran sus ojos.
– Es algo de lo que usted no sabe nada -dijo Squeaky bruscamente-. No se haga ilusiones de saber siquiera por qué las chicas salen a vender su cuerpo a las calles, y mucho menos los chavales.
– Pues claro que lo sé -le espetó Claudine-. ¿Cree que no oigo lo que dicen? ¿O que no las escucho?
Squeaky cedió un poco.
– Niños -explicó-. Aquí no tratamos a niños pequeños. Si les pegan, nadie se entera; sólo quien los tiene consigo, como Jericho Phillips.
Claudine soltó un bufido.
– ¿Y qué tienen de distintos los motivos por los que están en la calle? -preguntó-. Frío, hambre, miedo, ningún otro sitio al que ir, soledad…, alguien se ofrece a alojarlos, dinero fácil al principio…
– Tiene razón -corroboró Hester, sorprendida de que Claudine hubiese prestado tanta atención a lo que escondían las palabras tanto como a las palabras en sí mismas, las cuales con frecuencia eran superficiales y repetitivas, a veces llenas de excusas y de autocompasión, más a menudo con un amargo humor y un sinfín de chistes malos-. Pero debo demostrar que el comandante Durban no se los proporcionaba, de modo que hay que ser concretos.
– ¿El comandante Durban? -Claudine se quedó horrorizada-. Nunca había oído nada tan infame. No se preocupe, ya me ocuparé yo de velar por la buena marcha de la clínica. Usted averigüe cuanto pueda, ¡pero tenga cuidado! -Fulminó a Squeaky con la mirada-. Cuide de ella o tendrá que responder ante mí. Créame, lamentará haber nacido.
Dicho esto, dio media vuelta sacudiendo la austera falda gris como si fuera de seda carmesí, y salió con paso decidido.
Squeaky sonrió. Luego vio a Hester mirándolo y se puso serio al instante.
– Pues vayámonos yendo -dijo cansinamente-. Me pondré las botas viejas.
– Gracias -respondió Hester-. Lo espero en la entrada.
Pasaron una tarde deprimente, prolongada hasta la anochecida, yendo a ver, uno tras otro, a los contactos que Squeaky conservaba de sus tiempos como propietario de burdel.
Al día siguiente prosiguieron, adentrándose más en el dédalo de callejones de Limehouse, Shadwell y la Isle of Dogs en la margen norte del río, y Rotherhithe y Deptford en la margen sur. Hester tenía la impresión de haber ido a pie como de Londres a York, avanzando en círculos por las mismas callejuelas llenas de albergues, tabernas, casas de empeños, burdeles y el sinfín de comercios relacionados con el río.
Squeaky procedía con mucho cuidado, incluso con reserva, a propósito de sus pesquisas, pero su actitud cambiaba rotundamente en cuanto tenía que negociar. El aire despreocupado que hacía que pasara inadvertido desaparecía de repente y se volvía sutilmente amenazador. Su porte emanaba calma, su voz una amabilidad que contrastaba con el ruido y el ajetreo que lo rodeaban.
– Me consta que usted sabe más, señor Kelp -dijo casi en un susurro.
Se encontraban en lo que aparentaba ser una tabaquería, con las paredes forradas de oscuros paneles y una única ventana cuyo cristal formaba círculos como culos de botella. Las lámparas estaban encendidas, pues de lo contrario no habrían podido ver los artículos expuestos, aunque el penetrante aroma era lo bastante fuerte para salir flotando al callejón y tentar a los transeúntes, superponiéndose incluso al hedor a madera podrida y excrementos humanos.
Kelp abrió la boca para negarlo pero se lo pensó mejor. Había algo en la figura inmóvil de Squeaky, en sus descoloridos pantalones a rayas y su vieja levita, en su pelo greñudo y su cara larga, que le infundía miedo. Era como si el propio Squeaky se supiera invulnerable, pese a que no parecía llevar ningún arma y que su única compañía era una mujer de complexión más bien delgada. Era algo inexplicable, y cualquier cosa que no comprendiera alarmaba al señor Kelp.
Tragó saliva.
– Bueno… -dijo, recurriendo a evasivas-. He oído cosas, por supuesto, si eso es lo que quiere…
Squeaky asintió lentamente.
– Eso es lo que quiero, señor Kelp. Cosas que haya oído, cosas exactas, cosas a las que usted dé crédito. Y, desde luego, lo más prudente sería que no le contara a nadie que yo he preguntado y usted ha tenido la bondad de ayudarme. Hay quienes tienen el oído muy fino y no conviene que lo sepan. Dejémoslos en su ignorancia, ¿le parece?
Kelp se estremeció.
– Oh, sí, claro, señor Robinson, sí. Por descontado.
Ni siquiera echó un vistazo a Hester, de pie detrás de Squeaky, observando con creciente asombro. Aquél era un lado de Squeaky que no había imaginado, y su propia ceguera le resultaba inquietante. Se había acostumbrado a su aquiescencia en la clínica, olvidando al hombre que había sido antes. En realidad, lo único que en verdad sabía era el mero hecho de que fue el propietario del burdel que ocupó las casas de Portpool Lane hasta que ella coaccionó a Rathbone para que le obligara a entregarlas a modo de donativo para una obra benéfica. Comenzaba a percatarse de la enormidad de lo que había hecho.
Squeaky rondaba la cincuentena, pero Hester le había dado más años porque solía sentarse encorvado, y el canoso pelo largo le colgaba en finas mechas hasta el cuello de la camisa. Se había quejado a voces de que lo hubiesen engañado, abusando de él, como si fuese un hombre de costumbres pacíficas a quien hubieran tratado injustamente. El hombre que ahora veía en la tabaquería no era así en absoluto. Kelp le tenía miedo. Hester lo veía en su rostro, incluso llegaba a olerlo. Tuvo un escalofrío al pensar en su propia insensatez, y le costó lo suyo apartar de la mente aquella duda.
Kelp tragó saliva como si engullera una nuez sin cascar y procedió a contar a Squeaky cuanto sabía sobre quiénes y cómo procuraban niños a los hombres como Jericho Phillips. Lo que refirió fue muy triste e inquietante, cuajado de bajeza humana y del oportunismo de sujetos codiciosos que se cebaban en los más débiles.
Su relato también incluyó a Durban sorprendiendo a niños, algunos de no más de cinco o seis años de edad, cuando robaban comida o pequeños artículos para venderlos. Rara vez había presentado cargos contra ellos, y se suponía que se los había comprado a sus padres con la intención de vendérselos a Phillips o a otros de su ralea. Pruebas no había ni en un sentido ni en el otro, pero muchos de los chiquillos dejaron de aparecer por los sitios habituales y nadie sabía adónde habían ido ni con quién.
– Lo siento -dijo Squeaky cuando al caer la tarde caminaban por el sendero a orillas del río en Isle of Dogs. Se dirigían a la escalinata de All Saints para tomar un transbordador que cruzara al muelle de la ribera sur y luego un ómnibus hasta Rotherhithe Street, desde donde sólo había que dar un breve paseo para llegar a Paradise Place. Squeaky había insistido en acompañar a Hester a casa, por más que estuviera acostumbrada a viajar sola en ómnibus o en coche de punto-. Parece que su Durban pudo ser más retorcido que la cola de un cerdo -agregó Squeaky.