A Hester le costó trabajo contestar. ¿Qué iba a decirle a Monk? Tenía que saberlo antes de que él se enterase, de modo que pudiera estar prevenida y hacer algo para amortiguar el golpe. ¿Pero el qué? Si aquello era verdad, era peor de lo que había imaginado.
– Lo sé, lo sé… -dijo con voz ronca.
– ¿Quiere seguir con esto? -preguntó Squeaky.
– ¡Sí, por supuesto!
– Ya me lo figuraba, pero tenía que preguntar. -Miró a Hester un momento y enseguida apartó la vista-. Puede ponerse más feo.
– Eso también lo sé.
– Hasta los hombres fuertes tienen sus debilidades -dijo Squeaky-. Y también las mujeres, supongo. Me parece que la suya es creer en las personas. Tampoco es que sea algo malo.
– ¿Se supone que debo estar agradecida?
– No. Entiendo que le duela. Pero si lo supiera todo sería demasiado lista para ser buena.
– Se presentan pocas ocasiones para serlo -repuso Hester, aunque esta vez sonrió, ligeramente, si bien Squeaky no pudo verlo bajo la luz intermitente del alumbrado.
Bajaron hacia la escalinata de All Saints. Justo antes de que llegaran, surgió una figura de entre las sombras de una grúa y la luz de una farola mostró su rostro como una máscara amarilla, ancha, sonriendo con lascivia. Jericho Phillips. Miró a Hester, haciendo caso omiso de Squeaky.
– Sé que ha estado buscando a Reilly, señorita. No tendría que hacerlo.
Squeaky se desconcertó pero disimuló de inmediato.
– ¿La está amenazando, señor Phillips? -preguntó con exagerada cortesía.
– Sólo es un consejo -repuso Phillips-. Amistoso, además. Me parece que estoy en deuda con ella. -Sonrió enseñando los dientes-. Quizás estaría colgando de una horca con la soga al cuello, de no ser por sus declaraciones en mi juicio. -Rió por lo bajo, con los ojos muertos como piedras-. Descubrirá un montón de cosas que preferiría no saber, visto que tanto admiraba al señor Durban. Encontrará a Reilly, pobre chico, y acabará descubriendo lo que le ocurrió. Y, créame, señorita, no le va a gustar lo más mínimo. -Había un transbordador surcando la oleosa superficie negra del agua que los remos batían rítmicamente-. Un chico valiente, ese Reilly -agregó Phillips-. Aunque tonto. Confió en quien no debía, como la Policía Fluvial. Descubrió más cosas de las que debe saber un chaval como él.
– Por eso lo mató, igual que mató a Fig -dijo Hester con amargura.
– No había motivo, señorita -le dijo Phillips-. No iba a chivarse de mí. Yo trato muy bien a mis chicos. No les pego, no pierdo la cabeza ni les grito. Conozco mi negocio, y lo atiendo como es debido.
Hester lo miró con una aversión absoluta, pero no halló una respuesta con la que contraatacar.
– Piénselo, señorita -prosiguió Phillips-. Ha estado haciendo muchas preguntas sobre Durban. ¿Qué ha averiguado, eh? Que era un mentiroso, ¿no? Mentía sobre cualquier cosa, hasta sobre su origen. Perdía los estribos de mala manera, molió a palos a más de uno. Encubría los delitos de algunos, mentía sobre los de otros. Quizá yo hubiera hecho lo mismo, pero nadie se extrañaría. -Sonrió sin el más ligero rastro de humor-. Durban era diferente. Nadie se fía de mí, pero confiaban en él. Eso lo convierte en otra cosa, una especie de traición, ¿verdad? Que él quebrantara la ley está mal, pero que muy mal. Créame, señorita, no le gustará saberlo todo sobre Durban, se lo digo en serio. Como tampoco al bueno de su marido. Me salvó la vida dos veces, fíjese. Una vez en el río… Vaya. -Phillips enarcó las cejas-. ¿No se lo ha contado?
Hester le dirigió una mirada cargada de odio.
Phillips sonrió más abiertamente.
– Pues sí, pudo dejar que me ahogara pero me salvó. Y luego, por supuesto, todas esas pruebas ante el tribunal. Sospecho que sin ellas me habrían ahorcado, seguro. No es una forma agradable de morir, señorita, el baile de la soga. Para nada. No se empeñe en saber qué le ocurrió al pobre Reilly, señorita, ni tampoco quiera saberlo todo sobre Mary Webber.
»Mire, ahí llega el transbordador para llevarla a casa. Duerma bien, y por la mañana vaya a ocuparse de su clínica y de todas esas putas que se ha empeñado en salvar.
Dio media vuelta y se marchó, desapareciendo casi de inmediato entre las sombras.
Hester se plantó en la escalinata temblando de rabia pero también de miedo. No podía, refutar ni una sola de las cosas que había dicho Phillips. Se sentía impotente, y tenía tanto frío en plena noche de verano que bien podría haber caído en las oscuras aguas del río.
El transbordador golpeaba contra la escalinata. El remero aguardaba.
– ¿Quiere que lo dejemos correr, señorita Hester? -preguntó Squeaky.
Hester no le veía la cara, estaban de espalda a la luz, y tampoco supo descifrar los sentimientos que ocultaba su voz.
– ¿Acaso podría irnos peor? -preguntó Hester-. ¿No le parece que cualquier cosa es mejor que aceptar esto?
– ¡Claro que sí! -dijo Squeaky al instante-. Las cosas pueden ponerse mucho más feas. Podría descubrir que Durban mató a Reilly y que Phillips puede demostrarlo.
– No puede -dijo con un súbito arranque de lógica-. Si pudiera demostrarlo, ya lo habría hecho, y habría desbaratado el caso de Durban sin tener que confiar en que Rathbone nos desacreditara ante el tribunal. Habría sido mucho más seguro.
– Pues si es lo que quiere, por mí, encantado. Trincar a ese cabrón sería mejor que una botella de brandy Napoleón.
– ¿Le gusta el brandy Napoleón? -preguntó Hester sorprendida.
– Ni idea -admitió Squeaky-. ¡Pero me gustaría averiguarlo!
Capítulo 9
Hester durmió hasta bien entrada la mañana y le molestó menos que de costumbre que Monk ya se hubiera marchado. Le había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. No vio a Scuff en ninguna parte, y supuso que se había ido con Monk.
Sin embargo, estaba desayunando té con tostadas cuando Scuff apareció en el umbral. Parecía preocupado. Ya se había vestido y era obvio que había salido y regresado. Llevaba un periódico en la mano y saltaba a la vista que no sabía si ofrecérselo a Hester, que, sabiendo que Scuff no sabía leer, no quiso avergonzarlo aludiendo a ello.
– Buenos días -dijo Hester con naturalidad-. ¿Quieres desayunar?
– Ya he comido un poco -contestó Scuff, adentrándose un par de pasos en la cocina.
– Eso no impide que puedas comer algo más, si te apetece -le ofreció Hester-. Sólo es pan con mermelada, pero la mermelada es muy buena. Y té, por supuesto.
– Oh -dijo Scuff, siguiendo con la mirada la tostada que ella sostenía con la mano-. Bueno, no diré que no.
– Pues entonces ven a sentarte; te haré la tostada en un santiamén.
Hester terminó de comer su tostada con mermelada de frambuesa teniéndola con una mano mientras con la otra sostenía el tenedor para tostar otra rebanada de pan.
Se sentaron a la mesa frente a frente y comieron en silencio durante un rato. Scuff tomó mermelada de albaricoque; dos veces.
– ¿Puedo echar un vistazo a tu periódico, por favor? -preguntó Hester al cabo.
– Claro. -Lo empujó hacia ella-. Lo he traído para usted. No le va a gustar. -Parecía preocupado-. He oído a unos hombres que hablaban con el vendedor, por eso lo he traído. Dicen cosas malas.
Hester alcanzó el periódico y miró los titulares, luego lo abrió y leyó unas páginas interiores. Scuff estaba en lo cierto, no le gustó en absoluto. Las insinuaciones eran veladas, pero no distaban mucho de las cosas que Phillips le había referido la noche anterior en el muelle. Se cuestionaba a la Policía Fluvial. La tasa de éxitos que el cuerpo sostenía tener se consideraba poco fiable: ¿eran ciertas las cifras? ¿Corno habían llegado a reclutar a un hombre tan obsesionado por una venganza personal como Durban? Y al parecer no una vez, sino dos. ¿Acaso era mejor su sustituto, el señor Monk? ¿Qué se sabía acerca de él? En realidad, ¿qué se sabía de cualquiera de ellos, incluido Durban?