La nación se encontraba en una situación peligrosa cuando un cuerpo como la Policía Fluvial tenía mucho poder y nadie supervisaba el modo en que se usaba o se abusaba de él. Si los miembros del Parlamento que representaban a las circunscripciones del río estuvieran cumpliendo con sus obligaciones, se formularían preguntas cuando el Parlamento volviera a reunirse.
Levantó la vista hacia Scuff. Él la estaba observando, tratando de hacerse una idea de lo que decía el diario fijándose en su expresión.
– Pues sí, dicen cosas malas -le dijo Hester-. Pero por ahora sólo son conjeturas. Tenemos que averiguar si son verdad o no, porque no podremos hacer nada al respecto hasta que lo sepamos.
– ¿Qué nos pasará si es verdad? -preguntó Scuff.
Hester percibió el temor que vibraba en su voz y reparó en que se había incluido en su destino. Se preguntó si lo había hecho adrede o no. Pondría mucho cuidado en responder en el mismo tono, con igual desenfado.
– Tendremos que enfrentarnos a ello -contestó-. Si podemos, demostraremos que no somos así, pero si no nos dan la oportunidad de hacerlo, tendremos que buscar trabajos nuevos. Todo irá bien, no te preocupes. Hay muchas cosas que podemos hacer. Yo podría volver a ejercer de enfermera. Solía ganarme la vida por mi cuenta, antes de casarme con el señor Monk, ¿sabes?
– ¿En serio? ¿Cuidando enfermos? ¿Pagan por eso?
Scuff abría los ojos como platos, y su tostada se quedó a medio camino de la boca.
– Por supuesto -le aseguró Hester-. Siempre y cuando lo hagas bien, y yo era muy buena. Trabajé en el ejército, atendiendo a soldados heridos en combate.
– ¿Cuando volvían a casa? -preguntó Scuff.
– ¡Qué va! Iba al campo de batalla y los atendía allí mismo, donde habían caído.
Scuff se sonrojó y luego sonrió, convencido de que Hester le estaba gastando una broma aunque no la comprendiera.
A ella se le ocurrió tomarle el pelo, pero decidió que estaba demasiado asustado. Scuff acababa de encontrar cierto grado de seguridad, quizá por primera vez en su vida, personas a quienes no sólo podía amar sino también confiar en ellas, y todo eso se le estaba escapando de las manos.
– Lo del campo de batalla va en serio. Allí es donde los soldados necesitan más a los médicos y enfermeras. Fui a Crimea con el ejército. Igual que otras tantas señoritas. La batalla se libraba bastante cerca de donde estábamos. La gente solía subir a los cerros que dominaban el valle para observar el combate. No era peligroso, de serlo no lo habrían hecho, por supuesto. Y las enfermeras a veces también subíamos, y luego íbamos al campo de batalla en busca de los que seguían vivos y precisaban asistencia médica.
– ¿No era horrible? -preguntó Scuff en un susurro, todavía sin hacer el menor caso a la tostada.
– Sí que lo era. Tan horrible que nunca quiero recordarlo.
Pero mirar hacia otro lado no resuelve nada, ¿verdad? -dijo Hester.
– ¿Qué podía hacer usted por los soldados que tenían heridas muy graves? -preguntó Scuff-. ¿No necesitaban médicos?
– No había suficientes médicos para atender a todo el mundo a la vez -le dijo Hester, recordando a su pesar los gritos de dolor de los hombres, el caos de los heridos y los agonizantes, y también el olor de la sangre. Entonces no se había sentido abrumada, estaba demasiado atareada en cuestiones prácticas, intentando cerrar heridas, amputar un miembro destrozado o salvar a un hombre de morir por un shock-. Aprendí a hacer algunas cosas por mi cuenta, pues las cosas estaban tan mal que yo no podía empeorarlas. Cuando la situación es desesperada intentas hacer lo que sea aunque no sepas ni por dónde empezar. Puedes prestar mucha ayuda con un cuchillo, una sierra, una botella de brandy, hilo y aguja, y por supuesto con tanta agua y vendas como seas capaz de llevar contigo.
– ¿Para qué sirve la sierra? -preguntó Scuff en voz baja.
Hester vaciló, pero enseguida decidió que cualquier mentira sería peor que la verdad.
– Para serrar huesos aplastados de manera que pueda realizarse un corte limpio y así poder coser la herida -le explicó-. Y a veces tienes que amputar un brazo o una pierna, si se ha gangrenado, que es como si se pudriera la carne. Si no lo hicieras, la gangrena se extendería por todo el cuerpo y el soldado moriría.
Scuff la miraba fijamente. Tenía la sensación de que la estuviera viendo por primera vez, con todas las luces encendidas. Hasta entonces había sido casi como si estuvieran en penumbra. Hester no era tan guapa como otras mujeres que había conocido, desde luego no tan elegante como algunas damas, de hecho la ropa que llevaba era de lo más corriente. La había visto llevar ropa igual de buena a las mujeres que los domingos bajaban a pasear por los muelles. Pero había algo distinto en su rostro, sobre todo en los ojos, y más cuando sonreía, como si fuese capaz de ver cosas que a los demás ni se les ocurría.
Siempre había pensado que las mujeres eran buenas, y sin duda útiles en la casa, las mejores. Pero a la mayoría había que decirles lo que tenían que hacer, y eran débiles, y se asustaban cuando había que pelear. Cuidar de las cosas importantes era tarea de hombres. Proteger, luchar, ver que nadie se pasara de la raya eran cosas que debía hacer un hombre. Y los asuntos de inteligencia siempre eran cosa de hombres. Eso sí que nadie lo pondría en duda.
Hester le sonreía, pero se le saltaban las lágrimas y pestañeó para contenerlas mientras hablaba de los jóvenes soldados que murieron, de aquellos a los que no había podido ayudar. Scuff sabía qué se sentía en esos casos, un dolor tan grande en la garganta que no podías tragar, la manera en que respirabas a bocanadas, pero nada de eso te hacía sentir mejor ni te libraba de la opresión en el pecho.
Pero Hester no lloró. Scuff pidió al cielo que el señor Monk cuidara de ella como era debido. Estaba un poco delgada. Normalmente, las verdaderas damas eran un poco más… mullidas. Era preciso que alguien cuidara de ella.
– ¿Le apetece otra tostada? -preguntó Scuff.
– ¿Te apetece a ti? -repuso Hester malinterpretándolo. No la pedía para él.
– ¿Se la comerá? -insistió Scuff cambiando de táctica-. Yo la preparo. Sé cómo se prepara una tostada.
– Gracias -aceptó Hester-. Te lo agradezco. ¿Y si pongo más agua a hervir?
Hizo ademán de ir a levantarse pero Scuff se lo impidió, situándose a su lado para interrumpirle el paso, de modo que tuvo que sentarse otra vez.
– ¡Ya lo hago yo! Lo único que hay que hacer es poner la tetera encima del fogón.
– Gracias -dijo Hester de nuevo, un tanto perpleja pero dispuesta a seguirle la corriente.
Con mucho esmero, Scuff cortó otras dos rebanadas de pan, un poco gruesas, una pizca torcidas, pero bastante bien cortadas. Las puso en el tenedor de tostar y las arrimó a la puerta abierta de la hornilla. Aquello no iba a resultar fácil, pero podría cuidar de ella. Había que hacerlo, y ése era su nuevo trabajo. De ahora en adelante, se encargaría de ella.
La tostada comenzó a humear. Le dio la vuelta justo antes de que se quemara. Más le valía concentrarse.
En su fuero interno Hester había debatido si llevarse a Scuff con ella cuando saliera de nuevo a indagar sobre la historia de Durban, para esclarecer si había algo de verdad en las acusaciones vertidas contra él. La cuestión se encargó de resolverla el propio Scuff. Simplemente, la acompañó.
– No estoy segura… -comenzó Hester.
Scuff le sonrió, sin dejar de darse aquellos extraños aires de importancia.
– Me necesita -dijo sin más, y echó a caminar a su lado como si eso zanjara el asunto.