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Hester tomó aire para protestar pero se encontró con que no sabía cómo decirle que en realidad no lo necesitaba. El silencio fue creciendo hasta volverse insoportable y, como quien calla otorga, dio a entender que admitía lo contrario.

* * *

Después resultó que Scuff la ayudó a localizar a la mayoría de las personas con las que tenía intención de hablar. Dieron una larga caminata de una atestada callejuela a la siguiente, discutiendo, preguntando, suplicando información para luego discernir las mentiras y errores de los datos fehacientes. A Scuff se le daba mejor que a ella. Tenía un agudo instinto para detectar evasivas y manipulaciones. También estaba más dispuesto que ella a amenazar o a poner a alguien en evidencia.

– ¡No deje que se larguen sin soltar prenda! -le dijo con apremio tras hablar con un hombre de mucha labia y bigote ralo-. Ese tío es un… -Se mordió la lengua para no decir la palabra que tenía en mente-. Apuesto a que fue el señor Durban quien lo sacó del fango, pero es demasiado… roñoso para reconocerlo. Eso es lo que es.

Se plantó en medio de la estrecha acera y la miró muy serio. Un vendedor ambulante pasó junto a ellos empujando su carro, y de un vistazo tuvo claro que Hester no iba a comprarle nada.

– No debería créese a cualquier idiota que hable con usted -prosiguió Scuff-. Bueno, ya sé que no lo hace -admitió generoso-. Ya le diré yo si lo que le cuentan es verdad o no. Más vale que vayamos en busca de ese Willie the Dip, si es que existe.

Se cruzaron con dos lavanderas que llevaban sendas sábanas llenas de ropa sucia; los bultos rebotaban contra sus anchas caderas.

– ¿Crees que no existe? -preguntó Hester.

Scuff la miró escéptico.

– Dip significa que es carterista. ¿Quién no lo es, por aquí? Me parece que nos la han dado con queso.

Y así resultó ser. Pero al final del día todo un elenco de personajes de lo más variopinto les había referido muchas historias sobre Durban en distintos lugares del puerto. Scuff y Hester habían sido discretos, y ella creía, no sin cierto orgullo, que además habían demostrado suficiente inventiva para no desvelar el motivo de su interés.

Ya había anochecido y no quedaba rastro de luz ni en la superficie lisa del agua cuando finalmente subieron la escalinata de Elephant, cercana a Princes Street. La marea corría con ímpetu y golpeaba la piedra, y el intenso olor del río resultaba casi placentero después del aire viciado de los callejones por los que habían deambulado todo el día, y de los asfixiantes hedores de los muelles donde los hombres descargaban toda suerte de mercancías: acres, empalagosos, algunos tan dulces que llegaban a ser rancios. El sosegado movimiento del agua constituía un alivio después de los gritos, del chacoloteo de las bestias de tiro, del estrépito de las cadenas y los cabrestantes y de los golpes sordos de pesadas cargas.

Estaban cansados y sedientos. Scuff se guardó de decir que le dolían los pies, aunque seguramente lo sentía como parte integrante de la vida. A Hester el dolor le subía hasta las rodillas e incluso más arriba, pero ante el estoicismo de Scuff tuvo la impresión de que sería autocompasivo manifestarlo.

– Gracias -dijo Hester cuando comenzaron a subir en dirección a Paradise Place-. Tenías razón, realmente te necesito.

– No hay de qué -contestó Scuff, quitándole importancia, encogiendo un poco un hombro, gesto que Hester vio ya que en ese momento pasaban junto a una farola.

Scuff respiró profundamente.

– No era un mal hombre -dijo, y le lanzó una mirada de reojo.

– Ya lo sé, Scuff -respondió Hester.

– ¿Importa que dijera unas cuantas mentiras sobre quién era o dónde se había criado?

– No lo sé. Supongo que depende de cuál sea la verdad.

– ¿Piensa que será mala, entonces?

Llegaron al final de Elephant Lane y giraron a la derecha para enfilar Church Street. Era noche cerrada y las farolas parecían lunas amarillas que se reflejaran una y otra vez hasta el fondo de la calle. Del río subía una ligera bruma en retazos que asemejaban pañuelos de seda.

– Me parece que es posible pues, de lo contrario, ¿por qué iba mentir al respecto? -preguntó Hester-. Normalmente no se miente sobre las cosas buenas.-Scuff no contestó-. ¿Scuff?

– Sí, señorita.

– ¡No puedes seguir llamándome «señorita»! ¿Te gustaría llamarme Hester?

Scuff se detuvo e intentó verle la cara.

– ¿Hester? -dijo despacio, aspirando correctamente la hache-. ¿No cree que el señor Monk me dirá que soy un caradura?

– Ya le diré que ha sido idea mía.

– Hester-dijo Scuff otra vez, tentativamente. Luego sonrió.

* * *

Hester se quedó despierta y estuvo meditando sobre qué pasos dar a continuación.

Durban había intentado mucho tiempo, durante más de un año, dar con el paradero de Mary Webber. Era un policía experimentado, con toda una vida dedicada a descubrir, interrogar, localizar, y aun así parecía haber fracasado. ¿Cómo iba a tener éxito ella? A su juicio, no tenía ninguna ventaja sobre Durban.

A su lado, Monk dormía, o eso creía Hester. Permanecía muy quieta porque no quería molestarlo y, sobre todo, no quería que supiera que estaba cavilando. Primero debía tener todas las respuestas para sopesarlas y, si era preciso, amortiguar el golpe antes de contárselas. Si la verdad era muy mala, Monk sufriría en silencio. Procuraría ocultar su dolor, como si mostrarse humano fuese una debilidad, y, por consiguiente, eso no haría más que agravarlo. La soledad duplicaba el dolor de casi todas las heridas.

Durban sin duda había investigado a todas las familias de la zona que se apellidaran Webber y las habría visitado. Incluso habría seguido el rastro de quienes se hubiesen mudado, cuando hubiese sido posible. Si no había localizado a Mary Webber así, Hester tampoco lo conseguiría.

Justo cuando se estaba dejando vencer por el sueño, tuvo una idea. ¿Había retrocedido en el tiempo, Durban? ¿Había investigado desde dónde habían llegado a los barrios portuarios los Webber?

Por la mañana la idea no le pareció ni la mitad de buena, pero no se le ocurrió ninguna mejor. De modo que lo intentaría, al menos hasta que encontrara otra vía de investigación. Mejor sería eso que nada.

No resultó especialmente difícil localizar a las familias de la zona que se apellidaran Webber y que tuvieran a una Mary de más o menos su edad. Tan sólo fue tedioso revisar los archivos parroquiales, hacer preguntas y caminar de un lado a otro. La gente se mostraba dispuesta a colaborar porque Hester adornó un poco la verdad. En realidad buscaba a una persona en nombre de un amigo que había fallecido en trágicas circunstancias antes de dar con ella, pero no sabía si Mary Webber era una amiga, una testigo o una fugitiva. De no haber sido por el bien de Monk, tal vez se hubiese dado por vencida.

En el segundo intento encontró la que al parecer era la familia correcta, sólo para descubrir que Mary había sido dada en adopción por el hospicio del distrito. Su madre había muerto al dar a luz a su hermano, y la familia adoptiva no estaba en condiciones de hacerse cargo de un bebé, pues la esposa era minusválida. En la zona sólo había un establecimiento hospitalario de esa clase, y en menos de media hora de ómnibus Hester se encontró ante sus puertas. Tuvo que aguardar otra media hora, con Scuff obstinadamente a su lado, antes de que la hicieran pasar al despacho de Donna Myers, la dinámica, eficiente y más bien acartonada enfermera jefe que dirigía el día a día del hospital.

– Bien, ¿qué se les ofrece? -preguntó con simpatía, mirando a Hester de arriba abajo para luego dar un repaso a Scuff, tratando de formarse una opinión sobre ambos.

Scuff tomó aire para dejar claro que no necesitaba que nadie cuidara de él, pero entonces se dio cuenta de que no era eso lo que la señora Myers tenía en mente, y soltó un suspiro de alivio.