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– Tenemos mucho trabajo -dijo la señora Myers a Hester-. Los salarios son bajos, pero les daremos de comer a usted y al niño, tres comidas al día, casi siempre gachas y pan, y un poco de carne cuando haya. No está permitido beber, ni recibir visitas masculinas, pero verá que el lugar está limpio y que no tratamos mal a nadie. Estoy convencida de que el niño también podría encontrar algo que hacer, mandados y cosas por el estilo.

Hester le sonrió, sabiendo por experiencia propia lo estricto que debías ser para gobernar una clínica, por más profunda o sincera que fuese tu compasión. Consentir a una paciente era robarle a otra.

– Gracias, señora Myers, aprecio su ofrecimiento, pero lo único que busco es información. Ya tengo trabajo, también yo dirijo una clínica.

Vio que la señora Myers abría más los ojos y que una chispa de respeto le avivó la mirada.

– ¿En serio? -dijo con recelo-. Y, así pues, ¿qué puedo hacer por usted?

Hester se preguntó si mencionar a Monk, y decidió que, en vista de la tan desfavorable publicidad de que estaba siendo objeto la Policía Fluvial, no sería buena idea.

– Busco información acerca de una mujer que llegó aquí cuando era una niña de unos seis años, junto con su madre -contestó Hester-. De eso hace más de cincuenta años. La madre murió de parto y la niña fue dada en adopción. Creo que el bebé se quedó aquí. Me gustaría saber cuanto puedan contarme sus archivos, y si hubiese alguien que supiera lo que fue de ellos, le quedaría muy agradecida.

– ¿Y por qué quiere saberlo? -preguntó la señora Myers, mirándola con más detenimiento-. ¿Tiene algún vínculo de parentesco con ellos? ¿Cómo se llamaba la madre?

Hester sabía que le harían esa pregunta, pero aun así seguía sintiéndose estúpida por ser incapaz de responderla.

– Desconozco su nombre.

La única opción era decir la verdad. Cualquier otra cosa la habría hecho parecer deshonesta. Buena parte de lo que estaba diciendo era poco más que una suposición con cierto fundamento, pero era lo único que tenía un mínimo sentido.

– El que me preocupa es el bebé -prosiguió Hester-. Ahora sería cincuentón pero murió hace varios meses, y mi deseo es encontrar a su hermana para darle la noticia. Tal vez le gustará saber lo buen hombre que fue su hermano. Removió cielo y tierra para encontrarla pero no lo logró. Estoy convencida de que usted comprende que quiera hacer esto por él.

Quizás había sacando tal conclusión precipitadamente. Si Durban en efecto había nacido en un hospital benéfico, ¿sería ése el motivo de que se hubiese inventado un pasado más respetable y una familia que lo amaba? La pobreza no era un pecado pero mucha gente se avergonzaba de ella. Ningún niño debería crecer sin alguien para quien fuera importante y querido.

La compasión asomó al semblante de la señora Myers. Por un momento pareció más joven, más cansada y más vulnerable. Hester sintió un repentino afecto por ella, pues se hizo cargo de la tremenda tarea que debía suponerle mantener aquel hospital en marcha sin dejarse abrumar por la enormidad de semejante labor. Las tragedias personales eran intensamente reales, el miedo al hambre y a la soledad. Demasiadas mujeres estaban agotadas y no sabían qué más hacer para hallar un nuevo lugar donde descansar, el próximo bocado que llevar a la boca de sus hijos. La desgarradora soledad de dar a luz en un lugar como aquél dejó a Hester anonadada y, aun a riesgo de hacer el ridículo, se encontró tragando saliva y con los ojos arrasados por las lágrimas. Imaginó cómo debía de ser entregar a un recién nacido, quizá tras abrazarlo una sola vez, y luego morir desangrada en soledad para ser enterrada por desconocidos. No era de extrañar que la señora Myers fuese cauta y estuviera cansada, como tampoco que mantuviera en torno a sí un caparazón para protegerse de esa marea de dolor.

– Preguntaré a mi hija -dijo la señora Myers en voz queda-. Dudo que ella sepa nada, pero es la persona más indicada para intentarlo.

– Gracias -aceptó Hester-. Le quedaré muy agradecida.

– ¿De qué año estaríamos hablando? -inquirió la señora Myers, volviéndose para conducirlos por los desnudos y limpios pasillos donde flotaba el penetrante olor de la lejía y el ácido fénico.

– En torno a 1810; es el cálculo más aproximado que puedo darle -contestó Hester-. Aunque me baso en recuerdos de los vecinos de la familia.

– Haré lo que esté en mi mano -respondió con recelo la señora Myers, cuyos tacones pisaban con fuerza el entarimado del suelo.

Sirvientas provistas de fregonas y cubos redoblaban sus esfuerzos para mostrarse atareadas. Una mujer muy pálida desapareció de la vista renqueando por una esquina. Dos niños con el pelo desgreñado y el rostro manchado de lágrimas se asomaron por una puerta, mirando fijamente a la señora Myers, a quien seguían Hester y Scuff, mientras aquélla pasaba de largo sin mirar a ningún lado.

Encontraron a Stella en una cálida habitación soleada, compartiendo una gran tetera esmaltada con tres muchachas, todas vestidas con lo que parecía un sencillo uniforme compuesto de blusa y falda gris, calzadas con botines sucios y desgastados. Fue una de las jóvenes quien se levantó para agarrar la pesada tetera y llenar de nuevo las tazas mientras Stella permanecía sentada.

Hester supuso que sería un privilegio por tratarse de la hija de la directora hasta que llegaron junto a la mesa y se percató de que Stella era ciega. Ésta se volvió al oír unos pasos que no identificaba, pero no dijo nada ni se levantó.

La señora Myers presentó a Hester sin mencionar a Scuff, y explicó el motivo de su visita.

Stella meditó unos instantes con la cabeza levantada como si mirara al techo.

– No lo sé -dijo al cabo-. No se me ocurre nadie que pueda acordarse de tanto tiempo atrás.

– Tenemos a gente de la misma edad -le apuntó su madre.

– ¿Ah, sí? Pues no sé a quién te refieres -repuso Stella enseguida. La señora Myers sonrió pero Hester vio tristeza en su sonrisa, una pena que por un instante fue casi inconsolable.

– El señor Woods quizá recuerde…

– Lena, si a duras penas recuerda cómo se llama -la interrumpió Stella con tanta amabilidad como determinación-. Se confunde fácilmente.

La señora Myers no se dio por vencida.

– ¿Y la señora Cordwainer? -propuso.

Se hizo un silencio absoluto en la estancia. Nadie se movió.

– No la conozco tanto como para preguntarle esas cosas -contestó Stella con voz ronca-. Es muy… vieja. Quizá…

No terminó la frase.

– Tal vez -concedió la señora Myers. Pareció titubear antes de tomar una decisión-. Dejo aquí a la señora Monk para que podáis hablar. A lo mejor se te ocurre alguien más. Disculpadme.

Y se marchó, caminando cada vez más deprisa a juzgar por el ruido de sus pasos alejándose por el pasillo.

Hester miró a Stella, preguntándose si la joven ciega era consciente de cómo era ella. ¿O acaso interpretaba las voces como las demás personas interpretaban las expresiones del rostro?

– Señorita Stella -comenzó Hester-, realmente es muy importante para otras personas, además de para mí. No le he contado a su madre hasta qué punto es trascendente. Si logro encontrar a Mary Webber, a lo mejor ella podrá aclarar ciertas sospechas que a mi juicio tengo que aclarar con urgencia, pero sin su ayuda no podré demostrar nada. Si se le ocurriera alguna persona a quien preguntar… No me queda otro modo de intentarlo.

Stella se volvió hacia ella con el entrecejo fruncido. Saltaba a la vista que se debatía en la duda de tomar una decisión difícil. Su expresión traslucía una pena tan aguda como si hubiese visto no sólo el semblante de Hester, sino también los sentimientos que le asomaban a los ojos. Resultaba extraño que te mirara con tanta perspicacia alguien que no podía ver.

– Señora Monk, si… si la llevo a ver a la señora Cordwainer, ¿será discreta a propósito de cuanto vea y oiga en su casa? ¿Me dará su palabra?