Выбрать главу

– ¿Ya ha terminado? -preguntó Monk-. Pues dígale a su amo que se vaya al infierno.

– ¡Oh, qué insensato, señor Monk! ¡Qué imprudencia! -El hombre meneó la cabeza sin dejar de sonreír-. Yo me lo pensaría otra vez, si estuviera en su lugar.

– No me extrañaría -repuso Monk-. Salta a la vista que usted está en venta. Yo no. Dígale que se vaya al infierno.

El hombre vaciló unos segundos, y entonces se dio cuenta de que no ganaría nada insistiendo, de modo que dio media vuelta y se marchó, caminando con sorprendente rapidez.

Monk regresó a la comisaría. Lo que tenía que hacer más valía hacerlo de inmediato, antes de que tuviera tiempo de sopesar sus palabras y le entrara miedo.

Orme levantó la vista, sorprendido de verlo regresar tan pronto. Sin duda reparó en la preocupación que traslucía el rostro de Monk. Se levantó con la intención de seguirlo a su despacho.

– Tengo que hablar con todos ustedes -dijo Monk con claridad-. Ahora mismo.

Orme volvió a sentarse lentamente y, uno tras otro, los demás fueron dejando lo que estaban haciendo para ponerse de cara a él.

Tenía su atención. Debía comenzar.

– Hace un momento, en cuanto he salido de aquí, me ha abordado un hombre para darme un mensaje -explicó-. No me ha dicho de parte de quién, pero lo que implicaba era indudable.

Le costaba confiarse. Detestaba mostrarse vulnerable. Miró sus rostros expectantes. Aquél era su futuro. Debía confiar en aquellos hombres o perdería su respeto y la única oportunidad que tenía de liderarlos.

– El hombre en cuestión me ha dicho que dejara correr el caso de Jericho Phillips -prosiguió-. Si no lo hago, Phillips se asegurará de que me acusen de proporcionarle niños para el negocio que tiene montado en su barco, donde los alquila a sus clientes y saca fotografías de actos obscenos e ilegales que luego vende. -Inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco, procurando controlar el temblor de su voz. Le dio vergüenza no reprimirlo del todo-. Dirá a la prensa que, para empezar, el comandante Durban no era su enemigo sino su socio, y que discutieron por el reparto de los beneficios. También dirá que cuando asumí el cargo del comandante Durban, también me apropié de sus intereses comerciales, y que el chico que mi esposa y yo hemos albergado en casa también servirá a ese propósito.

Se había comprometido. No había sido su intención, pero había dicho que Scuff vivía con ellos. Admitió sin verdadera sorpresa que lo decía en serio, y le constaba que Hester hacía tiempo que no debatía consigo misma a ese respecto. Sólo faltaba oír lo que pensaba Scuff, una vez que el peligro inmediato que corría desapareciera; suponiendo que desapareciera.

Contempló los rostros de los hombres, temeroso de lo que pudiera ver: regocijo, indignación, decepción, duda sobre si creerle o no, miedo a perder sus puestos de trabajo…

– Tenemos que detenerle -prosiguió, evitando mirar a los ojos de ninguno de los hombres en concreto. Se guardaría de exigirles nada y de intimidarlos, y por supuesto, de suplicar-. Si no lo hacemos, hará cuanto pueda por desmantelar la Policía Fluvial. Somos el único cuerpo de seguridad que le impide continuar con su repugnante negocio sin trabas.

¿Debía contarles el resto, hablarles del peligro mayor? Hasta entonces había confiado en ellos, ahora era el momento de ganárselos o perderlos por completo. Miró a Orme y vio su mirada fija, grave e inmutable.

Apenas se oía nada en la estancia. Hacía demasiado calor para tener encendida la estufa. Las puertas que daban fuera estaban cerradas y amortiguaban los ruidos del río.

– Hay algo peor que la situación de esos niños -prosiguió, esta vez mirándolos a la cara uno por uno-. Los clientes de Phillips son hombres ricos, pues de lo contrario no podrían permitirse pagar sus tarifas. Los hombres ricos tienen influencia y, normalmente, poder, de modo que Phillips tiene tantas oportunidades de hacer chantaje como quiera. Imagínenselo: autoridades portuarias, capitanes de puerto, funcionarios de aduanas, abogados. -Cerró los puños-. Nosotros. -Nadie se movió-. Ven el peligro. -Lo dijo afirmativamente, no formulando una pregunta-. Aunque no seamos culpables, es sumamente probable que se nos acuse.

»¿Y quién de nosotros no tendrá tentaciones de hacer lo que le pidan con tal de que no se presenten esos cargos en público, por más inocentes que seamos? La sola idea da náuseas. ¿Qué tendrán que soportar sus esposas? ¿Sus padres o sus hijos? -Sus rostros le dijeron que lo entendían y que tenían miedo. Aguardó a verlos enfurecidos, pero fue en vano. No percibió ni una pizca de rabia-. Lamento que mi prisa por condenar a Phillips le permitiera salir absuelto del asesinato de Figgis. Lo capturaré por algún otro motivo.

Lo dijo con calma, pero fue una promesa que, mientras la hacía, supo que le obligaría para siempre.

– Sí, señor -dijo Orme en cuanto estuvo seguro de que Monk no iba a añadir nada más. Miró a los hombres, luego otra vez a Monk-. Lo capturaremos, señor.

Aquello también fue un juramento.

Hubo un murmullo de asentimiento, ninguna voz discrepante, ninguna desgana. Monk sintió un repentino alivio, como si le hubiesen dado una bendición inesperada que no creyera merecer. Se volvió antes de que lo vieran sonreír, por si acaso alguien malinterpretaba su alegría, atribuyéndola a algo más trivial, y menos profundo que a su gratitud.

* * *

El caso Phillips cada vez inquietaba más a Oliver Rathbone. Irrumpía en sus pensamientos en los momentos en que esperaba ser más dichoso. Margaret le había preguntado a qué se debía su inquietud, pero él no podía responderle. Una evasiva sería indigna de él, y ella era lo bastante inteligente para no llevarse a engaño. Mentir no cabía siquiera plantearlo. Cerraría una puerta entre ellos que quizá no volviera a abrirse jamás porque la culpa la atrancaría.

Y, sin embargo, sentado en su sala de estar frente a Margaret, deseoso de hablar con ella, recordaba cuánto había disfrutado de sus amigables silencios tan sólo uno o dos meses antes. Recordó su sonrisa serena. Margaret era feliz. Rathbone aún la oía reír de una broma. Sus preferidas eran las sutiles, que siempre captaba con regocijo. Incluso las largas discusiones que mantenían cuando no estaban de acuerdo eran delicadas y de lo más placenteras. Margaret poseía un agudo sentido de la lógica y era muy leída, incluso sobre temas que Rathbone no habría esperado que interesaran a una mujer.

Ahora guardaba silencio porque había una carga tan grande entre ambos que le daba miedo iniciar cualquier conversación por si ésta se aproximaba demasiado a la franqueza, estando él atrapado como estaba en el vórtice del caso Philips y de su distanciamiento de Monk y de Hester. Daba la impresión de que afectara a un sinfín de cosas. Como una gota de tinta en un vaso de agua clara, se extendía para mancharlo todo.

Resultaba doloroso estar sentados en la misma habitación sin hablarse. Pues no se trataba del silencio de unos compañeros que no necesitan hablar; era el de dos personas que no se atreven a hacerlo porque media un terreno demasiado peligroso entre ambos.

Estaba siendo un cobarde. Debía encarar la situación o iría perdiendo gradualmente todo aquello que más apreciaba. Se iría escurriendo lentamente, hasta que quedara tan poco que ya no podría aferrarse a ello. ¿De qué tenía miedo, en verdad? ¿De haber perdido el respeto de Monk y Hester? ¿De haber perdido su amistad y todo lo que ésta había significado para él en el pasado, la pasión y la vitalidad de la existencia, los casos que se empeñaban en esclarecer no por conseguir una victoria legal sino por la importancia que tenían? ¿Una cruzada que otorgaba a su profesión un valor que ninguna otra cosa podía darle? El dinero y la fama devenían secundarios. Incluso la admiración de sus coetáneos era un extra agradable más que el premio por el que luchaba.

Habían buscado la verdad, a veces con grandes sacrificios, arrostrando peligros, superando el miedo, la desilusión, el agotamiento, incluso la casi certeza del fracaso. Y la victoria había sido sorprendentemente dulce. Incluso cuando traía aparejada la tragedia, y en ocasiones así había sido, siempre quedaba un sentido del honor que nada podía arrebatarles.