Con Phillips había vencido, pero aquélla era una victoria amarga. Había sido inteligente en grado sumo, pero ahora sabía que no había actuado con sensatez. Phillips era culpable, seguramente de haber asesinado a Fig, pero desde luego del vil abuso que infligía a un sinfín de niños. Y, según Rathbone estaba comenzando a creer, del chantaje y la corrupción de muchos hombres, quizás en puestos donde el perjuicio mancillaría todo el sistema judicial londinense.
Arthur Ballinger le había entregado el dinero, ¿pero, quién había pagado en realidad, y a. qué precio? ¿Quién, había pagado a Ballinger y por qué había aceptado éste semejante compromiso? Ésa era la pregunta que le impedía hablar con Margaret, y la razón de que estuviera allí sentado en silencio. ¿Lo sabría ella? ¿Por eso tampoco insistía en que le diera una respuesta? ¿Cuán bien conocía a su padre? ¿Lo consideraba un hombre honesto o le daba miedo saber la verdad por si no podía hacerle frente?
¿Qué pensar de la señora Ballinger? ¿Qué sabía o adivinaba? Casi seguro que nada. Eso también podría formar parte de la preocupación de Margaret. De hecho, ¿cómo no iba a serlo? ¿Qué haría su madre ante una verdad que resultara fea, un cáncer que arruinara la vida social y familiar que tanto valoraba?
Rathbone levantó la vista hacia Margaret, que cosía sentada frente a él, aunque puso cuidado en no mirarla a los ojos por si acaso descifraba lo que estaba pensando. No podía continuar así. El abismo que los separaba se ensanchaba día tras día. Ya no alcanzaban a tocarse a través de él. Llegaría un momento en que ni siquiera se oirían por más que gritaran.
La única solución consistía en averiguar quién había encargado a Arthur Ballinger que contratase a Rathbone para defender a Phillips. Ya lo había preguntado sin obtener respuesta. El descubrimiento debía efectuarse sin que Ballinger lo supiera. Ballinger había dicho que se trataba de un cliente, por consiguiente, constaría en los libros oficiales de su bufete. El dinero habría circulado por las cuentas, ya que había sido el bufete el encargado de transferírselo a Rathbone.
Puesto que se trataba de un cliente, y dado que había dinero de por medio, todo habría quedado anotado por Cribb, el meticuloso pasante de Ballinger. Su trato debió de comenzar en torno a la fecha en que Ballinger fue a ver a Rathbone por primera vez, prosiguiendo hasta la conclusión del juicio contra Phillips y su absolución. Si Rathbone lograra encontrar una lista de los clientes que visitaron a Ballinger entre esas dos fechas, sólo sería cuestión de ir eliminando a aquellos cuyos casos se hubiesen visto, siendo ya asuntos de dominio público, y, por supuesto, aquellos que aún estuvieran pendientes de juicio.
Ahora bien, no podía presentarse en el bufete de Ballinger y pedir que le dejaran ver los libros. La negativa sería automática y daría pie a preguntas sumamente incómodas. Haría prácticamente imposible la relación entre Rathbone y su suegro, y obviamente Margaret se daría cuenta de ello. Sabría que Rathbone sospechaba que su padre era responsable de algún acto inmoral, en el mejor de los casos de haber protegido a Phillips por una razón deshonesta. El peor era inimaginable.
Aun así sería temerariamente peligroso pagar a un tercero para que lo hiciera, suponiendo que pudiera encontrar a una persona con la habilidad necesaria para comprender con exactitud qué información precisaba. La tentación de hacer luego chantaje sería tremenda, por no mencionar la oportunidad de vender dicha información a otro interesado, como el propio Phillips, quizá.
Sólo había una conclusión posible: Rathbone debería ingeniárselas para hacerlo en persona. La idea le deprimió sobremanera. Una especie de frío amargo le anudó la boca del estómago. Titubeó de un modo que aborrecía hasta que cayó en la cuenta de que no sabía a quién podía estar chantajeando Phillips valiéndose de sus gustos por aquella clase de entretenimientos. ¿Quiénes eran las víctimas de aquellos apetitos que él saciaba, quedando a merced de ser manipulados a su antojo? Podría ser cualquiera de los hombres que hasta entonces había considerado amigos suyos, hombres honorables y talentosos.
Y entonces un pensamiento todavía más doloroso se coló por la fuerza en su mente: si la gente sabía de Phillips y de su negocio, ¡igualmente podían pensar esas cosas del propio Rathbone! ¿Por qué no? Era él quien lo había defendido, ganando su absolución a costa de perder a sus más valiosas amistades. Además lo había hecho en público. ¿Por qué, por Dios? ¿Por vanidad? ¿Para demostrarse a sí mismo que su brillantez podía conseguir cualquier cosa? Brillantez, sí; pero, en este caso, con el honor ensombrecido y sin una pizca de sabiduría.
Sí, al día siguiente tenía que ir al bufete de Ballinger y encontrar los archivos. Cualquier otra opción era intolerable.
Una cosa era decidirse y otra bastante diferente llevar a cabo el plan. La mañana siguiente, cuando su cabriolé lo dejó ante el bufete de Ballinger, cobró conciencia con toda exactitud de la gran distancia que mediaba entre ambos, Le constaba que Ballinger no llegaría, como mínimo, hasta una hora más tarde, mientras que el excelente Cribb siempre llegaba temprano. De no haberse tratado del bufete de su suegro, se habría planteado intentar contratarlo para que trabajara en su propio bufete.
– Buenos días, sir Oliver -dijo Cribb con una cortesía rayana en el sincero placer. Tenía unos cuarenta y cinco años, pero su aire ascético le hacía parecer mayor. Era de estatura mediana y enjuto, y su rostro huesudo traslucía inteligencia y un muy bien disimulado sentido del humor.
– Buenos días, Cribb -contestó Rathbone-. Confío en que esté usted bien.
– Muy bien, gracias, señor. Me temo que el señor Ballinger todavía no ha llegado. ¿Puedo serle útil en algo?
Rathbone aborrecía lo que estaba haciendo. Cuán más fácil sería ser sincero. Sentía una incomodidad y una tensión espantosas.
– Gracias -aceptó. Debía echar los dados enseguida o perdería el valor-. Me parece que sí. -Bajó la voz-. Ha llegado a mis oídos, y por supuesto no puedo decirle a través de quién, que uno de los clientes del señor Ballinger podría estar implicado en un asunto a todas luces poco ético. Un conflicto de intereses, no sé si me explico.
– Qué desagradable -dijo Cribb con cierta compasión-. Si desea que informe al señor Ballinger, lo haré sin más demora. O tal vez prefiera dejarle una nota personal. Puedo proporcionarle papel y pluma, y un sobre y cera para sellarlo.
Rathbone tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir sus escrúpulos.
– Se lo agradezco, pero de momento no tengo datos suficientemente concretos. Lo único que sé son las fechas en que ese caballero estuvo aquí. Si pudiera echar un vistazo a su dietario, quizá corroboraría o descartaría mis sospechas.
Cribb reaccionó con manifiesta turbación, tal como Rathbone había previsto que haría.
– Lo lamento mucho, señor, pero no puedo mostrarle el dietario del señor Ballinger. Es confidencial, como sin duda también lo es el suyo. -Cambió el peso de pie casi imperceptiblemente-. Me consta que usted no querría ninguna… irregularidad…, señor.
Rathbone no tuvo que fingir que estaba confundido.
– No, por supuesto que no-confirmó-. Sólo esperaba que si le explicaba a usted mi dilema, quizá se le ocurriría cómo resolverlo. Verá, la dificultad radica en que ese caballero es muy posible que sea amigo personal del señor Ballinger, tanto así que quizá se niegue a creer semejante cosa de él hasta que sea demasiado tarde. Salvo si puedo demostrarlo.
– Santo cielo -dijo Cribb en voz baja-. Sí, entiendo la dificultad, sir Oliver. Me temo que el señor Ballinger es más caritativo de lo que quizá justifiquen las circunstancias.