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Rathbone sonrió.

– Disfrutaría mucho más si pudieras acompañarme.

Eso no era verdad, pero tuvo la impresión de que debía decirlo. Sería más sencillo si acudiera solo. Se ahorraría tener que precaverse de ser observado con demasiado detenimiento y, posiblemente, ser sorprendido en una contradicción, aunque nunca en algo tan flagrante como una falsedad.

– Iré encantada -contestó Margaret, y se dio la vuelta a su vez porque no había visto en él la franqueza que esperaba. No habría sabido explicar qué era lo que echaba en falta. ¿Cómo describir la franqueza? ¿Como una apertura, un afecto en la mirada, una ausencia de recelo?-. ¿Es una velada formal?

– Sí, eso me temo.

– No hay problema. Tengo un montón de vestidos.

Al menos eso era cierto. Rathbone había visto que tenía más que suficientes a la última moda por el simple placer de tenerlos. Podía mostrarse espléndida, si bien siempre con el gusto discreto de una mujer con clase. Margaret no sabía ser vulgar. Ése era uno de los rasgos de ella que más agradaban a Rathbone. Le habría gustado decírselo pero hubiese sonado forzado. El cumplido quedaría despojado de toda sinceridad, y ello pensaba de veras.

Llegaron a la recepción a la hora perfecta, ni tan pronto como para parecer ansiosos ni tan tarde como para causar la impresión de querer llamar la atención. La ostentación era de maleducados, por no decir algo peor.

El vestido de Margaret era de colores lisos, con predominio de azules más que de rojos, y apagados, como en sombra. El canesú presentaba un corte bajo, aunque podía lucirlo sin revelar más de lo que aconsejaba la modestia, porque era esbelta. Las faldas tenían mucho vuelo y siempre había sabido caminar con suma gracilidad.

– Estás preciosa -le dijo Rathbone en voz baja mientras bajaban la escalera cogidos del brazo. Notó cierto rubor en su cuello y sus mejillas, y le alegró lo que significaba; no había sido un cumplido huero.

Les recibieron los anfitriones, una dama delgada y atractiva de muy buena familia, casada con un hombre adinerado que la hacía dudar de que su elección hubiese sido tan sensata como creía. Sonreía con timidez al recibir a los invitados y luego se refugiaba en conversaciones absolutamente triviales, causando que los asistentes se preguntaran si les habían invitado por mera cortesía.

– Pobrecita -dijo Margaret en voz baja mientras se perdían entre la concurrencia, saludando con la cabeza a conocidos, correspondiendo brevemente a aquellos cuyos nombres no recordaban a la primera o a los que preferían evitar. Algunas personas no sabían cuándo permitir que una conversación feneciera de muerte natural.

– ¿Pobrecita? -cuestionó Rathbone, preguntándose si habría algo que él debiera saber.

Margaret sonrió.

– Nuestra anfitriona ha alcanzado una posición económica envidiable al casarse, pero yo diría que se siente bastante fuera de lugar entre la burguesía, pues su familia pertenece a la más rancia aristocracia -explicó-. Aunque si una lo desea, puede aprender.

Rathbone enarcó las cejas.

– ¿Cómo dices?

Por primera vez en varios días, Margaret se rió con deleite.

– Pareces preocupado, Oliver, ¿te das por aludido? Yo en ningún momento he pensado que me hubiese empobrecido. Y, desde luego, no me casé contigo por dinero. Rehusé a caballeros más ricos que tú. Pensé que quizá serías interesante.

Rathbone soltó el aire lentamente, notando que un ligero sonrojo le subía a las mejillas. Aquélla era la mujer de quien se había enamorado.

– Soy un profesional -replicó con impostada aspereza-. Lo cual no se parece en nada al comercio. Aunque eso no quita que siga constituyendo una enorme ventaja tener una esposa de buena cuna, incluso si ésta posee más ingenio y espíritu de lo que resultaría razonablemente cómodo.

Margaret le apretó el brazo un momento nada más.

– No te conviene estar cómodo todo el tiempo -le dijo-. Te vuelves complaciente, y eso es muy poco atractivo. Quizá sería conveniente que buscaras a quien quieres ver.

Rathbone suspiró.

– Tal vez -concedió, sumiéndose de nuevo en la desdicha, costándole otra vez respirar.

Fue relativamente fácil abordar a Sullivan sin que resultara forzado, pero Rathbone notaba que el corazón le latía con tanta fuerza que a duras penas lograba evitar que la voz le temblara al hablar. ¿Qué haría si Sullivan simplemente se negaba a verlo a solas? Rathbone debía proponerlo sin suscitar ninguna sospecha. ¿Sería siempre receloso un hombre que se supiera culpable?

Se encontraban a un par de metros del corrillo siguiente, y Sullivan daba la espalda a una hornacina llena de libros y objets d'art.

– ¡Vaya! Encantado de verlo, Rathbone -saludó calurosamente el juez-. Seguirá celebrando su victoria, me imagino. Consiguió algo que hubiese creído casi imposible.

Rathbone ocultó sus sentimientos acerca del papel que había desempeñado en el juicio, que cada vez le repugnaba más, sin darle tregua.

– Gracias -aceptó, pues no hacerlo sería descortés y le tocaba mostrarse gentil, al menos hasta que encontrara el momento y el lugar para estar con Sullivan a solas, Estaba acostumbrado a verlo con peluca y toga, y a una distancia de varios metros desde el entarimado de la sala, encaramado en el banco del tribunal. De cerca, seguía siendo un hombre apuesto, pero sus facciones eran algo menos definidas, con la piel llena de manchas como si padeciera algún trastorno de salud, tal vez fruto de los excesos y de la consiguiente dispepsia-. Resultó menos difícil de lo previsto -agregó, ya que Sullivan parecía aguardar a que dijera algo más.

– La Policía Fluvial cavó su propia tumba -respondió Sullivan con gravedad-. Tanto Durban como Monk. En mi opinión habría que poner freno a su autoridad. Quizá los periódicos tengan razón, y ya vaya siendo hora de dispersarlos y trasladar el mando a las comisarías de distrito. Tienen una jurisdicción excesiva, ahora mismo.

Rathbone reprimió su protesta. Todavía no podía suscitar el antagonismo de Sullivan, pues no sacaría nada en claro si se ponía a la defensiva.

– ¿Eso piensa? -preguntó, adoptando un aire de sumo interés-. Según parece, conocen muy bien su territorio, y debo añadir que hasta ahora tienen un índice de éxitos excelente.

– Hasta la fecha -asintió Sullivan-. Pero a decir de todos, Durban no era tan inteligente ni tan honorable como suponíamos, y su sustituto, ese tal Monk, ha seguido sus pasos. Basta con echar un vistazo al caso Phillips para darse cuenta de que no está a la altura del cargo que ostenta. Me atrevería a decir que su ascenso fue indebido.

– Lo dudo mucho -protestó Rathbone.

Sullivan enarcó las cejas.

– ¡Pero, amigo mío, si lo demostró usted mismo! Ese hombre implicó a su esposa, una buena mujer sin duda, aunque sentimental, llena de ideas bienintencionadas pero ilógicas. Y él, al parecer, fue víctima de las mismas ilusiones. Aborrecía el asesinato del niño, y permitió que le afectara tanto, entre otras cosas porque era el último caso de Durban, que fue descuidado. Presentó pruebas inconsistentes al pobre Tremayne, por eso el jurado no tuvo más remedio que hallar no culpable a Phillips. Además, sabemos que ya no puede ser juzgado por ese crimen de nuevo, ni siquiera si hallamos pruebas irrefutables de su culpabilidad. No podemos permitirnos muchos fiascos como éste, Rathbone.

– Desde luego que no -dijo Rathbone con una seriedad absolutamente sincera-. La situación es en efecto muy grave, quizá más de lo que Monk llegue a comprender.

– ¿Está entonces de acuerdo en que quizá debería desmantelarse la Policía Fluvial? -inquirió Sullivan.

Rathbone levantó la vista hacia él.

– No, no, estaba pensando en la peliaguda cuestión del chantaje. -Observó el semblante de Sullivan y un ligero cambio en su mirada le advirtió de que había dado en el clavo, aunque aún no supiera cuan hondo lo había clavado. Esbozó una sonrisa-. Como es natural, antes de defender a Phillips tuve que estudiar todas las pruebas con suma atención y, por supuesto, interrogarlo a fondo.