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– Naturalmente -confirmó Sullivan con una expresión extrañamente forzada-. Pero vaya con cuidado, Rathbone. Cualquier cosa que le dijera como cliente sigue siendo secreto profesional, aunque ya se haya dictado sentencia y resultara absuelto. Ahora ya no soy el juez que vio la causa, y no tengo ningún privilegio.

– Ninguno -dijo Rathbone secamente-. No pensaba filtrar ninguna información, tan sólo generalidades. Phillips nunca ha negado que se gana la vida satisfaciendo los más patéticos y obscenos gustos de hombres que pagan para que les consientan hacer realidad sus fantasías.

El rostro de Sullivan reflejaba sentimientos encontrados, miedo, desdén y también una chispeante excitación.

– Con esas opiniones, debió de costarle lo indecible defenderlo -señaló.

Quizá siguieran aparentando afabilidad, pero ésta había desaparecido por completo, y ambos lo sabían. Entre ellos sólo había aversión y una fina película de indignación.

– Muchas personas a las que defiendo se dedican a cosas que me sublevan -contestó Rathbone-. Estoy convencido de que ha visto causas en las que tanto el crimen en sí mismo como el carácter del acusado le han ofendido profundamente. Eso no justificaría que usted rehusara la vista, pues entonces habría casos que jamás se juzgarían.

Sullivan encogió ligeramente los hombros y se volvió.

– Conozco bien las dificultades que plantean la ley y la justicia -dijo, carente de expresión-. ¿Alguien ha denunciado un chantaje? ¿O es una mera teoría?

Rathbone procuró calmarse respirando hondo. Sullivan era juez. Rathbone había robado información a Ballinger, y no podía permitir que nadie se enterase, por su propio interés, por el de Cribb y posiblemente incluso por el de Margaret. Pero Rathbone tenía algo que averiguar, algo que redimir. Debía mentir.

– Lamentablemente, creo que es un hecho probado, al menos en un caso, quizás en más. Phillips no mueve un dedo si no es para sacar provecho. En el caso de proporcionar niños para satisfacer esos apetitos, saca beneficio por partida doble, en primer lugar por los servicios prestados, y en segundo por guardar silencio a posteriori, porque en algunos casos, si no en todos, lo que ocurre en su barco es ilegal. Según parece, sus clientes no quieren o no pueden controlarse a sí mismos, aunque sea a costa de un precio tan alto.

Reparó en que el color abandonaba el semblante de Sullivan, dejándole manchadas las mejillas. Su expresión no cambió en lo más mínimo.

– Entiendo -dijo en voz muy baja, poco más que un susurro.

– Estaba convencido de que así sería -respondió Rathbone-. Puesto que esos hombres obviamente pueden pagar el chantaje para comprar el silencio de Phillips, sin duda se trata de personas ricas y, por consiguiente, es probable que tengan cierto poder o que sean sumamente influyentes. Es imposible averiguar quiénes son.

– No es preciso que abunde en detalles, Rathbone. Veo claramente adónde quiere ir a parar. Como bien dice, es muy grave. Y como empiece a soltar acusaciones a diestro y siniestro, se pondrá en una situación sumamente peligrosa. Supongo que se da cuenta.

Fue claramente una pregunta, y requería una respuesta.

– Por supuesto, señoría -dijo Rathbone muy serio-. He puesto mucho cuidado a la hora de decidir con quién hablar de esto. -Quizá no sería prudente dar a entender a Sullivan que no se lo había referido a nadie más-. Pero no puedo ignorarlo. El riesgo de corrupción es demasiado grande.

– ¿Corrupción? -preguntó Sullivan, mirando a Rathbone-. ¿No está exagerando un poquito? Que ciertos hombres tengan… gustos que usted deplora en lo que atañe a su vida privada o a las compañías que frecuentan ¿es realmente de su incumbencia?

– Si pueden chantajearlos por dinero, me figuro que no -respondió Rathbone, midiendo cada palabra-. En tal caso son víctimas, pero hasta que lo denuncien, sufrirán en privado.

Pasó un lacayo, vaciló un instante y siguió su camino. Una mujer se rió.

– Pero si son hombres que ostentan poder -prosiguió Rathbone-, y el precio ya no es dinero sino el abuso de ese poder, entonces nos incumbe a todos. Más aún si el poder en cuestión lo ejerce un capitoste de la economía, el gobierno o, más concretamente, de la judicatura. -Miró a Sullivan de hito en hito, y fue éste quien se encogió y desvió la mirada-. ¿Qué ocurriría si un hombre pagara su chantaje haciendo la vista gorda cuando se infringe la ley? -preguntó Rathbone-. ¿O si cometiera fraude, malversando fondos para pagar a Phillips una vez agotados los suyos? ¿O si, caso de pertenecer a la autoridad portuaria, permitiera o incluso encubriera delitos? Las autoridades portuarias pueden pasar por alto el contrabando, los robos, incluso asesinatos acaecidos en el río. Los abogados, incluso los jueces, pueden quebrantar la mismísima ley.

»¿Quién puede señalar a los implicados, o hasta qué punto han penetrado en el sistema en el que todos creemos, el que nos separa de la jungla? -Sullivan se balanceó, con el semblante gris-. ¡Contrólese, hombre! -dijo Rathbone entre dientes-. No voy a pasar esto por alto. A esos niños los azotan, los sodomizan, y aquellos que se rebelan acaban torturados y asesinados. ¡Usted y yo somos cómplices de que Phillips saliera impune, y usted y yo vamos a enmendar eso!

– No podrá -dijo Sullivan con un hilillo de voz-. Nadie puede detenerlo. Usted fue tan utilizado como yo. Si ahora se vuelve contra él, dirá que usted era cliente suyo y que lo defendió para salvarse a sí mismo. Que ése era el precio de su chantaje.

La esperanza asomó al semblante de Sullivan, pálido y reluciente de sudor. Dio varios pasos hacia atrás, pero no tenía escapatoria.

Rathbone fue tras él, apartándose todavía más de la concurrencia. La gente suponía que estaban tratando algún asunto confidencial y los dejaba en paz. Pasaban por delante de ellos como en un torbellino, ajenos a su conversación.

– Por el amor de Dios, ¿cómo es posible que le haya sucedido esto a usted? -inquirió Rathbone-. Haga el favor de sentarse antes de que se caiga y haga el ridículo. -Sullivan abrió los ojos, horrorizado ante la mera idea. ¡Desmayarse! Había una salida, después de todo-. ¡Ni se le ocurra! La gente pensará que está borracho. Y sólo conseguirá posponer lo inevitable. Si pudiera controlarse, si pudiera parar ¿lo habría hecho, por Dios bendito?

Sullivan cerró los ojos para dejar de ver la cara de Rathbone.

– ¡Claro que lo habría dejado, maldito sea! Todo comenzó… de la manera más inocente.

– ¿En serio? -dijo Rathbone gélidamente.

Sullivan abrió los ojos de golpe.

– Yo sólo quería… ¡Excitación! No se imagina lo… aburrido que estaba. Lo mismo noche tras noche. Ninguna emoción, ninguna excitación. Me sentía medio muerto. Los grandes apetitos me eludían. La pasión, el peligro, el romance pasaban de largo. ¡No me ocurría nada! Todo me era servido en bandeja, vacío, sin… sin sentido. No tenía que esforzarme por nada. Comía y me quedaba tan hambriento como antes.

– ¿Debo deducir que se refiere al apetito sexual?

– ¡Me estoy refiriendo a la vida, cabrón! -dijo Sullivan entre dientes-. Entonces un día hice algo peligroso. Me importan un rábano las relaciones con otros hombres; no me repugnan, pero son ilegales. -De pronto le brillaban los ojos-. ¿Alguna vez ha sentido correr la sangre en sus venas, los latidos del corazón, ha probado el sabor del peligro, del terror, para luego soltarse y saber que por fin está completamente vivo? ¡No, por supuesto que no! ¡Mírese! Está disecado, fosilizado antes de los cincuenta. Morirá y lo enterrarán sin que haya vivido de verdad.

Ante Rathbone se abrió un mundo que nunca antes había imaginado, las ansias de correr peligro y escapar, de perseguir riesgos cada vez mayores para conseguir sentir algo, la necesidad de ejercer un poder absoluto sobre los demás para alcanzar la plenitud y quizá para tener poder sobre los demonios interiores que carcomen el lugar que debería ocupar el alma.