– ¿Y ahora se siente vivo? -preguntó Rathbone en voz baja-. ¿Incapaz de controlar sus apetitos, incluso cuando están a punto de arruinarle la vida? ¿Paga dinero a un sujeto como Jericho Phillips, que le dice lo que tiene que hacer y lo que no, y piensa que eso es tener poder? El ansia gobierna su cuerpo y el miedo le paraliza el intelecto. Tiene tan poco poder como los niños de los que abusa. Sólo que usted no tiene la excusa que tienen ellos.
Por un instante Sullivan se vio tal como lo veía Rathbone y sus ojos se llenaron de terror. Rathbone casi habría podido sentir lástima por él, de no haber sido por las demás víctimas de sus obsesiones.
– Por eso pidió a Ballinger que le buscara un abogado capaz de salvar a Phillips -concluyó.
– Por supuesto. ¿No habría hecho lo mismo, usted? -preguntó Sullivan.
– ¿Por qué, porque es mi suegro y yo era amigo de Monk y lo conocía lo suficiente para saber qué debilidades había al otro lado de los puntos fuertes?
– ¡No soy imbécil! -dijo Sullivan de manera mordaz.
– Sí que lo es -le dijo Rathbone-. Un imbécil redomado. Ahora no sólo tiene a Phillips haciéndole chantaje, me tiene a mí también. Y el precio que voy a exigirle es la destrucción de Phillips. Eso me silenciará para siempre sobre este asunto, y obviamente nos librará de Phillips, colgado de una soga, con un poco de suerte. -Sullivan no dijo nada. El rostro le sudaba y había perdido todo el color-. Por el momento no voy a arruinarle la vida -dijo Rathbone con repugnancia-. Tengo que utilizarlo. Y dicho esto dio media vuelta y se marchó.
Por la mañana Rathbone envió una nota a la comisaría de la Policía Fluvial en Wapping, pidiendo a Monk que fuese a verlo en cuanto tuviera ocasión. No tenía sentido que él fuera a ver a Monk, ya que podía encontrarse en cualquier lugar entre el Puente de Londres y Greenwich, o incluso más lejos.
Monk llegó antes de las diez. Iba impecable, como de costumbre, recién afeitado y con la camisa almidonada bajo la chaqueta del uniforme. Al verlo, Rathbone se alegró, pero estaba demasiado asqueado en su fuero interno como para sonreír. Aquél era el Monk que él conocía, vestido con la elegancia de un hombre que amaba la ropa y conocía el valor del amor propio. Y sin embargo no caminaba con brío y tenía ojeras de agotamiento. Se plantó en medio del despacho, aguardando a que Rathbone hablara el primero.
Rathbone estaba consternado por las acusaciones vertidas contra la Policía Fluvial en general, y contra Durban y Monk en particular. Ya llevaba un tiempo resentido, pero desde la víspera bullía en su interior una ira tan grande que a duras penas la podía contener.
Quería poner fin al distanciamiento entre él y Monk, pero las meras palabras no harían más que redefinir la herida.
Monk aguardaba en la sala de espera. Rathbone lo hizo llamar; tenía que hablar el primero.
– La situación es peor de lo que pensaba -comenzó Rathbone. Se sentía estúpido por no haberlo visto desde el principio-. Phillips está haciendo chantaje a sus clientes, y sólo Dios sabe quiénes son.
– Me figuro que el demonio también lo sabe -repuso Monk secamente-. Supongo que no me has hecho avisar para decirme esto. No te habrás imaginado que no estaba al corriente. Estoy amenazado porque he albergado a un rapiñador en mi casa, principalmente para mantenerlo a salvo. Phillips está insinuando que soy su socio y le consigo niños.
Rathbone notó el calor de la culpabilidad en el rostro. Había defendido a muchos hombres acusados de crímenes nefandos. Merecían las mismas oportunidades de demostrar su inocencia que los que eran acusados de escándalo público o de hacer perder el tiempo a la policía, y posiblemente lo necesitaban más. Su culpa radicaba en el uso que había hecho de su habilidad, manipulando emociones más que pruebas.
– He averiguado la procedencia del dinero con el que me pagaron -dijo-. Me parece que lo donaré a obras benéficas, anónimamente. No estoy orgulloso de la manera en que he obtenido esa información.
Una chispa de compasión brilló en los ojos de Monk, cosa que sorprendió a Rathbone y le hizo sentirse aún más vulnerable ante el mundo en general y, sin embargo, más seguro con el propio Monk. Monk poseía una templanza en la que no había reparado hasta entonces.
– El abogado instructor fue mi suegro-prosiguió. Lo que venía a continuación iba a ser más difícil, pero no se andaría con rodeos ni intentaría excusarse-. No voy a decirte cómo descubrí quién es su cliente. Prefiero hacerlo así para que toda la culpa recaiga sobre mí. Basta con que sepas que se trata de lord Justice Sullivan… -Vio la incredulidad del rostro de Monk, que al digerir la noticia puso cara de pasmo. Rathbone sonrió con tristeza-. Arroja nueva luz sobre el juicio, ¿no?
Monk no dijo nada. Su semblante no reflejaba enojo ni acusación, aunque habría sido comprensible.
– Anoche me encaré con él -prosiguió Rathbone-. Obviamente es uno de los clientes de Phillips, y una de sus víctimas. Usó la palabra «adicción» para describir sus ansias por la emoción que obtiene de sus placeres. Tal vez lo sea. Nunca había pensando que la pornografía fuera otra cosa que el repugnante voyeurismo de quienes son incapaces de tener una relación como es debido. Quizá sea algo más que eso, una dependencia del carácter, como ocurre con el alcohol o con el opio. Según parece en su caso es el peligro, el riesgo de ser descubierto en un acto que indudablemente le arruinaría la existencia. Me resulta patético y repulsivo a la vez.
Monk estaba comenzando a pensar. Rathbone vio las ideas que cruzaban por su mente, la agudeza de sus ojos.
– Me imagino que podría serte útil -sugirió Rathbone-. Ése fue mi propósito al desenmascararle, al menos para mí. Aunque te aconsejo que lo manejes con cuidado. Es imprevisible, está enfadado y asustado, posiblemente no del todo en sus cabales, al menos tal como tú y yo entendemos la cordura. Podría muy bien saltarse la tapa de los sesos antes de verse expuesto.
– Gracias -aceptó Monk, mirándolo a los ojos.
Rathbone correspondió a su sonrisa. En ese momento supo que Monk comprendía lo difícil que había sido para él, así como toda la complejidad de sus motivos. No dijo nada, pues las palabras eran demasiado pobres, justamente por ser demasiado concretas.
Capítulo 11
Claudine Burroughs llegó temprano a la clínica de Portpool Lane. No era que hubiera una cantidad de trabajo particularmente grande por hacer, más bien era que deseaba guardar la ropa blanca, revisar la despensa y poner un poco de orden. Había comenzado a trabajar allí porque necesitaba algo en que ocuparse que fuese menos insustancial que los compromisos de su círculo social. Encontraba que quienes padecían penurias y privaciones daban pie a un trato más cálido, a confiar tácitamente en la bondad, e incluso a compartir un propósito o un sueño en común. Nada de eso encontraba en las visitas, las meriendas, cenas y bailes a los que asistía. Incluso ir a la iglesia se le antojaba más un acto de disciplina que de esperanza, y de obediencia más que de generosidad.
Había escogido aquella obra benéfica en concreto porque ninguna de sus conocidas se implicaría jamás en algo tan vulgar o tan práctico. Deseaban parecer virtuosas, pero no al precio de ponerse ropa vieja, arremangarse y trabajar de verdad, tal como Claudine estaba haciendo ahora, ordenando los armarios de la cocina. Por descontado, en su casa ni se le ocurriría hacer algo semejante, como tampoco esperaría que lo hiciera la cocinera. Toda casa respetable contaba con fregonas para esa clase de tareas.
En realidad hallaba bastante satisfacción trabajando y, mientras tenía las manos sumergidas en el agua caliente y jabonosa, daba vueltas en la cabeza a los pequeños signos de inquietud y aflicción que había detectado en Hester de un tiempo a esa parte. Daba la impresión de estar evitando a Margaret Rathbone, que también se mostraba distante y en ocasiones una pizca cortante.