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Claudine apreciaba y respetaba a Margaret, aunque no con el mismo cariño que sentía por Hester. Hester era más espontánea, más vulnerable y menos orgullosa. De ahí que cuando Bessie entró en la cocina para anunciar que Hester había llegado, y que iba a preparar una buena tetera para llevársela, Claudine le dijera que acabara de reordenar los armarios y que ella misma le llevaría el té.

Cuando dejó la bandeja encima de la mesa del despacho, vio que Hester seguía estando tan preocupada como antes, si no más. Sirvió el té para tener una excusa que le permitiera quedarse. En aquel preciso momento deseaba más que nunca ser de ayuda, pero no estaba segura de qué era lo que iba mal, pues las posibilidades eran muchas. La primera que acudió a su mente fue el dinero, fuera personal o para la clínica. O quizás un caso grave de lesiones o de enfermedad que no supieran cómo tratar. Les había ocurrido en el pasado y sin duda volvería a suceder. O podrían ser disputas entre el personal, diferencias de opinión sobre la administración, problemas domésticos o mera infelicidad. Pero lo que consideró más probable fue que se tratara de algo relacionado con el juicio en el que Hester y su esposo habían prestado declaración. Sir Oliver y Margaret Rathbone habían vencido, y Hester y Monk habían perdido, ignominiosamente. No obstante, Claudine no podía preguntar; sería a un mismo tiempo una torpeza y una impertinencia.

– Creo que la señora Rathbone…, es decir, lady Rathbone… no va a venir hoy -dijo con sumo tacto. Vio que Hester se ponía en guardia para acto seguido relajarse un poco, y Claudine prosiguió-. Pero ayer revisó las cuentas y lo cierto es que el balance es bastante bueno.

– Bien -respondió Hester-, Gracias.

Con aquello pareció poner punto final a la conversación. No obstante, Claudine no ciaría su brazo a torcer tan fácilmente.

– Me pareció verla preocupada, señora Monk. ¿Cree que quizá no se encuentre del todo bien?

Hester levantó la vista, prestando toda su atención a la conversación.

– ¿Margaret? No me había dado cuenta. Y debería haberlo hecho. Me pregunto si… -se interrumpió.

– ¿Si está embarazada? -terminó Claudine por ella-. Es posible, pero lo dudo. A decir verdad, a mí me parece más inquieta que enferma. Quizá no haya sido del todo sincera al decir que «no se encuentra bien».

Hester no se molestó en disimular su sonrisa.

– No es propio de usted, Claudine. ¿Por qué no trae otra taza? ¿Hay suficiente té para las dos?

Claudine hizo lo que le pidieron y regresó al cabo de un momento. Se sentó delante de Hester, que le habló con franqueza.

– Este caso de Jericho Phillips nos ha distanciado. Como es natural, Margaret cerró filas con su esposo, tal como supongo que es debido…

Claudine la interrumpió. Fue consciente de que quizá sería indecoroso, pero no podía guardar silencio y al mismo tiempo ser siquiera remotamente sincera.

– Dudo que Dios exija a ninguna mujer que siga a su marido al infierno, señora Monk -dijo resueltamente-. Yo prometí obediencia, pero me temo que no podría mantener ese voto si tuviera que hacerlo contra mi conciencia. Quizá sea condenada por ello, pero no estoy dispuesta a dejar mi alma al cuidado de nadie.

– No, creo que yo tampoco -coincidió Hester con aire meditabundo-. Pero ella acaba de casarse, como quien dice, y me parece que está muy enamorada de sir Oliver. Además, bien podría creer que tiene toda la razón. He preferido no atosigarla con la investigación que he estado llevando a cabo porque la pondría en una situación que quizá la obligara a ponerse en contra de él.

Claudine no contestó, aguardando a que Hester se explicara.

Hester le refirió sucintamente en qué consistía el negocio de Phillips y lo que había descubierto hasta entonces sobre el alcance de su capacidad para chantajear.

Claudine reaccionó indignada pero sin mayor sorpresa. Llevaba muchos años viendo lo que había tras las máscaras de la respetabilidad. Por lo general no eran cosas tan feas como aquélla, pero quizá los grandes pecados comenzaran como simples debilidades, y anteponiéndose sistemáticamente a los demás.

– Entiendo -dijo en voz baja, sirviendo más té para ambas-. ¿Qué podemos hacer al respecto? Me niego a aceptar que no haya nada.

Hester sonrió.

– Yo también, pero confieso que todavía no sé qué. Mi marido sabe el nombre de al menos una de las víctimas, aunque aislarlas servirá de poco. Necesitamos al cabecilla.

– Jericho Phillips -terció Claudine.

– Es una pieza clave, desde luego -corroboró Hester, entre dos sorbos de té-. Pero últimamente he estado reflexionando y me pregunto si está solo en esta empresa, o si tal vez sólo es parte de ella.

Claudine se sorprendió.

Hester se inclinó hacia delante.

– ¿Por qué iba uno de los clientes de Phillips a pagar por su defensa de modo que pudiera proseguir con sus chantajes?

– Porque también suministra pornografía a la que ese desdichado es adicto -respondió Claudine sin el menor titubeo.

– Cierto -contestó Hester-. Pero cuando Phillips estaba arrestado, ¿quién avisó a ese hombre y le dijo que pagara la defensa de Phillips? Phillips no podía mandarle aviso, pues el secreto del hombre saldría a la luz, y de ese modo perdería el poder que ejercía sobre él.

– ¡Oh! -Claudine comenzaba a comprender-. Hay alguien con más poder que, por sus propios motivos, desea que Phillips esté a salvo y siga ganando dinero. Cabe suponer que si Phillips fuera hallado culpable las pérdidas de ese hombre serían mayores que su ganancia.

Hester hizo una mueca.

– Qué directa. Ha captado el asunto de manera admirable. No estoy segura de hasta qué punto podemos tener éxito mientras no sepamos quién es esa persona. Me temo que se tratará de alguien a quien nos resultará difícil burlar. Se las ha arreglado para proteger muy bien a Phillips hasta ahora, a pesar de todo lo que Durban o nosotros hemos hecho.

Claudine tuvo un escalofrío.

– ¿Supongo que no piensa que chantajeara a sir Oliver, verdad?

Se sintió culpable tan sólo por haberlo pensado, y no digamos ya por preguntarlo. Le constaba que se había puesto roja, pero era demasiado tarde para retirar lo dicho.

– No -dijo Hester sin resentimiento-. Pero me pregunto si no fue manipulado para que representara a Phillips, sin darse cuenta de lo que significaba realmente. El problema es que ahora no sé qué puedo hacer para pillar a Phillips. Somos tan… -suspiró-, tan… vulnerables.

Las ideas se agolpaban en la mente de Claudine. Quizá pudiera hacer algo, después de todo. En el tiempo que llevaba trabajando en la clínica había aprendido cosas sobre aspectos de la vida que hasta entonces no había imaginado ni en sus peores pesadillas. Ahora comprendía al menos en parte a las personas que entraban y salían de las puertas de aquella institución. En vestido y modales eran diferentes a sus conocidas de la alta sociedad, así como en sus orígenes, en sus esperanzas de futuro, en salud, en aptitudes y en las cosas que las hacían reír o ponerse de mal humor. Pero en ciertos aspectos eran descorazonadoramente semejantes. Eso era lo que la reconcomía, siempre con compasión y demasiado a menudo con impotencia.

Claudine terminó su taza de té y se disculpó sin agregar nada más al respecto, y fue a ver a Squeaky Robinson, un hombre con quien mantenía una relación de lo más especial. Que hablara con él era una circunstancia que se había visto obligada a aceptar, al menos al principio. Ahora vivían una especie de tregua sumamente agitada e incómoda.

Claudine llamó a su puerta; sólo el cielo sabía qué sorpresa podía llevarse si la abría sin tomar esa precaución. Cuando le oyó contestar, entró y la cerró a sus espaldas.