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– Buenos días, señor Robinson -dijo con cierta frialdad-. Cuando hayamos acabado de conversar le traeré una taza de té, si le apetece. Pero antes tengo que hablar con usted.

Squeaky la miró con recelo. Llevaba la misma chaqueta arrugada que de costumbre, una camisa que seguramente nunca había sido planchada, y el pelo le salía disparado en todas direcciones por haberlo revuelto con las manos no sin cierto frenesí.

– Muy bien -contestó de inmediato-. Diga lo que tenga que decir. Estoy sediento.

No soltó la pluma sino que la dejó suspendida encima del tintero. Anotaba todas las cifras en tinta. Al parecer nunca se equivocaba.

Claudine montó en cólera ante su desdén, pero se dominó. Quería su cooperación. Un plan comenzaba a tomar forma en su mente.

– Me gustaría que me prestara atención, por favor, señor Robinson-dijo con mucho tacto-. Su plena atención.

Squeaky se alarmó.

– ¿Qué ha pasado?

– Creía que estaba tan bien informado como yo, pero tal vez no lo esté. -Se sentó pese a que no la hubiese invitado a hacerlo-. Se lo voy a explicar. Jericho Phillips es un hombre que…

– ¡Sé todo lo que hay que saber sobre eso! -interrumpió Squeaky con aspereza.

– Pues entonces ya sabe lo sucedido -respondió Claudine-. Hay que zanjar el asunto para que podamos volver al trabajo sin que nos distraiga la conducta de ese sujeto. La señora Monk está muy afligida. Me gustaría echarle una mano.

Una mirada de exasperación absoluta transformó el semblante de Squeaky, que enarcó sus cejas hirsutas y torció las comisuras de la boca.

– ¡Tiene tantas posibilidades de atrapar a Jericho Phillips como de casarse con el Príncipe de Gales! -dijo Squeaky con indisimulada impaciencia-. Vuelva a su cocina y haga lo que sabe hacer.

– ¿Será usted quien lo capture? -replicó Claudine con frialdad.

Squeaky pareció incomodarse. Había contado con que Claudine se ofendiera y perdiera la compostura, pero eso no había ocurrido, lo que le produjo una sorprendente e inexplicable satisfacción, cuando debería haberle enfurecido.

– ¿Y bien, lo hará o no? -insistió Claudine.

– Si pudiera, no estaría sentado aquí -replicó Squeaky-. Por el amor de Dios, vaya a buscar ese té.

Claudine no se movió de la silla.

– Alberga y mantiene secuestrados a niños pequeños para fotografiarlos realizando actos obscenos, ¿no es así?

Squeaky se sonrojó, molesto con ella por avergonzarlo. Debería ser ella la avergonzada.

– Sí. Y usted no debería ni siquiera saber que pasan esas cosas -dijo en tono de claro reproche.

– De poco nos serviría -contestó Claudine muy mordaz-. Supongo que lo hace por dinero. No me figuro otro motivo. Esas fotos las vende, ¿no?

– ¡Claro que las vende! -le gritó Squeaky.

– ¿Dónde?

– ¿Qué?

– No se haga el tonto, señor Robinson. ¿Dónde las vende? La pregunta está más que clara.

– No lo sé. En su barco, por correo… ¿Cómo quiere que lo sepa?

– ¿Por qué no en tiendas, también? -preguntó Claudine-. ¿No usaría cualquier sitio que pudiera? Si yo tuviera algo que supiera que puedo vender lo ofrecería en todas partes. ¿Por qué no iba él a hacer lo mismo?

– De acuerdo, pongamos que lo hace. ¿Y qué? Eso no nos hace ningún bien.

Con gran esfuerzo, Claudine se abstuvo de corregirle la última frase. No quería que se enfadara más de lo que ya estaba.

– ¿No existe ninguna ley contra esa clase de cosas, cuando hay niños involucrados?

– Sí, claro que existe. -Squeaky la miró con cautela-. ¿Y quién va a aplicarla, eh? ¿Usted? ¿Yo? ¿Los polis? Nadie, entérese bien.

– No estoy segura de que nadie vaya a hacerlo -dijo en voz baja-. Le sorprendería lo que es capaz de hacer la buena sociedad, y lo hará si se siente amenazada, sea económicamente o, más importante aún, en términos de comodidad y amor propio.

Squeaky la miró de hito en hito. Comenzaba a comprenderla y la sorpresa asomó a sus ojos.

Claudine no sabía muy bien hasta qué punto quería que la entendiera. Quizá fuese conveniente cambiar de tema enseguida, si es que podía hacerlo, y seguir sonsacándole a Squeaky lo que quería averiguar. Cada vez veía con mayor claridad la alocada idea que había comenzado a tomar forma en su mente.

– ¿Existe una ley que lo prohíba? -insistió Claudine.

– ¡Ya le he dicho que sí! -le espetó Squeaky-. Pero eso no importa. ¿No lo entiende?

– Sí, por supuesto. -Deseaba aplastarlo pero no podía permitírselo. Necesitaba su ayuda, o al menos su colaboración-. Entonces tienen que venderse sin que la policía se dé cuenta.

– Naturalmente-dijo Squeaky exasperado.

– ¿Dónde?

– ¿Dónde? En todas partes. En callejones, en tiendas donde parecen libros decentes, tratados de economía, libros de cuentas, manuales para remendar velas o lo que usted quiera. He visto algunos que pasarían por Biblias, si no los mirases de cerca. Las venden tabaqueros, libreros, impresores, toda clase de gente.

– Entiendo. Sí, debe de ser difícil seguirles el rastro. Gracias. -Se levantó y dio inedia vuelta para marcharse, pero antes de salir se detuvo-. En los callejones cercanos al río, supongo.

– Sí. O de cualquier otro barrio. Pero sólo en sitios donde van hombres que saben lo que quieren. No las encontrará en la Calle Mayor ni en ningún otro sitio de los que frecuenta la gente de su clase.

Claudine esbozó una sonrisa.

– Bien. Gracias, señor Robinson. No ponga esa cara. No me he olvidado de su té.

* * *

A Claudine no le alegraba regresar a su casa, pero tarde o temprano era imprescindible hacerlo; siempre lo era.

– Llegas tarde -observó Wallace, su marido, en cuanto entró en la sala de estar, tras haber accedido a la casa por la puerta de la cocina en lugar de usar la principal para que los vecinos no la vieran con la ropa que llevaba en la clínica. Ahora se había lavado y cambiado, poniéndose uno de sus trajes de tarde. Era a la última moda, bien cortado, de vivos colores y un tanto ajustado a causa del prieto corsé que llevaba debajo. También se había arreglado el pelo para realzar su atractivo, tal como debía hacer toda dama de su posición.

– Lo siento -se disculpó. De nada serviría dar explicaciones; a él no le interesaban sus razones.

– Si tanto lo sintieras, dejarías de hacerlo -replicó él secamente. Era un hombre corpulento, barrigudo y con la mandíbula prominente. A pesar de su edad, aún tenía el pelo abundante y casi sin canas. Claudine contempló su desdeñosa expresión y se preguntó cómo era posible que alguna vez lo hubiese encontrado físicamente atractivo. ¿Tal vez la necesidad era la madre de la aceptación y no sólo de la invención?

»Dedicas demasiado tiempo a ese sitio -prosiguió Wallace-. Ésta es la tercera vez en otras tantas semanas que tengo que señalártelo. Esto no puede seguir así, Claudine. Tengo derecho a esperar cierto sentido del deber por tu parte, y tu comportamiento dista mucho de ser el apropiado. Como mi esposa, tienes obligaciones sociales, y sabes de sobra cuáles son. Richmond me dijo que no habías asistido a la fiesta que dio su esposa el lunes pasado. ¿Es cierto? -preguntó en tono desafiante.

– Iban a recaudar fondos para una obra benéfica en África -contestó Claudine-. Yo trabajo en una de aquí.

Burroughs perdió Los estribos.

– ¡Vamos, no seas ridícula! Ofendiste a una dama de considerable peso para ir a atender a un puñado de putas callejeras. ¿Has perdido por completo la noción de quién eres? Si es así, permite que te recuerde quién soy yo.

– Soy perfectamente consciente de quien eres, Wallace -dijo Claudine con tanta serenidad como pudo-. He pasado años… -Estuvo a punto de decir «los mejores años de mi vida», pero no lo habían sido; de hecho, habían sido los peores-. He pasado años de mi vida cumpliendo con todas las obligaciones que tu carrera y tu posición exigían…