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Cuanto más abundaba Claudine en sus explicaciones, más desesperado e insensato le parecía a Ruby el plan.

– ¡Jolín! -Ruby soltó un bufido de asombro y admiración. Tenía los ojos muy abiertos y chispeantes-. ¡Así tendrá la prueba! Y podrá acusar a Phillips, ¿eh? No será como ahorcarlo pero, desde luego, se pondrá muy furioso. ¡Y sus clientes saldrán en desbandada como avispas huyendo del fuego! La ayudaré, y no se lo diré a nadie. ¡Lo juro!

– Gracias -dijo Claudine con profunda gratitud-. ¿Qué le parece si desayunamos? Espero que le guste la mermelada.

– ¡Jolín! Claro que me gusta. Usted dirá. -Ruby contemplaba el bote como si ya estuviera saboreando su contenido-. Tendrá que ponerse una blusa y una falda que no canten, y un mantón. Puedo conseguirle uno. Olerá mal, se lo advierto. Pero tiene que oler. No puede ir por ahí con su aspecto normal, o la calarán enseguida. Y tendrá que mantener la boca cerrada tanto como pueda. Yo le diré lo que tiene que decir, O mejor, finja que es sorda y que no oye nada… Y botines, le conseguiré unos botines que parecerá que haya ido y vuelto de Escocia a pie.

– Gracias -dijo Claudine en voz baja. Comenzaba a preguntarse si realmente tendría el coraje de seguir adelante con aquello. Era una idea de locos. Se veía totalmente incompetente para llevar a cabo semejante plan. Resultaría humillante. Descubrirían que iba disfrazada al instante, y Wallace la haría internar por lunática. No tendría el menor problema para hacerlo. ¿Qué otra explicación podía haber para tal comportamiento?

Ruby meneó la cabeza.

– Tiene muchas agallas, señora. -Los ojos le brillaban con un respeto reverencial-. Apuesto a que la señora estaría orgullosa de usted. ¡Aunque no seré yo quien se lo diga! -agregó enseguida-. Descuide, que no me chivaré.

Aquello zanjaba el asunto. Ya no había vuelta atrás. Le sería imposible defraudar la fe que Ruby depositaba en ella y su ferviente admiración.

– Gracias -dijo Claudine de nuevo-. Es usted una aliada excelente y leal.

Ruby resplandeció complacida, pero estaba demasiado emocionada para hablar.

* * *

Claudine no salió hasta el atardecer, cuando tendría más posibilidades de pasar inadvertida. Aun así, caminaba con la cabeza gacha, arrastrando un poco los pies calzados con botines ajenos e incómodos en extremo. Debía de presentar un aspecto horrible. Llevaba el pelo engrasado con aceite de la cocina, cuyo olor a rancio le repugnaba, y la cara manchada de mugre, igual que las manos y la parte del cuello que quedaba a la vista. Iba envuelta en un mantón, y le alegraba poder arrebujarse con él, no tanto porque hiciera frío, pues hacía una noche templada, como para ocultar tanto de sí misma como fuese posible. Acarreaba una bandeja ligera que podía colgarse del cuello con un cordel, y una bolsa llena de cajas de cerillas para vender. También llevaba calderilla, sobre todo peniques y medios peniques. Ruby le había dicho que monedas mayores resultarían sospechosas.

Comenzó por el muelle de más allá de Wapping y caminó lentamente hasta encontrar una esquina entre una buena tabaquería y una taberna, y se quedó allí plantada con la bandeja apoyada justo debajo del busto, sintiéndose tan llamativa como una mosca aplastada contra una pared blanca, y más o menos igual de inútil.

También sentía miedo. Cuando oscureció sólo veía claramente los breves trechos de calle que iluminaban las farolas, o retazos de acera rota donde la luz salía de una ventana o de una puerta abierta de repente. Había ruido por todas partes. A lo lejos los perros ladraban por encima del traqueteo del tráfico que circulaba por una bulliciosa travesía a unos setenta metros de allí. Más cerca de ella, la gente gritaba, y por encima de ese jaleo, se oían súbitas carcajadas y pasos a la carrera.

La embargó un ridículo agradecimiento cuando un hombre le habló y le compró cerillas. Que la hubiese visto y reconocido como un ser humano rompió la soledad que la había ido envolviendo como una burbuja de cristal. Sonrió, y al hacerlo recordó con vergüenza que Ruby también le había ennegrecido dos dientes; los tenía muy bonitos, demasiado regulares y blancos para el tipo de mujer que estaba fingiendo ser.

Lo que aún resultaba más extraño y desconcertante era que el hombre no se diera cuenta de nada. La tomó exactamente por lo que aparentaba ser, una mujer de la calle demasiado vieja y poco agraciada para ejercer de puta, pero que aun así necesitaba ganar un par de chelines, sola y de noche en la esquina de una calle vendiendo cerillas lloviera o nevara, hiciera frío o calor. Se sintió aliviada, aunque no menos perpleja. ¿Era ésa la única diferencia, la ropa y un poco de mugre, el modo de llevar la cabeza, tanto si se atrevía a mirarle a los ojos como si no?

Podría pasar allí toda la noche y quienes se apiadaran de ella le comprarían cerillas, pero no averiguaría nada. Tenía que situarse más cerca de las tiendas que vendían libros y periódicos, tabaco, la clase de cosa que un hombre compraría sin suscitar interés ni comentarios. Ruby le había dicho dónde estaban y cómo eran. ¿Quizá debería ir más cerca del barco de Jericho Phillips? Deseaba descubrir su comercio en concreto. A lo mejor, como la mayoría de otros ramos, cada cual tenía su zona y no se metía en territorio ajeno. En cualquier caso, allí estaba cogiendo frío y se estaba entumeciendo, y lo único que conseguía era un poco de práctica en la venta de cerillas.

Echó a caminar hacia el río y recorrió cosa de medio kilómetro hasta el sur de Execution Dock. Aquél era uno de los sitios donde se sabía que Phillips atracaba su barco. Otro quedaba todavía más al sur, en Limehouse Reach, Aún había un tercero donde el meandro de Isle of Dogs doblaba hacia Blackwall Reach, enfrente de las marismas de Bugsby Marshes. Demasiado lejos para que un hombre rico fuera en busca de placeres y, por descontado, mucho menos rentable para vender libros y fotografías.

¿Estaba siendo inteligente? ¿O simplemente demasiado estúpida para saber lo necia que era? Wallace habría dicho lo segundo, si no estuviera que trinase y optara por callar. No soportaría que llevara razón; eso sería casi tan malo como defraudar a Ruby.

Siguió caminando. Era tarde y reinaba una oscuridad absoluta. ¿Hasta qué hora permanecían abiertas las tiendas? Comprar pornografía infantil sin duda no era algo que se hiciera durante el día. Como estaban en verano, ¿permanecerían abiertas toda la noche? Tal vez los clientes acudieran después de asistir al teatro. Aunque lo más evidente sería hacerlo después de visitar el barco de Phillips.

Aquélla era su mejor baza, ir hacia el río y los callejones que conducían a los muelles.

Sin embargo, anduvo de aquí para allá infructuosamente hasta pasada la medianoche. Finalmente, cansada, con frío y desalentada, regresó a la clínica, donde Ruby la recibió. Fue entonces cuando se jactó de que no se daba por vencida, aseverando que al día siguiente volvería a salir. Fue a una de las habitaciones vacías que reservaban para las pacientes con enfermedades contagiosas y durmió hasta que de buena mañana la despertó un ruido de pasos y la maldición entre dientes de una de las asistentas.

Claudine se había puesto contra las cuerdas y no podía eludir el compromiso de salir aquel atardecer, a no ser que estuviera dispuesta a perder la reciente adoración de Ruby. Se sorprendió al constatar que la valoraba demasiado para plantearse siquiera algo semejante.

Esa razón la llevó a encontrarse de nuevo en la esquina de la misma calle, azotada por el viento y bajo una fina llovizna veraniega, acarreando una bandeja de cerillas, tapada con un hule, cuando un par de encopetados caballeros pasaron por allí, al parecer sin reparar en ella.