Claudine se volvió, como para cruzar la calle, o incluso para seguirlos y suplicarles que le compraran una caja de cerillas. En cambio, pasó de largo y echó una rápida ojeada a la fotografía que uno de los hombres estaba mirando. La decepcionó mucho que fuese de una mujer adulta sorprendida completamente desnuda. Lo único que sintió fue la desilusión de que no fuera uno de los niños de Phillips. Y también cierto alivio que no hizo sino acentuar su sensación de culpabilidad. En realidad prefería no ver esas imágenes; el problema residía en que no tenía sentido presentar ninguna prueba a Hester si no podía jurar qué contenían. Todos habían aprendido la amarga lección de lo inútil que podía llegar a ser.
Entonces cayó en la cuenta de que vender un tipo de pornografía no impedía venderla de otro. Paró en seco, como si hubiese olvidado algo, dio media vuelta y regresó de nuevo a ocupar su sitio a pocos metros de donde había estado antes. Esta vez se situó al otro lado de la calle, desde donde podría observar a cualquiera que entrara a la tienda, viniese de la dirección que viniera.
Vio entrar y salir a varios clientes de aspecto corriente, pero la siguiente vez que vio entrar a un hombre bien vestido cruzó la callejuela y entró en la tienda detrás de él. Se quedó en un rincón como si aguardara su turno en las sombras, alejada de lo que se hablara en el mostrador. A primera vista cualquiera hubiese pensado que estaba siendo discreta.
Cuando el comprador hubo elegido las tarjetas que deseaba y pagado al tendero, Claudine avanzó, fingiendo estar mareada, y dio un traspié hacia un lado. Como por accidente, chocó contra la mano del cliente y las tarjetas cayeron al suelo revoloteando. Dos quedaron boca abajo, tres boca arriba. Mostraban niños desnudos y asustados en actitudes que sólo deberían adoptar hombres adultos, y eso en la más estricta intimidad. Uno de ellos presentaba verdugones sanguinolentos que ninguna prenda de vestir ocultaba.
Claudine cerró los ojos y se desplomó, sin tener que fingir del todo que tenía náuseas. El tendero salió de detrás del mostrador e intentó ayudarla a ponerse de pie mientras el cliente recogía del suelo sus preciados tesoros.
Los momentos que siguieron transcurrieron tan deprisa que Claudine quedó aturdida. Se levantó no sin esfuerzo, ahora mareada de verdad, y ante la insistencia del tendero bebió un poco de brandy que seguramente era cuanto le podía ofrecer. Entonces le dijo que el tabaco de su marido tendría que esperar, que necesitaba respirar aire fresco y, sin aceptar más ayuda que la de recogerle las cerillas, le dio las gracias y salió dando tumbos a la oscuridad de la calle, donde comenzaba a llover otra vez. No era más que llovizna, o quizá la bruma que llegaba desde el río y se condensaba, y se oían los lamentos de las sirenas de niebla que resonaban desde Limehouse Reach e incluso desde más lejos.
Se apoyó contra la pared de una casa de inquilinato, con el estómago revuelto y un sabor a bilis en la boca. Temblaba de frío, le dolía la espalda y tenía los pies llagados. Estaba sola en la oscuridad de la calle húmeda, ¡pero aquello había sido una victoria! No debía olvidar jamás ese instante; había pagado un precio muy alto por vivirlo.
Pasaron tres o cuatro hombres más. Dos le compraron cerillas. Iba a ganar lo suficiente para una hogaza de pan. En realidad no tenía ni idea de cuánto costaba una hogaza de pan. Una jarra de cerveza costaba tres peniques, se lo había oído decir a alguien. Cuatro jarras por un chelín. Nueve chelines a la semana era un alquiler razonable, la mitad de la paga semanal de un obrero.
Iban bien vestidos, aquellos clientes de la tabaquería. Sus trajes debían costar no menos de dos libras. La camisa de uno de ellos parecía de seda. ¿Cuánto costaban las fotografías? ¿Seis peniques? ¿Un chelín?
Se oyó el ruido de la puerta de la tienda al cerrarse y entonces otro hombre se detuvo delante de ella. Debía de ser medianoche. Era un hombre corpulento, robusto, y las tarjetas que tardó demasiado en meterse en el bolsillo del abrigo eran inconfundibles.
– ¿Sí, señor? ¿Cerillas, señor? -dijo Claudine con la boca seca.
– Me quedaré un par de cajas -contestó él, ofreciéndole dos peniques.
Claudine los acepto y él mismo cogió dos cajas de la bandeja. Levantó la vista hacia ella, y Claudine lo miró a los ojos para ver si iba a pedirle algo más. Entonces se quedó petrificada. Se le heló la sangre en las venas. Debía de estar blanca como la nieve. Era Arthur Ballinger. No tenía la menor duda. Había coincidido con él en varias recepciones a las que había asistido con Wallace. Lo recordaba porque era el padre de Margaret Rathbone. ¿Se acordaría de ella? ¿Por eso la miraba tan fijamente? ¡Aquello era peor que lo ocurrido en la tienda! Se lo contaría a Wallace, podía darlo por hecho. Y ella no podría dar ninguna explicación. ¿Qué motivo podía tener una dama de la alta sociedad para vestirse como una pordiosera y vender cerillas en la calle, delante de una tienda que vendía pornografía de la más depravada?
¡No, era mucho peor que eso! Ballinger entendería el motivo. Sabría que lo estaba espiando, así como a otros como él. Tenía que hablar, decir algo que echara por tierra sus sospechas de modo que se convenciera de que no era más que lo que parecía, una vendedora ambulante, una mujer sumida en la miseria absoluta.
– Gracias, señor -dijo con voz ronca, tratando de imitar el acento de las mujeres que acudían a la clínica-. Dios le bendiga -agregó, y se atragantó al respirar, de tan seca como tenía la garganta.
Ballinger retrocedió un paso, la volvió a mirar, cambió de parecer y se marchó a grandes zancadas. Dos minutos después lo había perdido de vista y volvía a estar sola en la calle, ahora tan oscura que apenas alcanzaba a ver sus extremos. Las farolas colgaban envueltas en volutas de bruma que se disolvían y volvían a formar con las rachas del viento procedente del río que azotaban las oscuras fachadas.
Pasó un perro trotando en silencio, su silueta indistinta. Un gato casi invisible corrió pegado al suelo, se trepó a un muro sin esfuerzo aparente y saltó al otro lado. En algún lugar un hombre y una mujer discutían a gritos.
Entonces tres hombres doblaron la esquina, ocupando casi toda la anchura de la calleja, y se dirigieron con aire fanfarrón hacia ella. Cuando pasaron debajo de una farola, Claudine vio sus toscos semblantes. Dos de ellos la miraban con ganas. Uno se humedeció los labios con la lengua.
Claudine dejó caer la bandeja de cerillas y echó a correr, ignorando el daño que le hacían las botas al pisar los adoquines, la oprimente oscuridad y el hedor de la basura. Ni siquiera miraba por dónde iba, cualquier sitio era bueno con tal de escapar de los hombres que la perseguían, riendo y gritándole obscenidades.
Al final de la calle dobló hacia la izquierda por la esquina más cercana que le permitía no atravesar un trecho más amplio donde podría ser vista. Aquel callejón era más oscuro, pero sabía que los hombres oirían el ruido de sus pasos sobre la piedra. Dobló una y otra vez, siempre corriendo. Temía meterse en un callejón sin salida y verse atrapada entre sus perseguidores y una pared.
Un perro ladraba enfurecido. Más adelante había unas luces. La puerta de una taberna estaba abierta y un farol amarillo alumbraba el adoquinado. El olor a cerveza era fuerte. Tuvo tentaciones de entrar; estaba iluminaba y parecía un sitio caliente. ¿La ayudarían?
O no. No, si le daban un tirón a la ropa verían la inmaculada lencería que llevaba. Se darían cuenta de que era una impostora. Se enojarían. Se sentirían burlados, embaucados. Quizás incluso la matarían. Había visto las heridas de demasiadas mujeres de la calle que se habían topado con la ira desatada de algún desaprensivo.
Seguir corriendo. No fiarse de nadie.
Sentía punzadas de dolor en los pulmones al respirar, pero no se atrevía a parar.