Oyó más gritos a sus espaldas. Intentó correr más deprisa.
Los pies le resbalaban en los adoquines, la piedra relucía de humedad. En dos ocasiones estuvo a punto de caer y sólo lo evitó agitando los brazos como aspas para mantener el equilibrio.
No tenía ni idea de cuánto había corrido ni de dónde se encontraba cuando por fin la venció el agotamiento y se acurrucó en el portal de una casa de inquilinato en una callejuela muy estrecha, cuyos tejados casi se tocaban en lo alto. Oía animales que correteaban, garras rasgando, respiraciones, pero ninguna bota humana en la superficie de la calle, ninguna voz gritando o riendo.
Había alguien cerca de ella, una mujer que más bien parecía un montón de ropa sucia y andrajosa atada con un cordel. Claudine se arrimó a ella, buscando su calor. Quizás incluso podría dormir un poco. Por la mañana ya averiguaría dónde estaba. De momento resultaba invisible en la oscuridad, sólo era otro montón de harapos, igual que todos los demás.
Hester llegó a la clínica por la mañana y encontró a Squeaky Robinson aguardándola. Acababa de sentarse a su escritorio para revisar las cuentas de las medicinas cuando Squeaky llamó a la puerta y entró sin esperar a que ella contestara. Cerró a sus espaldas. Parecía inquieto y preocupado. Llevaba un papel de carta en la mano. Comenzó a hablar sin siquiera saludar antes.
– ¡Dos días! -dijo bruscamente-. Nada de nada, ni una palabra. Y ahora su marido nos escribe cartas para que regrese a casa.
Agitó el papel a modo de prueba.
– ¿Quién? -preguntó Hester. No hizo comentario alguno sobre sus modales; veía claramente que estaba afligido.
– ¡Su marido! -espetó Squeaky. Miró la hoja de papel-. Wallace Burroughs.
Entonces Hester lo entendió, y se preocupó tanto como él.
– ¿Me está diciendo que Claudine lleva dos días sin aparecer por aquí? ¿Y que tampoco ha estado en su casa?
Squeaky cerró los ojos con una mueca de desesperación.
– ¡Se lo acabo de decir! Ha desaparecido, se ha largado, la muy…
Buscó una palabra lo bastante fuerte para expresar sus sentimientos, pero no encontró ninguna que pudiera emplear delante de Hester.
– Enséñeme la carta.
Hester alargó el brazo y Squeaky se la pasó. De tan sucinta resultaba cortante, pero era muy explícita. Decía que había prohibido a Claudine que siguiera involucrándose en los asuntos de la clínica y que, al parecer, lo había desafiado, pues llevaba dos días con sus noches sin aparecer por su casa ni cumplir con sus obligaciones. Exigía que quienquiera que estuviese al frente de la clínica enviara a Claudine de inmediato a su casa, y que en el futuro se abstuviera de dirigirse a ella y de importunarla pidiéndole ayuda, ni en forma de tiempo ni de dinero.
En otras circunstancias, Hester se habría enfurecido ante la arrogancia de Burroughs, ante su actitud condescendiente y dominante, pero en el tono de la misiva había detectado no sólo un orgullo herido sino sincera preocupación, y no sólo por su propio bienestar sino también por el Claudine.
– Esto es muy serio, Squeaky -dijo Hester levantando la vista hacia él-. Si no está aquí ni en su casa, es posible que esté en un apuro.
– ¡Ya lo sé! -replicó Squeaky bruscamente, levantando la voz de manera inusual-. ¿Por qué cree que he venido a verla? Se ha largado y ha hecho una estupidez.
– ¿Qué clase de estupidez? ¿Qué sabe de todo esto, Squeaky?
– Si supiera algo, ya se lo habría dicho. -Su exasperación había llegado a tal punto que le resultaba imposible quedarse quieto. Pasaba el peso de una pierna a la otra sin cesar-. Nadie va a hacerme caso. Tiene que hablar con Bessie y con Ruby y con las demás, si quiere sacar algo en claro. Explíqueselo al señor Monk, si es preciso. Si no la encontramos, puede pasarle algo malo. Dios sabe lo tonta que puede llegar a ser.
Hester tomó aire para enumerar una serie de alternativas sobre el paradero de Claudine, todas ellas razonables, pero le constaba que Claudine no se habría ausentado de la clínica sin avisarles para emprender un viaje, y que en aquellos momentos estaba inquieta y enojada a causa de Jericho Phillips, igual que todos los demás.
– Hablaré con Ruby y con Bessie. -Se levantó-. Si ellas no saben nada, preguntaré a las pacientes que tenemos ingresadas.
– Bien -respondió Squeaky con firmeza. Dudó si darle las gracias o no, y optó por no hacerlo. Hester iba a hacerlo por ella, no por él-. Esperaré aquí -concluyó.
Hester lo dejó y fue en busca de Bessie, que no sabía nada en absoluto, salvo que en su opinión Ruby presumía de estar atareada y se daba aires de importancia desde hacía un par de días, y que esa misma mañana la había visto preocupada.
– Gracias -dijo Hester con fervor.
Ruby estaba sola en la despensa, revisando las existencias de verduras.
Hester decidió no dar pie a negativas dando por sentada la culpa, práctica que normalmente no adoptaba, pero aquella situación se salía de lo normal. Claudine había desaparecido y lo primero era encontrarla; luego ya habría tiempo de aliviar los sentimientos heridos de quien fuera.
– Buenos días, Ruby -comenzó-. Por favor, olvídese de las zanahorias y escúcheme. La señora Burroughs ha desaparecido y es posible que esté metida en un lío, incluso que corra peligro. Su marido no sabe dónde está. Lleva dos noches sin ir a su casa, y aquí tampoco ha venido. Si sabe algo, tiene que contármelo de inmediato.
– Estuvo aquí hace dos noches -dijo Ruby con decisión, dejando un manojo de zanahorias en la mesa.
– Nadie la vio. ¿Está segura de no equivocarse de noche? -preguntó Hester.
– Sí, señorita. Llegó cansada y no se encontraba muy bien. No quiso que la viera nadie. Durmió en la habitación de infecciosas. Se marchó temprano. La vi.
– De modo que la vio. ¿Adónde iba?
Ruby la miró de hito en hito.
– No puedo decírselo, señorita. Le di mi palabra.
Los ojos le brillaban y estaba un poco sonrojada.
Una terrible duda asaltó a Hester. Había aventura en los ojos de Ruby. Claudine había ido a hacer algo que Ruby tenía en muy buen concepto, algo maravilloso. Se le hizo un nudo en la garganta.
– Ruby, tiene que contármelo. ¡Puede correr un grave peligro! ¡Jericho Phillips tortura y asesina a sus víctimas! -Vio que Ruby empalidecía-. ¡Cuéntemelo!
Levantó las manos como para agarrar a Ruby por los hombros y zarandearla, pero se reprimió justo a tiempo.
– ¡Lo prometí! -susurró Ruby-. ¡Le di mi palabra!
– Queda eximida -dijo Hester con urgencia-. Honorablemente eximida. ¿Adónde fue?
– A averiguar dónde venden las fotos que hace Phillips -contestó Ruby con voz ronca.
– ¿Qué? -Hester se quedó horrorizada-. ¿Cómo? ¿Adónde fue? ¡No se puede entrar a una tienda y preguntar por las buenas si venden pornografía! ¿Es que ha perdido el juicio?
Ruby suspiró con impaciencia.
– Claro que no. Iba vestida como una cerillera, con ropa vieja y sucia. Un buen disfraz, con botines gastados y todo. Le conseguí una falda y un mantón de una de las mujeres que vienen por aquí, y le engrasé el pelo y le oscurecí la cara y los dientes. No la habría distinguido de una vendedora de verdad, se lo prometo.
Hester soltó el aire lentamente, sin salir de su consternación.
– ¡Dios nos asista! -dijo. De nada serviría echarle la culpa a Ruby-. Gracias por decirme la verdad. Siga contando zanahorias.
– ¿No le pasará nada malo, verdad, señorita Hester? -preguntó Ruby angustiada.
Hester la miró. Se notaba que tenía miedo.
– No, claro que no -contestó Hester enseguida-. Sólo tenemos que encontrarla, y ya está.
Se volvió, salió de la cocina y regresó deprisa a su despacho, taconeando presurosamente por el entarimado.
Casi había terminado de explicar a Squeaky lo que había averiguado cuando entró Margaret Rathbone. Viendo su expresión, saltaba a la vista que había oído buena parte de la conversación.