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– Buenos días, Margaret -dijo Hester sorprendida-. No sabía que estuviera aquí.

– Ya me he dado cuenta -contestó Margaret con frialdad. Llevaba un vestido de muselina verde muy favorecedor, como si sólo hubiese venido a traer un mensaje o quizás una aportación económica. Su atuendo contrastaba con la blusa y la falda gris de Hester, sin duda confeccionadas como prendas de trabajo. Margaret se adentró en la habitación, saludando con la cabeza a Squeaky pero sin dirigirse a él-. ¿Cuándo pensaba decirme que Claudine ha desaparecido?

Squeaky la miró y enseguida volvió la vista hacia Hester, abriendo mucho los ojos.

La irrupción de Margaret había cogido a Hester desprevenida.

– Ni siquiera he pensado en usted -contestó sinceramente-. Me estaba preguntando qué sería lo mejor para encontrar a Claudine. ¿Tiene alguna sugerencia?

– Mi sugerencia habría sido que no hiciera confidencias a Claudine acerca de su obsesión con Jericho Phillips -contestó-. La admira tanto que haría cualquier cosa con tal de granjearse su amistad. Es una dama de la alta sociedad, educada para ser encantadora, entretenida, obediente y una buena esposa y anfitriona. Desconoce por completo su mundo de pobreza y delincuencia, salvo por las cosas que oye decir a las mujeres de la calle que vienen aquí.

»Ella no asistió al juicio, estaba demasiado atareada velando por el funcionamiento de la clínica, y desde luego no habrá leído nada al respecto en los periódicos. Las mujeres decentes no leen esas cosas, y las mujeres de la calle por lo general son analfabetas. Es una ingenua en lo que atañe a su mundo, y si usted hubiese asumido su responsabilidad como es debido, lo sabría de sobra.

A Hester no se le ocurrió qué decir en su defensa. Discutir si las calles eran «su mundo» sería salir por la tangente. Claudine era ingenua y Hester lo sabía, o debería haberlo sabido si se hubiese tomado la molestia de meditarlo. Era tan culpable como Margaret la acusaba de serlo.

Hubo un movimiento junto a la puerta y todos se volvieron para ver a Rathbone entrar. Era de suponer que había acompañado a Margaret. Quizás habían venido después de una recepción o se disponían a hacerlo después de la visita.

Rathbone los miró uno por uno con el rostro muy serio. Sus ojos se detuvieron en Hester un instante y luego se dirigió a Squeaky.

– Señor Robinson, ¿tendría la bondad de dejarnos a solas un momento? La señora Monk le avisará en cuanto haya hablado con ella. Gracias.

Esto último fue en agradecimiento después de que Squeaky hubiese mirado a Hester y, tras el consentimiento de ésta, saliera de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.

Hester aguardó a que Rathbone refrendara la acusación de Margaret. En cambio, se volvió hacia Margaret.

– Tu crítica no sirve de nada, Margaret -dijo en voz baja-. Y además pienso que es injusta. La señora Burroughs emprendió la acción que haya emprendido por decisión propia y por sus deseos de ser útil. Si finalmente resulta que ha cometido una estupidez, será trágico. Lo único provechoso que cabe hacer ahora es buscarla con la esperanza de que pueda ser rescatada de la situación o el peligro en que se encuentre. Como es natural, Hester está empeñada en hacerlo posible dentro de los límites de la ley para detener a Jericho Phillips. Es en parte culpa suya que se haya librado de la soga por haber matado al niño Figgis. Entiendo que esté decidida a enmendar ese error.

»A todos nos iría mejor si reconociéramos nuestras equivocaciones en lugar de buscar excusas para ellas, e hiciéramos cuanto estuviera en nuestras manos por enmendarlas. Hay ocasiones en que necesitamos ayuda para hacerlo, y Claudine Burroughs se dio cuenta de ello. El hecho de que su ayuda quizá cause más daño que provecho es lamentable, pero no una estupidez ni una maldad.

Margaret se puso muy pálida y lo miró llena de asombro.

Rathbone no alteró su expresión.

– Hace falta coraje -prosiguió Rathbone-. Creo que quienes nunca han cometido grandes equivocaciones no se dan cuenta de lo mucho que cuesta enmendarlas. Es algo digno de admiración, no de crítica.

Margaret se fue volviendo poco a poco hacia Hester. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Dio media vuelta y salió, con la cabeza bien alta y la espalda erguida. No dijo palabra a ninguno de los dos.

Rathbone no fue tras ella.

– Sé de lo que hablo porque yo mismo he cometido algunas equivocaciones -dijo con una sonrisa un tanto torcida y en un tono más amable-. Phillips fue una de ellas, y no sé cómo enmendarla.

Hester pestañeó, confundida, con la cabeza hecha un lío. Lo que Rathbone había dicho era cierto, pero estaba estupefacta de que lo hubiese dicho en voz alta. No podía figurarse qué había pasado antes entre ellos, o qué había bullido en silencio, ahogado por la incapacidad de manifestarlo con palabras. Rathbone se había mostrado sumamente desleal con Margaret, pero ¿acaso se debatía entre el amor por ella y el honor a la verdad?

Hester lo miró a la cara, recordando todas las batallas que habían librado juntos en el pasado, cuando ninguno de los dos conocía a Margaret. Más que amistad, había habido entendimiento, lealtad, la creencia en una causa compartida. El suyo era un vínculo demasiado profundo para romperlo con facilidad. Rathbone se había equivocado con Phillips; lo único que importaba era que lo había asumido. El perdón fue instantáneo y absoluto.

Hester le sonrió, y vio el afecto con que Rathbone le respondía, embargado por una profunda gratitud.

– Debemos encontrar a Claudine -dijo Hester en voz alta-, antes de pensar en cualquier otra cosa. Squeaky quizá sea la persona más indicada para hacerlo.

Rathbone carraspeó.

– ¿Puedo hacer algo útil?

Hester apartó la vista.

– Todavía no, pero si puedes, te lo pediré.

– Hester…

– ¡Lo haré! Lo prometo.

Sin darle tiempo a decir nada más, y con un súbito miedo a lo que pudiera decirle, salió del despacho en busca de Squeaky.

Capítulo 12

Cuando Squeaky Robinson salió del despacho de Hester fue directamente al suyo, con intención de esperarla tal como le había dicho Rathbone que hiciera. Al marcharse tuvo la impresión de que la discusión entre ella y Rathbone iba a ser personal y bastante acalorada. Squeaky no había pensado en ello hasta entonces, pero le pareció que aquella amistad tenía más calado de lo que había supuesto. Deseó que Hester no fuera a sufrir por ello. Bastante había padecido ya a causa de su entrometimiento en el asunto de Jericho Phillips. Las mujeres estarían mejor, y se ahorrarían muchos problemas, si tuvieran menos corazón y un poco más de cerebro.

Y, por descontado, eso también era válido para esa terca de Claudine Burroughs. Ahora tendría que ir a buscarla allí donde se hubiera metido. Y cuanto antes mejor. ¡Disfrazada de cerillera! ¡Había perdido la poca cabeza que tenía! No era de extrañar que su marido estuviera más enojado que una gallina mojada. Tampoco era que Squeaky supiera nada sobre gallinas, ni mojadas ni secas. Era algo que había oído decir, y le pareció que encajaba con el inútil y vano temperamento que atribuía a Wallace Burroughs.

Le tocaba a Squeaky hacer algo sensato. Y lo haría de inmediato, antes de que Hester se presentara y le impidiera hacerlo. Le escribió una nota muy breve que dejó bien a la vista, encima del escritorio: «Apreciada señora Hester, sé dónde puede estar la Señora Burroughs. He ido a buscarla. S. Robinson.»

Fue a su dormitorio a cambiarse, vistiéndose con más desaliño y con ropa menos decente de la que se había acostumbrado a llevar a diario desde hacía algún tiempo. Salió por la puerta de atrás. Tomó un coche de punto en Farringdon Road y pidió que lo llevaran a Execution Dock. Era el mejor lugar que se le había ocurrido para comenzar la búsqueda.

Por el camino trató de imaginar lo que Claudine Burroughs habría pensado. Según lo que Hester le había referido de su charla con Ruby, Claudine había salido a localizar tiendas donde vendieran fotografías pornográficas de niños pequeños. Squeaky soltó un aullido de angustia ante semejante idiotez, pero, por suerte, el conductor no le oyó o se hizo el desentendido. Uno podría morir allí dentro sin que a nadie le importara, pensó ofendido. Aunque si el conductor hubiese detenido el coche para preguntarle si todo iba bien, aún se habría enojado más.