Al llegar se apeó, pagó la carrera al cochero y le dio una propina de dos peniques, aunque a regañadientes, antes de echar a caminar por el muelle hasta la primera calleja que condujera tierra adentro. Los callejones eran estrechos, sofocantes con el calor del sol que ya se alzaba hacia el mediodía. Hacía tiempo que Squeaky no rondaba por allí, y había olvidado lo mal que olían.
Sabía dónde estaban los burdeles y las tiendas que vendían toda clase de pornografía. Comenzó a preguntar, con tranquilidad al principio. Quería saber si alguien había visto a una cerillera que encajara con la descripción de Claudine. Resultaba tedioso. Muchas personas se mostraban poco dispuestas a. contestar con franqueza.
Llevaba dos o tres horas indagando cuando unos chavalitos le imitaron con muy poco respeto y Squeaky se dio cuenta, con un estremecimiento de horror, de cuán educado se había vuelto. Se le antojó espantoso. Había cambiado tanto que apenas reconocía al hombre que había sido antes. Parecía un extranjero bobo.
Corrió tras uno de los chicos y lo agarró por el pescuezo. Lo levantó del suelo, con los pies colgando, y lo sostuvo en alto.
– Trata a tus mayores con más respeto, piojoso -dijo al chavalito entre dientes-. O te lo enseñaré a las duras y desearás no haber nacido. Ahora te lo volveré a preguntar a las buenas, porque no me gusta retorcer el pescuezo a los niños. Me cansa, sobre todo en un caluroso día de verano. Y no me vengas con mentiras porque si lo haces, vendré en tu busca, en plena noche, cuando nadie vea lo que te hago. ¿Entendido?
El niño chilló, con los ojos fuera de las órbitas por la brutalidad con que le agarraban el cuello.
Squeaky lo dejó caer al suelo y el niño soltó un grito.
– Contesta o te arrepentirás -le dijo Squeaky entre dientes, agachándose hasta pegar su cara a la del niño-. Es una amiga mía, y no quiero que le pase nada malo, ¿lo captas?
El niño susurró una respuesta. Squeaky le dio las gracias y se marchó, dejando que se levantara por su cuenta y se escabullera por el callejón más cercano.
Squeaky siguió la dirección que le había indicado el crío, sintiéndose culpable y un tanto cohibido. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? Antes solía comportarse así siempre. En realidad no le había hecho ningún daño al niño. Tiempo atrás bien podría haberle dado de cachetes hasta que le hubieran zumbado los oídos. ¿Se estaría ablandando por culpa del trabajo que hacía para Hester y Monk? Aunque quisiera, ya no podría regresar a las calles. ¡Se había echado a perder!
Pero aquello no era lo peor. Siguió caminando a toda prisa por la estrecha acera, adentrándose más en el dédalo de callejuelas, callejones sin salida y túneles que giraban sobre sí mismos hasta regresar de nuevo al río. Peor que convertirse casi en una persona respetable era el secreto que no admitiría ante nadie: le gustaba bastante.
Interrogó a más personas: mercachifles, tenderos, prestamistas, mendigos. En ocasiones amenazaba, en otras sobornaba, cosa que hacía muy a su pesar ya que el dinero era suyo.
Siguió el rastro de Claudine hasta la tabaquería y la tienda de libros donde al parecer había chocado con un hombre que compraba postales, desparramándolas todas por el suelo. ¿A qué demonios jugaba esa estúpida mujer? Pero a pesar de su enojo, que no era sino fruto del miedo, sabía exactamente lo que estaba haciendo Claudine.
Con unas cuantas amenazas más, sobornos e invenciones, Squeaky se enteró de su histérica huida, aunque nadie sabía dónde se había metido después de doblar tres o cuatro esquinas. Iba como loca, decían. ¿Cómo explicarse lo que hacía? Borracha, casi seguro. Tuvo ganas de dar un puñetazo a quien le dijo eso. ¡Claudine nunca se emborracharía! Quizá sería más feliz si lo hiciera de vez en cuando.
Estaba oscureciendo y el aire bochornoso del día comenzaba a enfriarse. ¿Dónde demonios se había metido aquella mujer? Podía haberle ocurrido cualquier cosa en aquellos callejones miserables. Como poco, estaría asustada, y seguramente algo peor que eso. Se avecinaba otra noche. Comenzó a perder los estribos con la gente de manera más espontánea. Quizás el viejo Squeaky no estuviera del todo perdido, sólo un poco sumergido bajo los recién adquiridos hábitos de la cortesía. Esa idea no le alegró tanto como había esperado.
Le hizo falta una hora más de interrogatorios, de seguir los indicios de desconocidos y varias falsas esperanzas y errores de identificación hasta que finalmente, poco antes de las once, la encontró sentada entre un montón de andrajos en el portal de una casa de inquilinato de Shadwell High Street. De no haber estado buscándola, jamás la habría reconocido.
Se plantó delante de ella, impidiéndole levantarse y tratar de escapar. Vio el miedo de su semblante, pero estaba tan cansada que no se podía mover y se limitó a mirarlo, derrotada, sin siquiera saber quién era él.
El enojo de Squeaky murió en sus labios. Le horrorizó constatar el alivio que sentía al verla; si no bien, al menos viva y sin heridas. Tragó saliva y soltó el aliento.
– Bien -dijo a Claudine. De súbito montó en cólera-. ¿Qué puñetas está haciendo aquí, si puede saberse? -le gritó-. ¡Nos ha dado un susto de muerte, vaca burra! ¡Tenga! -Le alargó el brazo para ayudarla a levantarse-. ¡Venga, de pie! ¿Qué le pasa? ¿Se ha roto las malditas piernas?
Agitó la mano y faltó poco para que la zarandeara. Ahora tenía miedo de que estuviera herida de verdad. ¿Qué iba a hacer si lo estaba? No tendría fuerzas para llevarla en brazos; era una mujer robusta, con la complexión que las mujeres debían tener.
Claudine le cogió la mano con recelo. Squeaky tiró con firmeza para levantarla y sintió un gran alivio al ver que se sostenía de pie. Estuvo a punto de gritarle otra vez cuando vio lágrimas de gratitud en sus ojos.
Squeaky se sorbió la nariz y miró hacia otro lado para no avergonzarla.
– Bueno, vámonos -dijo con brusquedad-. Más vale que regresemos a casa. Con un poco de suerte encontraremos un coche en High Street. ¿Puede caminar con esos botines tan feos?
– Por supuesto que puedo -respondió Claudine fríamente, y acto seguido dio un traspié. Squeaky se guardó de hacer comentario alguno y procuró pensar en cualquier otro tema para entablar conversación.
– ¿Por qué no volvió a casa? -inquirió.
– Porque me perdí -contestó Claudine sin mirarle.
Caminaron en silencio otros cincuenta metros.
– ¿Encontró fotografías? -preguntó Squeaky al cabo. No estaba muy seguro de si era buena idea sacar aquello a colación, pero quizá sería peor dar por sentado que tenía que haber fracasado.
– Sí que las encontré-contestó Claudine enseguida. Le dio el nombre y la dirección exacta de la tienda-. Aunque no sé de qué niños se trataba. -Se estremeció-. Pero era el tipo de cosa que hace Phillips, me figuro. Preferiría no saber nada más al respecto.
– ¿En serio? -dijo Squeaky sorprendido. En ningún momento había esperado que lo consiguiera. Eso tuvo que ser cuando tiró al suelo las tarjetas del comprador-. ¿Entonces no se desmayó de verdad?
Claudine se paró en seco.
– ¿Cómo sabe eso?
– Pero ¡bueno!, ¿cómo piensa que la he encontrado? -inquirió Squeaky a su vez-. ¡He estado haciendo preguntas! ¿Es que se imagina que andaba por aquí buscando algo que hacer, eh?
Claudine echó a caminar de nuevo, cojeando un poco por el daño que le hacían los pies. No dijo nada durante un buen rato. Finalmente, lo único que pudo decir fue: