Todo el amor del mundo no impedía que Hester viera la realidad de que podían fracasar de nuevo. Scuff era un niño lleno de esperanza y optimismo, y con una vida entera de cargar con el fracaso a sus espaldas. La diferencia entre la supervivencia y la muerte pendía de un hilo.
Procuró no pensar en qué supondría la muerte de Scuff para Monk. Notaba su peso a su lado. Iba demasiado abrigado para que su calor la alcanzara, pero lo tenía bien presente en la memoria y la imaginación. Intentó pensar en qué podría decir o hacer que nunca tocara la herida que la pérdida de Scuff dejaría en él, mas no se le ocurrió nada. La oscuridad del alma era más fría y más densa que el agua que los rodeaba. No podían permitirse errores de cálculo, titubeos, ni siquiera piedad.
Iban a buena velocidad en la extraña quietud de la bajamar. En cuestión de minutos la marea volvería a correr, cobrando ímpetu río arriba, subiendo, golpeando las escalinatas, elevando los barcos fondeados, empujándolo todo contra corriente, haciendo entrar al hambriento mar, devolviendo la basura y los restos flotantes de la vida, la muerte y el comercio.
Estaban casi en la dársena de Sufferance, en la orilla sur. La borda baja de un barco amarrado era apenas discernible, quizás a veinte metros del muelle de piedra. Estaba anclado, con faroles visibles sólo a proa y a popa. Reinaba un silencio absoluto salvo por alguna pisada ocasional en cubierta. Un leve alboroto cuando alguien abría una escotilla dejando salir el ruido y la luz del interior: voces, risas ahogadas y de nuevo nada. Fue en uno de esos momentos cuando Hester vio en cubierta las figuras inmóviles de los vigilantes, listos para repeler cualquier intento de abordaje. Tal vez portaran armas, pero lo más probable era que fuesen navajas o garfios afilados. Una cuchillada rápida, una arremetida, y habría otro cadáver arrastrado por la marea entrante.
Sabía que Orme y Monk iban armados. Dudaba de que Rathbone también, pues por lo general se negaba a usar armas; si bien era cierto que recientemente había descubierto que no lo conocía ni mucho menos tan bien como había supuesto.
Ya casi habían llegado al barco. Monk se levantó y llamó al vigilante. Hester vio con cierta sorpresa con cuánta agilidad mantenía el equilibrio pese al ligero balanceo de la lancha que causaba su peso al moverse. Había aprendido deprisa.
El vigilante contestó. Exigió saber quién era Monk, pero lo hizo en voz baja, controlada. Sólo estaba a unos seis metros.
– Traigo a un caballero -dijo Monk-. Échale una mano.
La lancha se mecía en el agua. Los segundos transcurrían despacio.
A Hester se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué harían si a Sullivan le fallaba el coraje y se negaba a subir a bordo? ¿Y si el terror que le infundía Jericho Phillips era mayor que el miedo a Monk, o incluso al de la ruina social?
– ¡Levántese! -susurró Rathbone con. aspereza-. O haré que Monk le entregue a los dueños de burdeles que ha metido en prisión en el pasado. Será una muerte muy lenta y muy íntima, se lo aseguro.
Hester ahogó un grito. Vio que Monk se ponía en guardia.
Sullivan se puso trabajosamente de pie y se balanceó dado que su torpeza hizo escorar a la lancha. Faltó poco para que cayera por la borda. Suerte que Monk lo agarró justo a tiempo.
Sullivan dijo su nombre y dio una contraseña para identificarse.
El vigilante se relajó. Se volvió y habló con su compañero, que había acudido a apoyarlo por si Monk también intentaba subir a bordo. Le tendió una mano a Sullivan. La lancha se arrimó lo suficiente para que Sullivan pudiera subir a cubierta y justo en ese instante Hester vio una sombra moverse detrás de él. Un momento después el primer vigilante caía, y luego el otro. Orme y los demás policías invadieron la cubierta.
Sullivan estaba paralizado.
Monk, Rathbone y Sutton se encaramaron al barco. Hester cogió al perrillo y se lo pasó a Sutton antes de agarrarse al brazo que le tendía Monk. En un santiamén estuvo en cubierta, dejando sólo a un hombre a cargo de la patrullera.
Avanzaron en silencio hasta el tambucho. Hester vio el ligero reflejo de la luz en el cañón del arma que empuñaba Orme, y al fijarse en el modo en que sostenía el brazo derecho, entendió que Monk también llevaba una. De golpe cobró conciencia de la realidad de la violencia. Aquello podía acabar en sangre y muerte.
Orme se agachó y abrió el tambucho. La luz: salió a raudales, así como el ruido de risas nerviosas, entrecortadas con un agudo tono de histeria tendiendo a descontrolada y de febril excitación. Olía a whisky, humo de cigarro y sudor. Hester tragó saliva. Sintió una punzada de miedo, no por ella misma sino por Monk, que estaba bajando al interior.
Inmediatamente tras él bajaron Orme, Sullivan, Rathbone y dos agentes de policía. Otros dos permanecieron en cubierta para hacerse pasar por los vigilantes inconscientes si alguien los echaba en falta. Los atarían y amordazarían, y serían ellos quienes montarían guardia. Hester entró por el tambucho a una cabina sorprendentemente limpia y cómoda. Era pequeña, sólo un par de metros de anchura; claramente la antesala del salón principal y las habitaciones que hubiera más allá para entretenimientos que requirieran mayor intimidad. Estaba familiarizada con la distribución habitual de los burdeles, aunque pocos eran tan grandes como la propiedad de Portpool Lane.
El salón lo ocupaban media docena de invitados, bien vestidos y de diversas edades. A primera vista tenían poco en común, excepto la mirada febril y la piel brillante de sudor. Jericho Phillips estaba de pie en el otro lado, junto a una pequeña elevación del suelo, como un escenario, sobre el que había dos niños, ambos desnudos. Uno tendría seis o siete años de edad y estaba a cuatro patas, como un animal; el otro era mayor, apenas entrado en la pubertad. El acto que realizaban era evidente, así como la coacción de un cigarro encendido que ardía en la mano de Phillips, y las quemaduras sin curar en la espalda y los muslos del niño de más edad.
– ¡Hombre!, por fin ha venido a vernos, ¿eh, señor Monk? -preguntó Phillips torciendo los labios de tal modo que se le veían los dientes-. Sabía que lo haría, tarde o temprano. Aunque debo decir que pensaba que tardaría más.
Desvió la mirada hacia Sullivan, luego hacia Rathbone, y se humedeció los labios con la lengua. Su voz era crispada y una octava demasiado aguda.
El olor agrio del miedo, corno de sudor rancio, flotaba en el ambiente. Los demás hombres pasaban el peso de un pie al otro, tensos, listos para cualquier clase de violencia. Les habían robado la liberación por la que habían venido, no sabían qué estaba ocurriendo ni quién era el enemigo, eran como animales a punto de salir en estampida.
Hester estaba tensa, con el corazón palpitante. ¿Sabía Monk lo cerca que estaban de la violencia ciega? Aquello no se parecía en nada al ejército en los momentos previos a la batalla: sujeto por la disciplina, preparado para cargar contra lo que podía llevarte a la muerte o, peor aún, dejarte espantosamente mutilado. Los que tenían delante eran hombres culpables y manchados, temerosos de la vergüenza de ver expuesta su reputación. Eran animales a los que, inesperadamente y en el último momento, les habían arrebatado su presa, el alimento de sus apetitos más primarios.
Echó una ojeada a los demás policías, a los matones de Phillips y cruzó una mirada con Rathbone. Vio su inenarrable repugnancia y algo más: un profundo y desgarrador sufrimiento. Sullivan, a su lado, estaba temblando, mirando alternativamente a todos los presentes. Abría y cerraba los puños como si buscara algo a lo que aferrarse.
Fue Sutton quien percibió el peligro.
– ¡Acabe de una vez! -susurró entre dientes a Monk.
– Para ser exactos, no he venido a verlo -contestó Monk a Phillips-. Me gustaría que algunos de sus invitados vinieran con nosotros, sólo para despejar esto un poco.
Phillips negó lentamente con la cabeza, sin dejar de sonreír y con los ojos muertos como piedras.