– No hay nada malo en eso.
– A mí me gustaba divertirme. Estábamos jugando en casa de Stuart…
– ¿Stuart?
– Mi… vecino. Bueno, mi prometido -admitió. Quería que el tiempo que pasara con Doug estuviera lleno de sinceridad. Sentía que él se preocupaba por ella, que le interesaba lo que le explicaba-. Se estaba haciendo tarde y había empezado a llover. Entonces, sus padres nos dijeron que nos fuéramos a casa.
– Y déjame que lo adivine. Vosotras dos tomasteis un desvío.
– Efectivamente. Y empezó a llover a cántaros. Para cuando Gillian y yo oímos la lluvia, era tan tarde que teníamos miedo de regresar. Con ocho años, suele dar mucho miedo que le castiguen a uno. Nos pasamos mucho tiempo preguntándonos qué hacer y, antes de que nos diéramos cuenta, empezaron los truenos, los relámpagos y la lluvia arreció. Estábamos empapadas, asustadas y nos queríamos ir a casa, pero mi padre nos encontró primero.
– No me extraña. Estabais en el lugar más evidente.
– Ya te he dicho que sólo teníamos ocho años. Él nos encontró después de que un rayo hubiera caído sobre la rama de un árbol cercano. No creo haber estado tan asustada en toda mi vida. Estaba abrazada a Gillian, llorando, mientras ella estaba teniendo la aventura de su vida -añadió, encogiéndose de hombros-. Por eso tengo miedo a las tormentas. Supongo que me tendría que haber imaginado que yo no valía para tener tantas emociones.
– Bueno, yo difiero en eso…
De nuevo, era aquella voz profunda, tan sexy, que reverberaba dentro de ella, volviéndola del revés y haciéndola desearlo más que nunca.
– Depende de quién esté compartiendo la excitación conmigo.
– En estos momentos, creo que sería yo.
– En eso, no pienso discutir.
Juliette se fue estirando encima del sofá y él hizo lo mismo. Así se sentían más cómodos.
Tal vez porque Doug se sentía libre de tener que pasar inmediatamente a algo sexual, se sentía menos presionado. Sin embargo, no había otro hombre que le interesara más. Acababa de demostrar que había un modo que no era físico, pero que no por ello dejaba de ser íntimo, para expresar ese interés y Juliette se sentía agradecida. Lo suficiente como para poder relajarse entre sus brazos, mientras, en el exterior, la tormenta se iba alejando poco a poco.
Sintió que la movían, que la levantaban y que la transportaban. No se había dado cuenta de que se había quedado dormida. Sin embargo, se sorprendió al despertarse en brazos de Doug.
– ¿Qué estás haciendo?
– Moverme antes de que me despierte permanentemente retorcido como un muelle.
– Podrías haberme despertado…
– ¿Y perder la oportunidad de tenerte entre mis brazos? Ni hablar.
La llevó hasta el dormitorio y la depositó en la cama, no sin antes retirar la colcha para luego poder arroparla. A continuación se sentó en el colchón a su lado. Era un gesto muy paternal, pero, a la vez, no había nada familiar en el deseo que veía en los ojos de Doug, ni en la tensión sexual que él había prendido dentro de ella. El pulso le latía a toda velocidad mientras esperaba que él le dijera lo que tenía que decir.
Doug tomó un rizo de su cabello y se lo enredó en un dedo. Estaba saboreando cada roce, cada sensación, justo como le pasaba a ella cuando él estaba cerca.
– Ha dejado de llover -murmuró él.
– Y te marchas -dedujo ella, llena de desilusión.
– No me queda elección…
Lentamente, Doug la miró. Sus ojos se centraron en la suave línea del escote mientras que los dedos trazaban al mismo tiempo el movimiento. La bronceada piel de él contrastaba con la palidez de la de ella. Aunque sus caricias eran muy tiernas, se notaba que las intenciones eran sexuales. Juliette experimentó al momento cómo se encendía su pasión. De repente, la camisola de seda, que tan suave había resultado segundos antes, parecía dura y rasposa contra los pezones. Nada más que las caricias de Doug podrían aliviar aquella tensión y, por la determinación que veía en su rostro, aquello no iba a ocurrir en aquellos momentos.
– Claro que tienes elección. Puedes quedarte.
– Todavía no.
– ¿Por qué…?
Antes de que Juliette pudiera terminar la pregunta, Doug bajó la cabeza y le besó los labios larga y dulcemente. Aquel beso fue capaz de arrebatarle toda la energía y detener todo pensamiento racional…
Mientras él hacía maravillas con la boca, metió los dedos por debajo de la camisola de Juliette y encontró la barrera del sujetador, aunque no se echó atrás. Con una ligera caricia, tomó el pezón entre dos dedos, y lo apretó y lo estimuló.
Juliette levantó los brazos para tratar de tocarlo, pero él le asió las muñecas y se las inmovilizó sobre el colchón. Ella estaba a su merced.
– No quiero irme -admitió Doug, apoyando la frente sobre la de ella.
– Entonces, no lo hagas.
– Has sufrido tanto últimamente…
– Yo nunca he dicho eso.
– Tu ex prometido solo quería lo que tú podrías hacer por él, no a ti. A mí eso me parece que es sufrir. Y, si me quedo, los dos sabemos adonde nos llevará eso.
Juliette asintió con la cabeza. El corazón se le llenó de una cálida sensación.
– Por tu bien, tienes que estar segura.
– Creo que comprendo muy bien lo que mi cuerpo me pide en estos instantes…
– Yo quiero que tu mente también lo sepa. Y eso lleva tiempo.
Juliette pensó que, más bien, era él quien necesitaba tiempo. Respetaba sus deseos, pero no pensaba marcharse de la isla sin experimentar una completa intimidad física con él. Al pensar en cómo sería hacer el amor con Doug, se echó a temblar. Sabía que, tras aquella experiencia, jamás volvería a ser la misma.
– Buenas noches -dijo él, tras taparla bien con la colcha. Entonces, se inclinó sobre la cama para depositar otro breve beso.
Juliette suspiró. Saber que aquello era lo mejor y lo necesario no conseguía que despedirse de él resultara más fácil.
Cuando el teléfono empezó a sonar, Juliette estaba en otro mundo. Sola con Doug, en una isla desierta, rodeada por el sol brillante y las flores tropicales, para las que Doug había encontrado una sensual utilidad. No quería que nada la sacara de aquel paraíso, pero el persistente timbre no dejaba de sonar.
– ¿Sí? -preguntó, con la esperanza de que, si tenía que interrumpir sus sueños, al menos fuera por Doug.
– Cuando te mandé a esas vacaciones, no creí que te olvidarías de mí. ¿Cómo estás? -preguntó Gillian, algo preocupada, desde el otro lado de la línea.
– Se supone que en el paraíso no deben existir los teléfonos -protestó Juliette, aunque no pudo negar que se alegraba mucho de tener noticias de su hermana, a pesar de que no fuera quien ella había creído.
Cerró los ojos, pero su sueño parecía ir alejándose cada vez más y se veía reemplazado por la realidad. Un dormitorio demasiado frío como cortesía del aire acondicionado, una cama demasiado fría por la ausencia de Doug y un enorme vacío interior.
– Si estás en el paraíso, ¿por qué pareces tan triste?
– No estoy triste, Gillian -dijo Juliette, incorporándose en la cama. Sólo se sentía algo sola-. Además, te dejé un mensaje en el contestador el día en que llegué aquí.
– Sí, bueno. ¿Me creerías si te digo que estaba fuera y demasiado ocupada para devolverte la llamada?
– Sería más exacto decir que estabas demasiado asustada. Te conozco muy bien, Gillian. Tenías miedo de escuchar lo que yo tenía que decir sobre el hecho de que me hubieras organizado estas vacaciones sin decírmelo… ¡Ah! Y también de lo de cambiarme toda la ropa.
– Al ver que no volvías a llamarme, empecé a preocuparme.
– Deberías estarlo. Te lo mereces.
– ¿Tan mala idea ha sido enviarte allí?
– En realidad, creo que ha sido la mejor idea que has tenido en mucho tiempo -admitió.