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Alec avanzó con cuidado entre la oscuridad hasta el VITAPHONE. A la izquierda del proyector había una ventana que daba a la sala de cine y Alec la miró largo rato, dudando de si se atrevería, hasta que por fin pegó la cara al cristal y miró hacia abajo.

Una luz azul de medianoche procedente de la pantalla alumbraba la sala: de nuevo el director, con la silueta de la orquesta detrás. El narrador estaba presentando la siguiente pieza musical. Alec bajó la vista y escudriñó las filas de butacas. No le fue difícil localizar dónde había estado sentado, en una esquina casi vacía al final de la sala, a la derecha. Una parte de él esperaba verla todavía allí, con la cara vuelta hacia el techo y cubierta de sangre, los ojos tal vez fijos en él. La idea de verla le llenaba de una mezcla de temor y euforia nerviosa, y cuando se dio cuenta de que no estaba allí, la decepción que sintió lo sorprendió un tanto.

Empezó la música: primero el son vacilante de los violines, subiendo y bajando en intensidad, y después una serie de estallidos amenazadores procedentes de los metales, sonidos casi militares. La vista de Alec se alzó una vez más en dirección a la pantalla y permaneció allí. Sintió cómo un escalofrío le recorría el cuerpo y notó que se le erizaba la piel de los antebrazos. En la pantalla, los muertos se levantaban de sus tumbas, un ejército de espectros en blanco y negro que surgían del suelo y se elevaban hacia el cielo nocturno. Un demonio de anchas espaldas los conminaba desde la cima de una colina. Los espectros acudían a su encuentro con los jirones de sus sudarios blancos revoloteando alrededor de sus cuerpos demacrados y las caras angustiadas y dolientes. Alec contuvo el aliento y siguió mirando la pantalla mientras en su interior crecía un sentimiento que era mezcla de asombro y conmoción.

Entonces el demonio abrió una grieta en la montaña: el Infierno. Las llamas crecían y los condenados saltaban y bailaban, y Alec supo que aquellas imágenes hablaban de la guerra, de la muerte injustificada de su hermano en el Pacífico, de América que se siente orgullosa de él, de los cuerpos con heridas mortales, hinchados, descomponiéndose, diseminados aquí y allá, mecidos por las olas que rompían en la orilla de alguna lejana playa oriental. Hablaban de Imogene Gilchrist, que amaba el cine y murió con las piernas abiertas y el cerebro anegado en sangre, tenía diecinueve años y sus padres se llamaban Colm y Mary. Hablaban de los jóvenes, de cuerpos jóvenes y sanos agujereados por las balas, la vida manando a chorros de sus arterias, de sueños incumplidos y de ambiciones frustradas. Hablaba de los jóvenes que aman y son amados y se van para no volver, y de los tristes recuerdos que rodean su marcha: Lo tengo presente en mis oraciones, Harry Truman, y siempre pensé que acabaría siendo una estrella de cine.

En algún lugar lejano sonó la campana de una iglesia y Alec levantó la vista. El sonido procedía de la película. Los muertos se desvanecían y el demonio mal encarado y de anchas espaldas se cubría con sus grandes alas negras para protegerse de la llegada del amanecer. Hombres vestidos con túnicas desfilaban a los pies de la colina portando antorchas que brillaban con un resplandor tenue. La música sonaba en suaves compases. El cielo se teñía de un azul frío y trémulo y entonces la luz ascendía y el brillo del amanecer iluminaba las ramas de los abetos y los pinos. Alec se quedó mirando la pantalla en una especie de veneración religiosa hasta que la película terminó.

– Me gustó más Dumbo -dijo Harry.

Encendió un interruptor que había en la pared y una bombilla desnuda iluminó la habitación con una potente luz blanca. El VITAPHONE engulló el último tirabuzón de película y lo escupió por el otro extremo, donde se enroscó en una bobina. El rodillo de salida siguió girando, vacío, y haciendo un so-nido semejante a un aleteo. Harry apagó el proyector y miró a Alec por encima de él.

– Tienes mejor aspecto. Has recuperado el color.

– ¿De qué quería hablar conmigo? -Alec recordó la vaga mirada de advertencia que le había dirigido Harry cuando le dijo que no se moviera de allí, y se le ocurrió que tal vez supiera que se había colado en el cine sin entrada y que ahora podría tener problemas.

Pero Harry dijo:

– Estoy dispuesto a devolverte el dinero de la entrada o a darte un par de pases gratis para la sesión que quieras. Es lo máximo que puedo ofrecerte.

Alec se le quedó mirando, incapaz de articular palabra.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Para que mantengas la boca cerrada. ¿Te imaginas lo que sería de este cine si corriera la voz de que ella está aquí? Mucho me temo que la gente no quiera pagar por sentarse en la oscuridad junto a una chica muerta con ganas de conversación.

Alec movió la cabeza. Le sorprendía que Harry pensara que saber que había fantasmas en el Rosebud espantaría al público. Alec pensaba más bien que tendría el efecto contrario. La gente siempre estaba dispuesta a pagar por pasar un poco de miedo en la oscuridad. Si no fuera así, el cine de terror no sería un negocio. Y entonces recordó lo que le había dicho Imogene Gilchrist sobre Harry Parcells: «No durará aquí mucho tiempo».

– ¿Qué dices, entonces? -preguntó Harry-. ¿Quieres pases?

Alec negó con la cabeza.

– Pues el dinero de la entrada.

– No.

Harry se detuvo cuando se disponía a sacar la cartera y dirigió a Alec una mirada sorprendida y hostil.

– ¿Qué es lo que quieres, entonces?

– ¿Qué tal un trabajo? Necesitará a alguien para vender palomitas. Prometo no traerme las uñas postizas.

Harry se quedó mirándolo un momento sin responder y a continuación se sacó la mano del bolsillo trasero del pantalón.

– ¿Puedes venir los fines de semana? -preguntó.

En octubre Alec se entera de que Steven Greenberg está de vuelta en New Hampshire, rodando exteriores para su nueva película en los terrenos de la Academia Phillips Exeter, algo con Tom Hanks y Haley Joel Osment sobre un profesor incomprendido que ayuda a niños superdotados con problemas. Alec no necesita saber más para suponer que Steven está a punto de ganar su segundo Oscar. Sin embargo a él le gustan más sus primeras películas, las de género fantástico y los thrillers.

Considera la posibilidad de acercarse hasta allí y echar un vistazo, se pregunta si le dejarán colarse en el rodaje. Pues claro que sí, conoce a Steven desde que era un muchacho, pero pronto cambia de parecer. Deben de ser centenares las personas de esta parte de New Hampshire que afirman conocer a Steven, y tampoco es que fueran amigos íntimos. En realidad sólo hablaron una vez, el día en que Steven la vio. Antes de aquello, nada, y después tampoco mucho.

Así que se lleva una sorpresa cuando un viernes por la tarde, hacia finales del mes, recibe una llamada de la asistente personal de Steven, una mujer alegre y con voz de persona eficiente llamada Marcia. Le dice a Alec que a Steven le gustaría verle y si podría acercarse al rodaje. ¿Qué tal el domingo por la mañana? Tendrá un pase esperándolo en el edificio principal, en los terrenos de la Academia. Sobre las diez de la mañana, le dice con voz cantarina antes de colgar. Hasta pasados unos minutos después de la conversación, Alec no se da cuenta de que no ha recibido una invitación, sino una orden.

Un asistente con perilla recibe a Alec en el edificio principal y lo acompaña hasta el lugar de rodaje. De pie, y en compañía de unas treinta personas más, observa de lejos a Tom Hanks y a Osment pasear juntos por un cuadrado de césped alfombrado de hojas caídas. Hanks asiente pensativo, mientras Osment habla y hace gestos con las manos. Frente a ellos dos hombres tiran de un travelling sobre el que están otros dos hombres y su equipo. Steven se echa a un lado, al igual que el resto del reducido grupo de espectadores, y contempla la escena en un monitor de vídeo. Nunca antes ha estado en un rodaje y disfruta enormemente viendo trabajar a los profesionales de la gran ilusión.