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Bradford, Massachusetts

15 de enero de 2005 (revisado el 21 de marzo de 2007)

El mejor cuento de terror

Un mes antes de la fecha de cierre de su encargo, Eddie Carroll rasgó un sobre de estraza y de su interior salió una revista titulada The True North Literary Review. Carroll estaba acostumbrado a recibir revistas por correo, aunque la mayoría llevaban títulos como Cemetery Dance y estaban especializadas en literatura de terror. También recibía libros, que se amontonaban en su casa de Brookline, una pila en el sofá de su despacho, otro montón junto a la cafetera. Todos eran recopilaciones de relatos de terror.

Era imposible que nadie los leyera todos, aunque en otro tiempo, cuando tenía poco más de treinta años y acababa de estrenarse como editor de la antología America's Best New Horror, Carroll se había esforzado denodadamente por hacerlo. Había entregado a imprenta dieciséis volúmenes de la colección y llevaba un tercio de su existencia trabajando en ella. Miles de horas leyendo, corrigiendo pruebas y escribiendo cartas, miles de horas que nunca recuperaría.

Había llegado a odiar sobre todo las revistas, que en su mayoría empleaban tinta barata, y había aprendido también a odiar la manera en que ésta impregnaba sus dedos y el desagradable olor que dejaba en ellos.

De cualquier forma, casi nunca llegaba a terminar los relatos que empezaba a leer; era incapaz. Sólo pensar en leer otra historia de vampiros follando con otros vampiros le ponía malo. Se esforzaba por lidiar con burdos remedos de Lovecraft, pero en cuanto se encontraba con la primera y dolorosa referencia a los Dioses Arquetípicos sentía entumecerse una parte de sí mismo, como cuando se nos duerme un pie o una mano por falta de circulación, y temía que, en este caso, lo que se le había dormido era el alma.

En algún momento después de su divorcio, sus tareas como editor de Best New Horror se habían convertido en una obligación tediosa, de la que no se derivaba placer alguno. En ocasiones consideró, casi con esperanza, la posibilidad de dejar su cargo, aunque nunca por demasiado tiempo. Eran doce mil dólares en su cuenta corriente, la base de unos ingresos que completaba como podía editando otras antologías, dando charlas y clases. Sin esos doce mil se haría realidad su peor pesadilla: tendría que buscarse un trabajo de verdad.

No conocía la True North Literary Review, una revista literaria con portada de papel barato y un logotipo de pinos inclinados. Un sello en la contracubierta informaba de que era una publicación de la Universidad de Katadhin, en el estado de Nueva York. Cuando la abrió cayeron de entre sus páginas dos hojas grapadas: en realidad, una carta del editor, un profesor universitario inglés llamado Harold Noonan.

El invierno anterior un tal Peter Kilrue, empleado a tiempo parcial de los jardines del campus, se había acercado a Noonan. Enterado de que le habían nombrado editor de True North y de que aceptaba manuscritos originales, le pidió que leyera un relato. Noonan prometió que lo haría, más por cortesía que por otra cosa, pero cuando por fin leyó el manuscrito, titulado Buttonboy: una historia de amor, le impresionaron la fuerza y agilidad de su prosa y la naturaleza terrible de la historia que con-taba. Noonan acababa de ser nombrado editor después de que su antecesor, Frank McDane, se jubilara tras veinte años en el cargo y estaba deseando dar un nuevo rumbo a la revista, publicar relatos que «metieran el dedo en el ojo de unos cuantos».

«Me temo que lo logré con creces», escribía Noonan. Poco después de que se publicara Buttonboy, el director del departamento de literatura inglesa llamó a Noonan a su despacho y lo acusó de usar True Nortb como plataforma para «bromas adolescentes de pésimo gusto». Casi cincuenta personas cancelaron su suscripción a la revista -no poca cosa, teniendo en cuenta que la tirada era de sólo mil ejemplares- y muchos de los antiguos alumnos que la patrocinaban retiraron su financiación, indignados. Noonan fue destituido y Frank McDane accedió a supervisar la revista desde su casa, en respuesta a las protestas que exigían su regreso como editor.

La carta de Noonan terminaba así:

«Sigo convencido de que (cualesquiera que sean sus defectos) Buttonboy es un relato notable, aunque verdaderamente angustioso, y confío en que pueda dedicarle algo de tiempo. Admito que para mí sería en cierto modo una reivindicación que usted decidiera incluirlo en su próxima antología de los mejores relatos de terror del año.

«Terminaría esta carta invitándole a "disfrutar" de la historia, pero no estoy seguro de que ésa sea la palabra adecuada.

»Cordialmente,

Harold Noonan.»

Eddie Carroll acababa de llegar de la calle y leyó la carta de Noonan todavía de pie, en el recibidor. Buscó en la revista la página donde empezaba el relato y permaneció de pie, leyendo, antes de darse cuenta de que tenía calor. Colgó distraídamente la chaqueta en el perchero y caminó hasta la cocina.

Estuvo un rato sentado en la escalera que llevaba al piso de arriba, pasando páginas. Después, sin saber cómo, se encontró tumbado en el sofá de su despacho, la cabeza apoyada en una pila de libros, leyendo a la luz sesgada de finales de octubre.

Leyó hasta la última línea y a continuación se incorporó hasta sentarse, presa de una euforia extraña y palpitante. Éste era posiblemente el relato de peor gusto y más terrible que había leído jamás, y en su caso esto era decir mucho. En sus largos años de editor, vadeando terribles y a menudo soeces y enfermizos páramos literarios, en ocasiones se había topado con flores de indescriptible belleza, y estaba convencido de que ésta era una de ellas. Regresó al principio del relato y empezó a leer de nuevo.

Trataba de una joven llamada Cate -que al principio de la historia era descrita como una tímida muchacha de diecisiete años- que un día es secuestrada y metida a la fuerza en un coche por un gigante con ojos ictéricos y aparato dental. Éste le ata las manos detrás de la espalda y la empuja al asiento trasero de su camioneta… donde se encuentra con un chico de su misma edad, que al principio parece estar muerto y que ha sido desfigurado de una forma indescriptible. Sus ojos están ocultos bajo dos botones redondos y amarillos que representan unas caras sonrientes. Los botones le han sido cosidos a los globos oculares atravesando los párpados, que a su vez están hilvanados con hilo de acero.

Entonces, conforme el coche empieza a moverse también lo hace el muchacho. Toca la cadera de Cate y ésta grita, sobresaltada. A continuación el chico recorre su cuerpo con la mano hasta llegar a la cara y susurra que su nombre es Jim y que lleva viajando una semana con el gigante, desde que éste asesinó a sus padres.

– Me hizo agujeros en los ojos y me dijo que después de hacerlo vio cómo mi alma se escapaba. Dijo que hizo el mismo sonido que cuando soplas en una botella de Coca-Cola vacía, la misma música. Después me cosió estos botones, para que no se me escapara la vida. -Mientras habla, Jim se palpa los botones con las caras sonrientes-. Quiere comprobar cuánto tiempo soy capaz de vivir sin alma.

El gigante conduce a los muchachos hasta un descampado solitario, en un parque estatal cercano, y una vez allí les obliga a intercambiar caricias sexuales. Cuando se da cuenta de que Cate no es capaz de besar a Jim con pasión convincente, le raja la cara y le arranca la lengua. En el caos que sigue, con Jim aullando de pánico, tambaleándose ciego de un lado a otro, y la sangre manando a chorros, Cate consigue escapar y esconderse entre los árboles. Tres horas más tarde sale arrastrándose hasta una autopista, cubierta de sangre.

La policía no logra capturar a su secuestrador, que, acompañado de Jim, abandona el parque nacional y conduce hasta el fin del mundo. Los investigadores no son capaces de encontrar pista alguna de ninguno de los dos. No saben quién es Jim ni de dónde viene, y del gigante saben menos aún.