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– No -repuso su padre quitándole el hacha y apartándolo. Max tropezó con la mesa y unas cuantas estacas rodaron por el suelo y repiquetearon en los tablones polvorientos-. Recógelas.

Rudy echó a correr, pero resbaló en las escaleras y cayó a cuatro patas golpeándose las rodillas. Su padre lo sujetó por el pelo y lo tiró al suelo de un empujón. Rudy aterrizó sobre el vientre. Se dio la vuelta, y cuando habló su voz resultaba irreconocible.

– ¡Por favor! -gritó-. ¡Por favor, no! Tengo miedo. ¡Por favor, padre, no me obligue!

Max dio un paso adelante con el hacha en una mano y media docena de estacas en la otra, decidido a intervenir, pero su padre lo esquivó, lo sujetó por el hombro y lo empujó hacia las escaleras.

– Vamos, sube. Ahora -ordenó dándole otro empujón.

Max se cayó en las escaleras lastimándose la espinilla. Su padre agarró a Rudy por el brazo, pero éste se retorció hasta liberarse y se arrastró sobre el polvo hasta el rincón más alejado de la estancia.

– Ven, yo te ayudo -dijo el padre-. Tiene el cuello fino, así que no tardaremos mucho.

Rudy negó con la cabeza y se acurrucó más en la esquina, junto al barril de carbón.

El padre clavó el hacha en el suelo.

– Entonces te quedarás aquí hasta que estés dispuesto a entrar en razón.

Se giró, tomó a Max del brazo y lo empujó escaleras arriba.

– ¡No! -gritó Rudy, levantándose y corriendo hacia la salida.

Pero sus piernas tropezaron con el mango del hacha y cayó al suelo. Para cuando se levantó el padre ya estaba empujando a Max por la puerta al final de las escaleras. Lo siguió y cerró con fuerza detrás de ellos. Rudy llegó al otro lado justo cuando su padre estaba girando la llave de plata en la cerradura.

– ¡Por favor! -gritó Rudy-. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Quiero salir de aquí!

Max estaba de pie en la cocina y le zumbaban los oídos. Quería decirle a su padre que parara, pero las palabras no le salían, sentía cómo se le bloqueaba la garganta. Tenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y las manos le pesaban como si fueran de plomo; pero no, no eran las manos lo que le pesaba sino lo que sujetaban: el mazo, las estacas.

Su padre resoplaba por la falta de aliento con la ancha frente apoyada en la puerta cerrada. Cuando finalmente se separó tenía el pelo desordenado y el cuello de la camisa suelto.

– ¿Veis lo que me obligáis a hacer? -dijo-. Tu madre, lo mismo, igual de histérica e intolerante, pidiendo a gritos… Lo intenté. Le…

Se volvió para mirar a Max y en el instante inmediatamente anterior a que éste le golpeara con el mazo su semblante tuvo tiempo de expresar sorpresa, incluso asombro. Max le acertó en plena mandíbula, un golpe que sonó a huesos rotos y cuyo impacto él mismo notó en su hombro. Su padre cayó hasta quedar apoyado en una rodilla y Max tuvo que golpearle de nuevo para hacerle caer de espaldas.

Los párpados de Abraham se cerraron mientras perdía el sentido, pero se abrieron otra vez cuando Max se sentó encima de él. Abrió la boca para decir algo pero Max ya había oído lo suficiente, no tenía interés en hablar. Después de todo, hablar no era lo suyo. Lo que importaba ahora era el trabajo manual, algo para lo que tenía un instinto natural, para lo que tal vez estaba destinado.

Colocó la punta de la estaca donde su padre le había enseñado y golpeó el mango con el mazo. Resultó que todo lo que le había contado en el sótano era cierto. Hubo gritos, hubo blasfemias y también una lucha desesperada por escapar, pero pronto se terminaron.

Mejor que en casa

Mi padre está en la televisión a punto de ser expulsado otra vez del partido. Lo sé. Algunos de los aficionados que están en el Tiger Stadium también lo saben y hacen ruidos groseros en señal de aprobación. Quieren verlo expulsado, lo están deseando.

Sé que lo van a expulsar porque el primer árbitro está intentando alejarse de él, pero mi padre lo sigue a todas partes con todos los dedos de la mano derecha metidos en la bragueta de los pantalones, mientras con la izquierda hace gestos en el aire. Los comentaristas disfrutan contando a todos los espectadores que están en sus casas lo que mi padre está intentando decir al árbitro y que éste se esfuerza tanto por no escuchar.

– Por cómo iban las cosas, cabía suponer que los ánimos terminarían por encenderse -dice uno de los comentaristas.

Mi tía Mandy ríe nerviosa.

– Jessica, tal vez quieras ver esto. Ernie se está cogiendo un rebote de los buenos.

Mi madre entra en la cocina y se reclina sobre el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

– No puedo verlo -dice Mandy-. Es demasiado triste.

La tía Mandy está sentada en un extremo del sofá. Yo estoy en el otro, sentado sobre mis pies, con los talones clavados en los glúteos y balanceándome atrás y adelante. Soy incapaz de estarme quieto, hay algo en mí que necesita columpiarse. Mi boca está abierta y haciendo lo que hace siempre que estoy nervioso. No me doy cuenta de ello hasta que noto la tibia humedad en las comisuras de la boca. Cuando estoy tenso y tengo la boca abierta así, un reguero de baba se escapa y cae hasta la barbilla. Cuando estoy con los nervios de punta, como ahora, me dedico a sorber, succionando la saliva de vuelta a la boca.

El árbitro de la tercera base, Comins, se coloca entre mi padre y Welkie, el árbitro principal, oportunidad que aprovecha Welkie para escapar. Mi padre podría quedarse con Comins, pero no lo hace. Es un signo positivo, una indicación de que aún puede evitarse lo peor. Abre y cierra la boca mientras agita la mano, y Comins le escucha sonriendo y negando con la cabeza en un gesto firme, pero comprensivo y jovial. Mi padre se siente mal. Nuestro equipo pierde cuatro a uno. Detroit tiene ahora a un novato lanzando, un jugador que no ha ganado un solo partido en la liga mayor, que de hecho ha fallado sus cinco primeros lanzamientos, pero que a pesar de su probada mediocridad ha logrado ocho strikeouts en sólo cinco entradas. Mi padre se siente mal por el último strike, que fue un swing parcial. Se siente mal porque Welkie lo declaró strike sin confirmarlo antes con el árbitro de la tercera base. Era lo que se suponía que tenía que hacer, pero no lo hizo.

Pero Welkie no necesitaba confirmarlo con Comins en la tercera base, porque era obvio que el bateador, Ramón Diego, blandió el bate sobre la plataforma y después, con un giro de muñeca, se colocó de nuevo en posición de lanzar para que el árbitro creyera que no había hecho el swing completo. Pero sí lo hizo, y todo el mundo lo vio, todo el mundo sabe que engañó al árbitro con un lanzamiento rápido que casi levantó polvo del suelo junto a la base, todos menos mi padre.

Por fin mi padre termina de hablar con Comins, se gira y se dirige de vuelta al banquillo. Se encuentra a medio camino, casi libre ya de todo peligro, cuando de pronto se gira y grita adiós al árbitro principal Welkie, que está de espaldas a él. Welkie está inclinado barriendo su plato con una pequeña escobilla, con las nalgas separadas y su considerable trasero apuntando hacia mi padre.

Sea lo que sea lo que grita mi padre, Welkie se vuelve y se pone a saltar a la pata coja mientras da un puñetazo al aire. Mi padre se quita la gorra, la tira al suelo y vuelve corriendo a la base.

Cuando esto ocurre, lo primero que se vuelve loco de mi padre es el pelo, y lleva seis entradas atrapado dentro de la gorra. Cuando por fin se libera está empapado en sudor. El fuerte viento de Detroit lo atrapa y lo revuelve. Uno de los lados está aplastado y el otro tieso, como si hubiera dormido con él mojado. También tiene mechones húmedos pegados a la nuca colorada y sudorosa. Mientras grita, el pelo flota alrededor de su cara.