Lo que ocurre a continuación es que avanzo sólo unos pocos metros, después inspiro profundamente y lo que huelo me hace detenerme de inmediato y quedarme pegado al suelo, incapaz de seguir. He notado un olor a roedor, un olor caliente y casposo a roedor mezclado con amoniaco, un olor que me recuerda a áticos y a sótanos, una «peste a murciélago».
De repente me imagino un techo cubierto de murciélagos. Me imagino echando atrás la cabeza y viendo una colonia de miles de murciélagos cubriendo el tejado, una superficie de cuerpos peludos retorciéndose, con los torsos cubiertos de alas membranosas. Imagino que el chillido del murciélago es igual que el chirrido sordo del aire acondicionado y de las cintas de vídeo cuando se están rebobinando. Me imagino a los murciélagos, pero no soy capaz de mirarlos. Si viera uno me moriría del susto. Tenso, doy unos cuantos pasos temerosos y piso un periódico viejo. Suena un crujido desagradable y doy un salto atrás mientras el corazón se me retuerce en el pecho.
Entonces piso otra cosa, un tronco tal vez, que rueda bajo mi zapato. Me tambaleo hacia atrás, agitando los brazos para mantener el equilibrio, y consigo estabilizarme sin caer al suelo. Me vuelvo para ver qué es lo que me ha hecho tropezar.
No es un tronco, sino la pierna de un hombre. Hay un hombre tumbado de costado y rodeado de hojas caídas. Lleva una sucia gorra de béisbol -de nuestro equipo, en otro tiempo azul, pero ahora casi blanca por los bordes, donde también queda un rastro seco de sudor viejo-, unos pantalones vaqueros y una camisa a cuadros de leñador. Tiene hojas enredadas en la barba. Lo miro y siento la primera oleada de pánico. Le acabo de pisar y no se ha despertado.
Me quedo mirando su cara y, como dicen en los cómics de aventuras, me estremezco de horror. Algo que se mueve capta mi atención: es una mosca que trepa por el labio superior del hombre. Su cuerpo brilla como un lingote de metal engrasado. Se detiene un instante en la comisura de la boca, pero después sigue avanzando y desaparece, y el hombre sigue sin despertarse.
Me pongo a aullar, no hay otra manera de describirlo. Me doy la vuelta y regreso a la entrada del puente y grito hasta quedarme ronco llamando a mi tía Mandy.
– ¡Tía Mandy, vuelve! ¡Vuelve ahora mismo!
La veo aparecer al final del puente.
– ¿Por qué gritas así?
– Tía Mandy, ¡vuelve aquí, por favor! -Me pongo a sorber y entonces me doy cuenta de que tengo la barbilla bañada en saliva.
Mi tía empieza a cruzar el puente en dirección a donde estoy, con la cabeza inclinada como si caminara contra un fuerte viento.
– Tienes que dejar de gritar ahora mismo. ¡Por favor, para! ¿Por qué chillas?
Señalo al hombre.
– ¡Él! ¡Él!
Mi tía se detiene nada más haber entrado en el puente y mira al pobre hombre tirado entre la basura. Lo observa durante unos segundos y después dice:
– Ah, él. Venga, vamos. Seguro que no le pasa nada. No te metas en sus asuntos y él no se meterá en los nuestros.
– No, tía Mandy. ¡Tenemos que irnos! Por favor, vuelve aquí. ¡Por favor!
– No estoy dispuesta a tolerar esta tontería ni un minuto más. Ven aquí ahora mismo.
– No -grito-. ¡No pienso ir!
Me doy la vuelta y echo a correr lleno de pánico y enfermo, enfermo por el olor a basura, por los murciélagos y el hombre muerto y por ese terrible crujido como de periódico viejo, por el hedor a pis de murciélago, por la forma en que Hap Diehl intentaba batear una bola imposible y porque nuestro equipo se va a la mierda exactamente igual que el año pasado. Corro mientras lloro a lágrima viva y me limpio como puedo la baba de la cara, y no importa lo fuerte que llore, casi no me llega aire a los pulmones.
– ¡Para! -me grita Mandy cuando me alcanza y tira al suelo la bolsa con nuestro almuerzo para tener libres las dos manos-. ¡Por el amor de Dios, para! ¡Deja de llorar!
Me coge por la cintura y pataleo gritando, no quiero que me levanten, no quiero que me cojan. Golpeo con el hombro y noto que choca con una cuenca de ojo huesuda. Mandy grita y los dos nos caemos al suelo, ella encima de mí, con la barbilla clavada en mi cráneo. Grito por el dolor y entonces ella cierra los dientes, da un respingo y afloja la barbilla. Aprovecho para saltar y estoy a punto de escapar, pero me agarra por la cintura elástica de mis pantalones cortos con ambas manos.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Quieres estarte quieto?
La cara me arde de forma infernal.
– ¡No! No pienso volver ahí dentro. ¡No pienso! ¡Suéltame!
Me abalanzo de nuevo hacia delante, como un corredor al oír el pistoletazo de salida, y de repente, en cuestión de segundos, me encuentro libre y corriendo a toda velocidad por el camino, mientras la oigo berrear a mi espalda.
– ¡Homer! -aúlla-. ¡Homer, vuelve aquí ahora mismo!
Casi he llegado a Lincoln Street cuando noto una ráfaga de aire frío entre las piernas, y al bajar la vista entiendo por qué he podido escapar. La tía Mandy me sujetaba por los pantalones y me he quedado sin ellos, sin ellos y sin los calzoncillos.
Veo mi aparato reproductor, rosa, liso y pequeño, balanceándose entre mis muslos al correr, y la visión de esta desnudez de cintura para abajo me llena de una repentina euforia.
La tía Mandy me alcanza cuando estoy a punto de llegar al coche, en Lincoln Street. Una multitud nos mira mientras me tira de los pelos y caemos al suelo enzarzados.
– ¡Siéntate, pirado de mierda! -grita-. ¡Pequeño cretino chiflado!
– ¡Puta foca! ¡Sanguijuela capitalista! -le chillo yo.
Bueno, eso exactamente no. Pero parecido.
No estoy seguro, pero puede ser que lo ocurrido en Wheelhouse Park fuera la gota que colmó el vaso, porque dos semanas más tarde, coincidiendo con el día libre del Equipo, me encuentro con mis padres de camino a Vermont, a visitar un internado llamado Academia Biden, que mi madre quiere que veamos. Me dice que es una escuela preparatoria, pero he visto el folleto y está lleno de palabras en clave -necesidades especiales, entorno, integración social-, así que sé de qué clase de colegio se trata.
Un joven vestido con vaqueros, una camisa gastada y botas de montaña nos recibe en las escaleras situadas frente al edificio principal. Se presenta como Archer Grace y dice que trabaja en admisiones y que nos va a enseñar el lugar. La academia Biden está en las Montañas Blancas. La brisa que mece los pinos es fría, así que, aunque es agosto, la tarde tiene el fresco encanto y la emoción de una velada de las World Series. El señor Grace nos acompaña en un recorrido por el campus. Visitamos dos edificios de ladrillo cubiertos de hiedra. Visitamos aulas vacías. Recorremos un auditorio con paredes forradas de madera y unos cuantos pesados cortinajes color escarlata. En una de las esquinas hay un busto de Benjamín Franklin esculpido en mármol blanco lechoso y, en otro, uno de Martin Luther King en piedra oscura parecida al ónix. Ben lo mira con el ceño fruncido. Se diría que el reverendo se acaba de levantar y aún está somnoliento.
– ¿Es impresión mía, o el ambiente está muy cargado? -pregunta mi padre-. Como si faltara oxígeno.
– Antes de que empiece el semestre de otoño siempre lo aireamos -contesta el señor Grace-. Ahora mismo no hay prácticamente nadie, salvo unos cuantos chicos del programa de verano.
Salimos todos juntos y paseamos hasta un jardín de árboles de tamaño gigantesco y corteza gris de apariencia resbaladiza. En uno de los extremos hay un anfiteatro de media circunferencia y gradas con asientos, donde se celebran las fiestas de graduación y en ocasiones montan obras de teatro y espectáculos para los chicos.