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– ¿Qué es ese olor? -pregunta mi padre-. ¿No os huele raro este sitio?

Lo curioso es que tanto mi madre como el señor Grace hacen como si no le oyeran. Mi madre tiene un montón de preguntas para el señor Grace sobre los espectáculos que montan en el colegio. Es como si mi padre no estuviera allí.

– ¿Qué son esos árboles tan bonitos? -pregunta mi madre mientras volvemos por el jardín.

– Ginkgo biloba-responde el señor Grace-. ¿Sabían que no hay otros árboles en el mundo como éstos? Son los únicos supervivientes de una familia de árboles prehistóricos que ha desaparecido por completo de la faz de la tierra.

Mi padre se detiene junto al tronco de uno de ellos y rasca la corteza con el dedo pulgar. Después se lo lleva a la nariz y pone cara de asco.

– Así que esto es lo que apesta -dice-. La verdad es que la extinción no siempre es algo malo.

Miramos la piscina y el señor Grace nos habla de la preparación física. Después nos enseña una pista de atletismo y nos habla de las olimpiadas juveniles. Nos enseña el campo de deportes de pelota.

– ¿Así que tienen un equipo? -dice mi padre-. Y juegan unos cuantos partidos, ¿no?

– Exacto, un equipo y unos cuantos partidos. Pero se trata de algo más que jugar -dice el señor Grace-. En Biden estimulamos a los chicos para que aprendan de cada cosa que hacen, incluso en deportes. Esto es un aula también, un lugar para que los alumnos puedan desarrollar algunas de las destrezas más importantes, como resolver conflictos, construir relaciones interpersonales y liberar el estrés practicando ejercicio físico. Ya sabe, es como el viejo dicho de «lo importante es participar». Lo que importa es lo que se aprende jugando, sobre uno mismo, sobre el crecimiento personal de cada uno.

El señor Grace se da la vuelta y echa a andar.

– No le he entendido muy bien -dice mi padre-. Pero creo que me acaba de decir que tienen uno de esos equipos patéticos que no consiguen un solo strike.

El señor Grace nos lleva por último a la biblioteca, donde encontramos a uno de los alumnos del programa de verano. Es una habitación amplia y circular, con las paredes forradas de estanterías de palisandro. A lo lejos se escucha el repiqueteo de las teclas de un ordenador. Un chico que tendrá mi edad está tumbado en el suelo mientras una mujer con un vestido de cuadros le tira del brazo. Creo que está intentando levantarlo del suelo, pero todo lo que consigue es arrastrarlo en círculos.

– ¿Jeremy? -dice-. Si no te levantas, no podremos ir a jugar con el ordenador. ¿Me oyes?

Jeremy no le contesta y la mujer sigue arrastrándolo por el suelo. Una de las veces en que se vuelve hacia donde estamos nosotros, el chico me mira por un instante con ojos vacíos de expresión. También tiene la barbilla llena de babas.

– Quierooo -dice arrastrando mucho las vocales-. Quierooooo.

– Acabamos de instalar cuatro ordenadores nuevos en la biblioteca -explica el señor Grace-. Con conexión a Internet.

– Mira este mármol -dice mi madre mientras mi padre apoya una mano en mi hombro y me da un apretón cariñoso.

El primer domingo de septiembre voy con mi padre al estadio y como siempre llegamos temprano, tan temprano que no hay casi nadie, salvo un par de jugadores debutantes que llevan allí desde el amanecer para impresionar a mi padre. Éste está sentado en la tribuna, detrás de la pantalla que da a la base principal, hablando con Shaughnessy para la sección de deportes y al mismo tiempo los dos estamos jugando a un juego que se llama el juego de las cosas secretas. Consiste en que mi padre hace una lista de cosas que tengo que encontrar. Cada una vale un número de puntos y yo tengo que ir por todo el estadio buscándolas (no vale hurgar en la basura, aunque mi padre sabe que soy incapaz de hacer eso): un bolígrafo, una moneda de veinticinco centavos, un guante de señora, etcétera. No es fácil, sobre todo si han pasado ya los del servicio de limpieza.

Según voy encontrando cosas de la lista se las llevo a mi padre: el bolígrafo, un regaliz negro, un botón metálico. Una de las veces que voy veo que Shaughnessy se ha marchado y mi padre está allí sentado con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, una bolsa abierta de cacahuetes en el regazo y los pies apoyados en el asiento de delante. Me dice:

– ¿Por qué no te sientas un rato?

– Mira, he encontrado una caja de cerillas. Cuarenta puntos -le digo, y la tiro al asiento que está a su lado.

– Disfruta de esta vista -dice mi padre-. ¡Qué bien se está cuando no hay nadie, cuando el lugar está en silencio! ¿Sabes lo que más me gusta de cómo está ahora?

– ¿El qué?

– Que puedes pensar y comer cacahuetes al mismo tiempo. -Lo dice mientras abre uno.

Fuera hace fresco y el cielo tiene un color azul ártico. Una gaviota sobrevuela el campo con las alas desplegadas, y parece no moverse. Los novatos están haciendo estiramientos y charlando en el cuadro interior. Uno de ellos ríe con una risa potente, joven y saludable.

– ¿Dónde piensas tú mejor? -le pregunto-. ¿Aquí o en casa?

– Aquí es mejor que en casa -dice mi padre-. Mejor para comer cacahuetes, porque en casa no puedes tirar las cascaras al suelo. -Y para demostrarlo tira una-. A no ser que quieras ganarte una patada de tu madre en el culo.

Nos quedamos en silencio. Una brisa fresca y constante sopla desde el jardín y nos acaricia la cara. Nadie va a conseguir un home run hoy en nuestro equipo, con este viento en contra.

– Bueno -digo poniéndome en pie-. Cuarenta puntos. Aquí está la caja de cerillas. Será mejor que vuelva a ello. Casi he encontrado todo lo que buscaba.

– Qué suerte -me dice.

– Es un buen juego -digo yo-. Seguro que podríamos jugarlo en casa. Me puedes poner una lista de cosas y yo las busco. ¿Por qué nunca lo hacemos? ¿Por qué nunca jugamos en casa a encontrar cosas secretas?

– Porque se juega mejor aquí -dice.

En ese momento me fui a buscar lo que quedaba en la lista -un cordón de zapato y un llavero con una pata de conejo-, dejando a mi padre allí, pero después he recordado la conversación y se me ha quedado grabada, pienso en ella todo el tiempo y a veces me pregunto si no fue aquél uno de esos momentos que se supone que debes recordar, en los que parece que tu padre te dice una cosa, pero en realidad te está diciendo otra, cuando hace comentarios que parecen normales, pero que tienen un significado oculto. Me gusta pensar eso. Es un bonito recuerdo de mi padre: allí sentado con las manos detrás de la cabeza y el cielo azul de invierno sobre nosotros. También esa vieja gaviota planeando con las alas abiertas, que parece no ir a ninguna parte. Es un recuerdo bonito y todos deberíamos tener uno parecido.

El teléfono negro

1

Al hombre gordo del otro lado de la calle estaba a punto de caérsele la compra al suelo. Llevaba una bolsa de papel en cada brazo y peleaba por meter una llave en la cerradura trasera de su furgoneta. Finney estaba sentado en las escaleras delanteras del almacén de Poole, con un refresco de uva en la mano, mirándolo. Al hombre gordo se le iba a caer la compra al suelo en el momento en que consiguiera abrir la puerta. La bolsa del brazo izquierdo ya se le había escurrido.

No era sólo gordo, sino grotescamente gordo. Tenía una cabeza afeitada y brillante y en la intersección entre el cuello y la base del cráneo se le formaban dos gruesos pliegues. Vestía una camisa hawaiana de colores estridentes y un estampado de tucanes y lianas, aunque no hacía calor para manga corta. El viento era más bien fresco, y por eso John Finney se acurrucaba y apartaba la cara para resguardarse de él. Tampoco él llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía y habría sido más sensato que esperara a su padre dentro, sólo que no le gustaban las miradas casi feroces que le dirigía el viejo Tremont Poole, como si pensara que iba a romper o a robar algo. Lo que sucedió a continuación es probablemente el mejor número de cine cómico jamás visto, aunque Finney no reparó en ello hasta más tarde. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de globos y en cuanto se abrió la puerta salieron todos disparados… hacia la cara del hombre gordo, que reaccionó como si no los hubiera visto en su vida. La bolsa que llevaba bajo el brazo izquierdo se le cayó, se estrelló contra el suelo y se abrió. Las naranjas rodaron en todas direcciones y las gafas de sol del hombre gordo se le deslizaron de la nariz. Consiguió recuperar el equilibrio y empezó a saltar de puntillas intentando coger los globos, pero era demasiado tarde y éstos se alejaban ya por el aire.