El hombre gordo maldijo y les hizo gestos furiosos con la mano. Después se volvió, bizqueó en dirección al suelo y se arrodilló. Dejó la otra bolsa en la parte de atrás de la furgoneta y empezó a palpar el suelo buscando sus gafas, con tan mala suerte que aplastó con la mano un huevo. Hizo una mueca de desagrado y agitó una mano llena de salpicaduras de yema.
Para entonces, Finney ya trotaba por la carretera tras dejar la botella de refresco en la barandilla del porche.
– ¿Le ayudo, señor?
El señor gordo pareció mirarlo con ojos llorosos y sin comprender.
– ¿Ha visto esa mierda?
Finney miró calle abajo. Los globos estaban ya a diez metros del suelo siguiendo la línea continua de la carretera. Eran negros… todos ellos, tan negros como el pelo de foca.
– Sí, sí. Yo… -Su voz se apagó mientras fruncía el ceño viendo elevarse los globos en el cielo nublado. Su visión lo inquietó ligeramente. A nadie le gustaban los globos negros; además, ¿para qué se usaban? ¿Para funerales festivos? Se los quedó mirando, paralizado por un momento, pensando que parecían uvas negras. Se pasó la lengua por el interior de la boca y por primera vez reparó en que los refrescos de soda que tanto le gustaban tenían un regusto metálico, como si hubiera estado masticando un cable de cobre.
El hombre gordo lo sacó de su ensimismamiento.
– ¿Has visto mis gafas?
Finney apoyó una rodilla en el suelo y miró debajo de la furgoneta. Las gafas del señor gordo estaban debajo del parachoques.
– Aquí están -dijo alargando un brazo entre las piernas del señor gordo para cogerlas-. ¿Para qué son los globos?
– Trabajo de payaso a tiempo parcial. -El hombre gordo tenía medio cuerpo dentro de la furgoneta y sacaba algo de la bolsa de papel que había dejado allí-. Soy Al. ¿Quieres ver algo gracioso?
Finney levantó los ojos a tiempo de ver a Al sosteniendo una lata de acero amarilla y negra, con dibujos de avispas. La agitaba con fuerza y Finney sonrió, pensando que eran serpentinas.
Entonces el payaso le roció la cara con una espuma blanca. Finney intentó girar la cabeza, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que le alcanzara en los ojos. Gritó, y parte de la espuma se le metió en la boca; tenía un sabor fuerte, a producto químico. Sus ojos eran brasas encendidas ardiendo en las cuencas y le quemaba la garganta; jamás en su vida había sentido un dolor semejante, como un frío ardiente que le desgarraba. El estómago se le revolvió y regurgitó el refresco de uva notando su dulzor caliente en la boca.
Al lo había agarrado por el cuello y lo empujaba hacia el interior de la furgoneta. Finney tenía los ojos abiertos, pero sólo veía ráfagas de color naranja y marrón grasiento que crecían, menguaban, chocaban entre sí y después desaparecían. El hombre gordo lo sujetaba del pelo con una mano y con la otra le apretaba la entrepierna, levantándolo. Cuando el interior de su brazo rozó la mejilla de Finney, éste giró la cabeza y le mordió, hundiendo los dientes en la carne gorda y fofa, apretando hasta notar el sabor a sangre.
El hombre gordo gimió y lo soltó un instante, que Finney aprovechó para volver a poner los pies en el suelo. Dio un paso atrás y pisó una naranja. El tobillo se le torció y se tambaleó, a punto de caer al suelo. Entonces el hombre gordo lo sujetó de nuevo por el cuello y lo empujó hacia delante. La cabeza de Finney chocó contra una de las puertas traseras de la furgoneta con un fuerte ruido, y se quedó sin fuerzas.
Al le había pasado un brazo alrededor del pecho y lo empujaba a la parte de atrás de la furgoneta, sólo que no era la parte de atrás de una furgoneta, sino una tolva para carbón por la que Finney se precipitó, a velocidad vertiginosa, en la oscuridad.
2
Una puerta se abrió de golpe. Sus piernas y rodillas se deslizaban sobre un suelo de linóleo. No podía ver gran cosa y un haz de tenue luz gris que revoloteaba juguetón tiraba de él. Se abrió otra puerta y alguien lo arrastró escaleras abajo. Sus rodillas chocaban con cada peldaño.
Al dijo:
– Puto brazo. Debería cortarte el cuello ahora mismo, después de lo que me has hecho.
Finney consideró la posibilidad de ofrecer resistencia. Eran pensamientos distantes, abstractos. Escuchó descorrerse un cerrojo y cruzó una última puerta hasta aterrizar de un empujón, tras pisar un suelo de cemento, en un colchón. El mundo parecía dar vueltas a su alrededor y sentía náuseas. Se tendió de espaldas y esperó a que se le pasara el mareo.
Al se sentó junto a él, jadeando por el esfuerzo.
– Joder, estoy lleno de sangre, como si hubiera matado a alguien. Mira mi brazo -dijo. Después rió secamente y con incredulidad-. Qué tontería. Si no puedes ver nada.
Ninguno de los dos habló y un silencio desagradable llenó la habitación. Finney temblaba, llevaba haciéndolo desde que recuperó la consciencia.
Por fin Al habló:
– Ya sé que me tienes miedo, pero no voy a hacerte más daño. Lo que dije de cortarte el cuello era porque estaba enfadado. Me has hecho polvo el brazo, pero no te guardo rencor. Supongo que así estamos empatados. No estés asustado, porque aquí no va a pasarte nada. Te doy mi palabra, Johnny.
Al escuchar su nombre Finney se quedó completamente quieto y dejó de temblar. No era sólo que aquel hombre gordo supiera su nombre… Era también la manera en que lo había pronunciado, con un tono de leve excitación. «Johnny». Finney sintió un hormigueo recorriéndole el cuero cabelludo y se dio cuenta de que Al le acariciaba el pelo.
– ¿Quieres un refresco? -preguntó-. ¿Sabes lo que te digo? Te voy a traer uno y… ¡espera! -La voz le tembló ligeramente-. ¿Has oído el teléfono? ¿Lo has oído sonar desde algún sitio?
Finney escuchó el suave timbre del teléfono desde una distancia que era incapaz de calcular.
– Mierda. -Al soltó aire con dificultad-. No es más que el teléfono de la cocina. Qué otra cosa iba a… De acuerdo, voy a ver quién es y a coger un refresco para ti y enseguida vuelvo y te lo explico todo.
Finney oyó cómo se levantaba del colchón con dificultad, suspirando profundamente, y enseguida el sonido de las pisadas de sus botas al alejarse. Después se corrió un cerrojo y el teléfono sonó de nuevo escaleras arriba, aunque Finney no lo oyó.
3
Ignoraba qué le diría Al cuando volviera, pero no hacía falta que le explicara nada. Finney ya sabía de qué iba aquello.
El primer chico había desaparecido dos años atrás, justo después de que se derritieran las nieves invernales. La colina detrás de St. Luke's era un montón de barro pringoso, tan resbaladizo que los niños bajaban por él en sus trineos hasta estrellarse abajo contra el suelo. Una niña de nueve años llamada Loren se fue a hacer pis entre los matorrales al final de Mission Road y nunca volvieron a verla. Dos meses más tarde, el 1 de junio, otro chico desapareció. Los periódicos se referían a su secuestrador como «el Abductor de Galesburg», un nombre que, para Finney, era una pobre imitación de Jack el Destripador. Se llevó a un tercer niño el 1 de octubre, cuando el aire estaba impregnado del aroma a hojas muertas que crujían al pisarlas.
Esa noche, John y su hermana Susannah se sentaron en lo alto de las escaleras y escucharon a sus padres discutir en la cocina. Su madre quería vender la casa, mudarse a otro sitio, y su padre dijo que cuando se ponía histérica resultaba odiosa. Algo se cayó o alguien lo tiró. Su madre dijo que no lo soportaba más, que vivir con él la estaba volviendo loca. Su padre le contestó que nadie la obligaba a seguir haciéndolo y encendió el televisor.