Aquello fue casi al final de temporada. En los últimos dos juegos, Wyatt no logró batear ni una sola vez, y perdió el récord sólo por dos bases. Ya en el instituto no tuvo oportunidad de jugar, porque siempre estaba castigado por malas notas o mal comportamiento. A mediados de su primer año le diagnosticaron un tipo de dislexia -tenía problemas para conectar las distintas partes de una oración cuando ésta contaba con más de cuatro o cinco palabras; durante años había luchado por interpretar oraciones más largas que el simple título de una película- y le asignaron a un programa de aprendizaje especial con un atajo de retrasados mentales. El programa se llamaba «Super-alumnos», pero en el instituto se conocía como «Supertontos» o «Superbabas». Una vez, Wyatt se encontró una pintada en el lavabo de chicos que decía «hestoy en super-alumnos, y me siento mui orgulloso».
Pasó su último año marginado. No miraba a sus compañeros cuando se cruzaba con ellos por el pasillo, y no intentó entrar en el equipo de béisbol. Treat Rendell, en cambio, ingresó en la universidad directamente en el segundo curso, bateó todas las bolas que le pusieron delante y consiguió dos copas regionales para su equipo. Ahora era policía federal, conducía un Crown Victoria color canela tuneado y estaba casado con Ellen Martin, una rubia de piel blanquísima y unánimemente considerada la animadora más guapa de todas las que, según los rumores, Treat se había tirado.
La señora Prezar salió de la tienda. Sólo había estado dentro un minuto y no había comprado nada. Se cerraba la chaqueta con una mano, tal vez para protegerse del viento. Sus ojos se posaron fugazmente en Wyatt por segunda vez, sin dar señales de reconocerlo ni de reparar siquiera en su presencia. Se dejó caer en el asiento del conductor, cerró la puerta de golpe y salió marcha atrás tan rápido que los neumáticos chirriaron.
Tampoco se había fijado mucho en él cuando le cortaba el césped. Recordó que una vez, después de terminar su jardín, entró en la casa por una puerta corredera de cristal que daba al cuarto de estar. Llevaba toda la mañana cortándole el césped -la señora Prezar era rica; su marido era ejecutivo en una compañía que vendía banda ancha y tenían el jardín más grande de toda la calle- y estaba acalorado y sudoroso, con hierba en la cara y en los brazos. La señora Prezar hablaba por teléfono y Wyatt se quedó junto a la puerta esperando a que reparara en su presencia.
Se tomó su tiempo. Estaba sentada ante una mesa pequeña, jugando con un tirabuzón de su pelo rubio y meciéndose atrás y adelante en su silla, riendo de vez en cuando. Tenía varias tarjetas de crédito esparcidas sobre la mesa y las cambiaba de sitio distraídamente con el dedo meñique. No lo miró ni siquiera cuando Wyatt carraspeó para llamar su atención. Él esperó durante diez minutos, hasta que por fin ella colgó el teléfono y se giró para mirarlo, repentinamente concentrada. Le dijo que lo había estado observando mientras trabajaba y que no le pagaba por detenerse a charlar con el primero que pasara por la calle. También que le había oído pasar por encima de una piedra y que si resultaba que la cortadora se había arañado se aseguraría de que le pagara otra nueva. E1 pago acordado eran veintiocho dólares; le dio treinta y le dijo que podía dar gracias por la propina. Cuando salió reía de nuevo al teléfono, cambiando de sitio las tarjetas de crédito y formando con ellas la letra pe.
No quedaba gran cosa del cigarrillo de Wyatt, pero estaba decidiendo que se fumaría otro y después entraría, cuando la puerta se abrió a su espalda y salió la señora Badia, vestida sólo con el suéter negro y el chaleco blanco con la chapa identificativa que decía «Pat Badia. Directora». Hizo una mueca y se arrebujó para protegerse del frío.
– Sarah me ha contado lo que le has dicho -empezó a decir.
Wyatt asintió con la cabeza. La señora Badia le caía bien; en ocasiones hasta se podía bromear con ella.
– ¿Por qué no te vas a casa, Wyatt? -dijo.
Éste tiró la colilla al suelo de asfalto.
– De acuerdo. Mañana recuperaré las horas. Ella no trabaja mañana -dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la tienda.
– No -respondió la señora Badia-. No vengas mañana. Ven el próximo martes a recoger tu última paga.
Por alguna razón, le costó unos segundos entender lo que le decía. Después lo comprendió y notó que le ardía la cara. La señora Badia continuó hablando.
– No puedes amenazar así a tus compañeros de trabajo, Wyatt. Estoy más que harta de oír quejas sobre ti. Estoy cansada de tantos incidentes. -Hizo un gesto con la cara y miró en dirección a la tienda-. No está pasando por un buen momento y sólo le falta que tú le digas que le vas a arrancar la lengua.
– Yo no le he… ¡Me refería al piercing! ¿No quiere saber lo que me ha dicho ella a mí?
– No especialmente. ¿Por qué?
Pero Wyatt no respondió. No podía contarle lo que Kensington le había dicho, porque no lo sabía, no lo había oído entero… y aunque lo supiera no se lo podía contar a la señora Badia. Fuera lo que fuera lo que le había dicho, era algo sobre que no sabía leer. Wyatt siempre trataba de evitar hablar de sus problemas con la gramática, la ortografía y todo lo demás, pues era un tema que inevitablemente le hacía pasar más vergüenza de la que era capaz de soportar.
La señora Badia lo miraba esperando a que dijera algo, pero como no lo hizo dijo:
– Te he dado todas las oportunidades que he podido. Pero, llegado un punto, no es justo para los que trabajan contigo pedirles que aguanten tanto.
Lo miró durante unos segundos más, mordiéndose pensativa el labio inferior. Después le miró los pies y mientras le daba la espalda añadió:
– Átate los cordones, Wyatt.
Entró en la tienda y Wyatt permaneció allí, flexionando los dedos en el gélido aire. Caminó despacio hasta la parte de la tienda que no era visible desde la calle y, una vez allí, se agachó y escupió. Sacó otro cigarrillo del paquete, lo encendió y dio una calada, esperando a que dejaran de temblarle las piernas.
Pensaba que le gustaba a la señora Badia. Algunos días se había quedado después de la hora para ayudarla a cerrar -algo a lo que no estaba obligado-, sólo porque le resultaba fácil hablar con ella. Charlaban sobre películas o sobre clientes raros, y ella escuchaba sus historias y sus opiniones como si le interesaran. Para él había sido una experiencia nueva, llevarse bien con su jefe. Y ahora resultaba que era la misma mierda de siempre. Alguien le tenía manía, se quejaba y nadie se molestaba en reunir toda la información, en oír a las distintas partes implicadas. Le había dicho: «Estoy más que harta de oír quejas sobre ti», pero sin especificar de quiénes ni qué clase de quejas. Había dicho: «Estoy cansada de tantos incidentes», pero ¿no habría que juzgar este incidente en particular y con sus circunstancias, y no había que hacer lo mismo con los otros?
Tiró el cigarrillo, que levantó chispas en el asfalto, y echó a andar. Llegó a la esquina a paso rápido. El escaparate estaba cubierto de carteles de películas y Kensington miraba hacia el aparcamiento por un hueco entre Pitch Black y Los otros. Tenía los ojos rojos y la mirada desenfocada. Por su expresión distraída, Wyatt supo que pensaba que él ya se había marchado y, sin poder contenerse, se abalanzó contra el cristal y le sacó el dedo medio justo a la altura de la cara. Kensington se sobresaltó y abrió la boca sorprendida formando una o.