Ella se dio cuenta de que la miraba y apartó la vista de él para posarla en sí misma por un momento, con expresión de total asombro, como si no tuviera ni idea de cómo había llegado aquel objeto a sus manos. Como si, tal vez, no supiera para qué podía servir aquel cuchillo. Después volvió a mirar a Wyatt.
– Lo tiró. -Tenía una mirada casi suplicante-. Llevaba las manos llenas de sangre y se le enganchó dentro de Baxter. Cuando trató de sacarlo se le escurrió, se cayó al suelo y lo cogí. Por eso no me mató a mí, porque tenía el cuchillo. Fue entonces cuando se marchó corriendo.
Su puño cerrado apretaba el mango de teflón del cuchillo, que estaba muy manchado; la sangre oscurecía también cada estría de la piel de sus nudillos y la piel de su dedo pulgar. De su chaqueta impermeable aún caían gotas de sangre que manchaban la tapicería de cuero.
– Iré corriendo a buscar ayuda -dijo Wyatt, pero estaba convencido de que ella no le había oído. Hablaba en voz tan queda que apenas podía oírse él mismo. Tenía las manos levantadas y con las palmas hacia fuera, en actitud defensiva. No habría sabido decir cuánto tiempo llevaba en esa postura.
La señora Prezar apoyó un pie en el suelo e hizo ademán de levantarse. Este movimiento inesperado sobresaltó a Wyatt, que reculó, tambaleante. Entonces algo le ocurrió a su pie derecho, porque trataba de dar un paso atrás y no podía, estaba enganchado al suelo, de manera que no podía moverse. Miró y se dio cuenta de que se le había desatado un cordón y se lo estaba pisando, pero era demasiado tarde y cayó de espaldas.
El golpe bastó para dejarlo sin aliento. Se arrastró boca arriba por el húmedo suelo alfombrado de hojas caídas. Después miró al cielo, que ya había adquirido un tono violeta oscuro mientras aquí y allí aparecían las primeras estrellas. Tenía los ojos llorosos. Parpadeó y se incorporó hasta sentarse.
La señora Prezar había salido del coche y estaba a casi un metro de él, con su zapatilla en una mano y el cuchillo en la otra. Se le había salido la deportiva derecha, y ahora, con el pie cubierto sólo por un calcetín de deporte, sentía frío.
– Lo tiró -dijo la señora Prezar-. El hombre que nos atacó. Yo no haría algo así, no haría daño a mis niños. El cuchillo… sólo lo cogí.
Wyatt consiguió ponerse de pie y dio un paso atrás separándose de ella y tratando de no apoyarse en el pie derecho, para que no se le mojara con las hojas del suelo. Quería recuperar su zapatilla antes de echar a correr. La señora Prezar se la ofrecía con un brazo extendido mientras el otro le colgaba junto al cuerpo, todavía sosteniendo el cuchillo. Consciente una vez más de cómo Wyatt la miraba, dirigió la vista hacia el cuchillo y después hacia él mientras negaba lentamente con la cabeza.
– Yo no lo haría -dijo, y dejó caer el cuchillo. Después se inclinó hacia Wyatt y le ofreció su zapatilla-. Toma.
Wyatt se acercó un paso, cogió la zapatilla y se la puso, aunque ella al principio no la soltaba y, cuando lo hizo, fue para agarrarlo del brazo. Le clavó las uñas en la delgada carne de la muñeca haciéndole daño. Le asustó lo rápido que le había agarrado y con qué fuerza lo hizo.
– No he sido yo -dijo, mientras Wyatt trataba de liberar su brazo. Ella, con la otra mano, lo agarró de la chaqueta y del jersey, manchándolo de sangre.
– ¿Qué le vas a decir a la gente? -preguntó.
Tal era su pánico, que Wyatt no estaba seguro de haberla oído bien, pero no le importaba; lo único que quería era que le soltara. Sus uñas le hacían daño, pero además le estaba llenando de sangre, la mano, la muñeca, el jersey. Era una sensación pegajosa y desagradable, y por nada del mundo quería que le siguiera manchando. Le agarró la mano izquierda por la muñeca e intentó que le soltara, apretó hasta que notó cómo los huesos de su muñeca se separaban de las articulaciones. Ella lloriqueaba y lo empujaba con la mano derecha en su hombro y hundiéndole los dedos en la articulación. Él le apartó el hombro y la empujó, sólo un poco, para alejarla de él. Ella abrió los ojos desorbitadamente y dejó escapar un gritito horrible y ahogado. Entonces levantó la mano y empezó a arañarle, a rasgarle la piel con sus afiladas uñas, hasta que Wyatt notó el escozor caliente de la sangre en las mejillas.
Sujetó la mano que le arañaba y le dobló los dedos hacia atrás hasta que casi tocaron el dorso. Después le dio un puñetazo en el esternón, aguardó a que se quedara sin respiración y cuando se inclinó hacia delante la golpeó en la cara con el puño cerrado, hiriéndose los nudillos. Ella se tambaleó hacia delante y le asió por el jersey y, al caer, lo arrastró con ella. Todavía lo tenía sujeto por la muñeca y sus uñas seguían hundidas en su carne. Necesitaba librarse de ella como fuera, así que la agarró por el pelo y tiró hasta hacerle doblar la cabeza hacia atrás, tiró y tiró hasta que sólo le veía la garganta y no podía tirar más. Ella jadeó, le soltó la muñeca e intentó abofetearle, y entonces él le hundió el puño en la garganta.
Se atragantaba. Wyatt le soltó el pelo y ella dejó caer la cabeza hacia delante. Se desplomó de rodillas, sujetándose el cuello con ambas manos, los hombros encogidos y el pelo cayéndole por la cara, respirando con dificultad. Entonces giró la cabeza y miró el cuchillo, que estaba en el suelo junto a ella. Alargó la mano para cogerlo pero no fue lo bastante rápida y Wyatt pudo empujarla y cogerlo antes que ella. Se volvió y lo blandió en un gesto amenazador para mantenerla alejada de él.
Permaneció a unos metros de ella, respirando también con dificultad, observándola. Ella le devolvió la mirada. Tenía el pelo pegado a la cara en rizos enredados y pringosos de sangre, pero lo miraba a través de ellos. Todo lo que Wyatt veía era el blanco de sus ojos. Ella respiraba ahora algo más despacio. Permanecieron así, mirándose, tal vez cinco segundos.
– Ayuda -musitó ella con voz ronca-. Ayuda.
Él la miró y ella se puso de pie con dificultad.
– Ayuda -gritó por tercera vez.
Le escocía la mejilla izquierda, donde ella le había arañado, sobre todo en la comisura del ojo.
– Les contaré a todos lo que ha hecho -dijo.
La señora Prezar lo miró un momento más; después se dio la vuelta y echó a correr.
– Socorro -gritaba-. ¡Ayúdenme!
Pensó en correr detrás de ella y detenerla. Sólo que no sabía cómo detenerla si conseguía alcanzarla, así que la dejó marchar.
Dio unos pasos en dirección al coche, apoyó el brazo en la puerta abierta y descansó, volcando el peso del cuerpo contra ella. Se sentía mareado. La señora Prezar iba ya por el camino, su silueta negra se dibujaba sobre la pálida oscuridad del bosque.
Wyatt permaneció allí unos breves instantes, jadeando. Después bajó los ojos y vio a Baxter mirándolo, los ojos grandes y redondos en su cara delgada y de huesos pequeños. Wyatt vio, conmocionado, cómo el niño movía la lengua alrededor de la boca, como si quisiera decir algo.
El estómago le dio un vuelco y las piernas le empezaron a temblar al mirar al niño otra vez, con la cuchillada en la garganta, aquel tajo con forma de anzuelo que le empezaba detrás de la oreja derecha y le bajaba hasta justo debajo de la nuez. Al observarlo, Wyatt reparó en que la sangre seguía manando de su herida a borbotones lentos y espesos. El asiento bajo su cabeza estaba empapado en ella.
Rodeó la puerta abierta y se inclinó sobre el niño. Después miró si estaban puestas las llaves de contacto, pensó que tal vez podría conducir el coche hasta la 17K y allí… pero no estaban y no sabía dónde buscarlas. La sangre…, lo importante en una situación como aquélla era detener la hemorragia, lo había visto por la televisión, en Urgencias. Había que buscar una toalla, hacer una pelota con ella y aplicar presión en la herida hasta que llegara ayuda. No tenía una toalla, pero sí había un fular en el suelo, junto al coche. Se arrodilló junto a la puerta abierta y el bolso volcado y lo cogió. Uno de los extremos estaba empapado y lleno de barro. El asco le hizo vacilar una milésima de segundo, pero después lo arrugó y lo apretó contra la herida del niño. Podía notar la sangre brotando debajo.