Llegué a la rama más alta y me senté a horcajadas. Si no hubiera estado allí mi hermano para presenciar lo que ocurrió a continuación, yo mismo no lo hubiera creído. Más tarde me habría dicho que se había tratado de una fantasía angustiosa, un delirio fruto del terror y la conmoción del momento.
Nicky estaba a unos cinco metros de mí, mirándome furioso y hablando de lo que me haría cuando bajara. Yo sostenía su máscara, en realidad un antifaz del Llanero Solitario, con agujeros para los ojos, y la agitaba.
– Ven a cogerme, hombre Raya -dije.
– Más te vale quedarte a vivir ahí arriba.
– Tengo rayas en mis calzoncillos que huelen mejor que tú.
– Vale, estás muerto -fue todo lo que dijo mi hermano, que devolvía insultos con la misma habilidad con que tiraba piedras; es decir: ninguna.
– Raya, Raya, Raya -repetí, porque el nombre en sí mismo ya era suficientemente burlón.
Mientras canturreaba avanzaba por la rama. La capa se me había deslizado del hombro y tuve que colocármela con el brazo. Pero cuando intenté seguir avanzando hacia delante tiró de mí y me hizo perder el equilibrio. Escuche cómo se rasgaba la tela y sujetándome con los dos brazos, me aferré con fuerza a la rama, arañándome la barbilla. La rama se hundió bajo mi peso, después rebotó, después se hundió otra vez… y entonces escuché un crujido, un sonido seco y quebradizo que retumbó en el aire fresco de noviembre. Mi hermano palideció.
– ¡Eric! -gritó-. ¡Agárrate, Eric!
¿Por qué me decía que me agarrara? La rama se rompía, lo que necesitaba era alejarme de ella. ¿Es que estaba demasiado asustado como para darse cuenta de ello, o acaso una parte de su subconsciente quería verme caer? Me quedé paralizado, luchando mentalmente por encontrar una solución, y en el momento exacto en que dudé, la rama cedió.
Mi hermano retrocedió de un salto. La rama rota, de metro y medio de longitud, cayó a sus pies y se hizo pedazos. Trozos de corteza y ramitas salieron volando. El cielo giraba a mi alrededor y el estómago me dio tal vuelco que sentí náuseas. Tardé un instante en darme cuenta de que no me estaba cayendo, y de que me encontraba mirando el jardín como si siguiera sentado en una de las ramas altas del árbol.
Dirigí una mirada nerviosa a Nicky, que me la devolvió con la boca abierta.
Yo tenía las rodillas pegadas al pecho y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, como buscando el equilibrio. Flotaba en el aire sin nada que me sujetara. Me tambaleé a la derecha y después a la izquierda, como un huevo que no llega a caerse.
– ¿Eric? -dijo mi hermano con voz débil.
– ¿Nicky? -respondí con el tono de voz de siempre. Una brisa se colaba por entre las ramas desnudas del álamo y las hacía chocar unas contra otras. La capa ondeaba a mi espalda.
– Baja, Eric -dijo mi hermano-. Baja.
Hice un esfuerzo por serenarme y me obligué a mirar por encima de mis rodillas en dirección al suelo. Mi hermano tenía los brazos extendidos hacia el cielo, como si quisiera agarrarme de los tobillos y tirar de mí hacia abajo, aunque estaba demasiado lejos del árbol y de mis pies para hacerlo.
Algo brilló cerca de mí y levanté la vista. La capa había estado sujeta a mi cuello por un imperdible dorado que atravesaba las dos puntas de la manta, pero había desgarrado una de ellas y ahora colgaba suelta. Entonces recordé que había oído algo romperse cuando se partió la rama.
El viento sopló de nuevo y el álamo gimió. La brisa se coló entre mi pelo y levantó la capa. La vi alejarse volando, como tirada por cables invisibles y, con ella, voló también mi sujeción. Me precipité hacia delante y aterricé en el suelo a gran velocidad, tanta que ni siquiera tuve tiempo de gritar.
Caí sobre la rama rota y una astilla de gran tamaño se me clavó en el pecho, justo debajo de la clavícula. Cuando se curó me quedó una cicatriz brillante con forma de luna creciente, que se convirtió en mi rasgo de identidad más interesante. Me rompí el peroné, me hice polvo la rótula y me fracturé el cráneo por dos sitios. Me sangraban la nariz, la boca, los oídos.
No recuerdo ir en la ambulancia, aunque me han contado que no llegué a perder la conciencia. Sí recuerdo la cara lívida y asustada de mi hermano, inclinado sobre la mía mientras aún estábamos en el jardín. Tenía mi capa hecha una pelota en sus manos y la retorcía inconscientemente, haciéndole nudos.
Si me quedaba alguna duda de si lo que había sucedido era real, ésta se disipó dos días más tarde. Aún estaba en el hospital cuando mi hermano se ató la capa alrededor del cuello y saltó de las escaleras de entrada a la casa. Rodó por los dieciocho escalones y se golpeó la cara contra el último. En el hospital lo pusieron en mi misma habitación, pero no hablábamos. Él pasó la mayor parte del tiempo dándome la espalda, con la vista fija en la pared. No sé por qué no quería mirarme -tal vez estaba enfadado conmigo porque la capa no le había funcionado, o consigo mismo por pensar que lo haría, o simplemente angustiado por cómo se iban a reír los otros niños de él cuando se enteraran de que se había partido la crisma tratando de imitar a Superman-, pero al menos sí entendía por qué no hablábamos: le habían cosido la mandíbula. Fueron necesarios seis clavos y dos operaciones para devolver a su cara un aspecto más o menos parecido al que tenía antes del accidente.
Para cuando los dos salimos del hospital la capa había desaparecido. Mi madre nos lo dijo en el coche: que la había metido en una bolsa de basura y enviado a la incineradora. El volar se había acabado en casa de los Shooter.
No volví a ser el mismo después del accidente. La rodilla me dolía si caminaba más de la cuenta, cuando llovía o cuando hacía frío. Las luces demasiado fuertes me provocaban intensas migrañas. Me costaba concentrarme durante mucho tiempo, también seguir una clase de principio a fin, y a menudo me ponía a soñar despierto durante un examen. No podía correr, así que se me daban mal los deportes. No podía pensar, así que se me daba mal el colegio.
Intentar seguir el ritmo a los otros chicos era un sufrimiento, de manera que después del colegio me quedaba en casa leyendo cómics. No sabría decir cuál era mi héroe preferido, ni siquiera qué historias me gustaban más. Leía cómics de forma compulsiva, sin extraer de ello ningún placer especial, ni ninguna opinión en especial; los leía simplemente porque cuando veía uno no podía dejar de leerlo. Me había vuelto adicto al papel barato, a los colores chillones y a las identidades secretas. Leer aquellos cómics era como estar vivo. El resto de las cosas, en cambio, me resultaban desenfocadas, con el volumen demasiado bajo y los colores demasiado pálidos.
No volví a volar en diez años.
No me interesaba coleccionar cosas y, si no hubiera sido por mi hermano, habría dejado mis cómics apilados en cualquier parte. Pero él los leía tan compulsivamente como yo, y estaba también bajo su hechizo. Durante años los guardó en bolsas de plástico y ordenados alfabéticamente dentro de unas cajas blancas y alargadas.
Y entonces, un día, cuando yo tenía quince años y Nicky iniciaba su último curso en el instituto Passos, se presentó en casa con una chica, algo insólito. La dejó conmigo en el cuarto de estar, con la excusa de que quería guardar arriba su mochila, y después corrió a nuestra habitación y tiró nuestros cómics, todos, los suyos y los míos, que sumaban casi ochocientos. Los metió en dos bolsas de basura grandes y los sacó por la puerta de atrás.
Yo entendí por qué lo hizo. A Nick no le resultaba fácil salir con chicas. Se sentía acomplejado por su cara reconstruida, que en realidad no tenía tan mal aspecto. La mandíbula y la barbilla le habían quedado demasiado cuadradas, quizá, y con la piel demasiado tirante, de manera que en ocasiones parecía la caricatura de un personaje de cómic siniestro. No es que fuera el hombre elefante, pero cuando intentaba sonreír resultaba bastante patético el modo en que se esforzaba en mover los labios y enseñar sus dientes falsos blancos y fuertes, a lo Clark Kent. Se pasaba el día mirándose al espejo buscando deformidades, los defectos que hacían que los demás chicos lo evitaran. No le resultaba fácil relacionarse con chicas, yo había tenido más experiencias que él y era tres años más joven. Con todo aquello en su contra, no podía permitirse el lujo de no parecer guay. Los cómics tenían que desaparecer.