La chica se llamaba Angie. Era de mi edad y nueva en el colegio, de modo que aún no había tenido tiempo de enterarse de que mi hermano era un pringado. Olía a pachuli y llevaba una gorra de punto con los colores de la bandera jamaicana. Estábamos juntos en clase de literatura y me reconoció. Al día siguiente teníamos un examen sobre El señor de las moscas. Le pregunté si le había gustado el libro y me dijo que aún no lo había terminado, así que me ofrecí a ayudarla a estudiar.
Para cuando Nick terminó de deshacerse de nuestra colección de cómics, ambos estábamos tumbados boca abajo, juntos, viendo Spring Break en la MTV.
Yo había sacado la novela y cuando ella llegó estaba repasando algunos pasajes que había subrayado… algo que no solía hacer. Como ya he dicho, yo era un estudiante mediocre y desmotivado, pero El señor de las moscas me había interesado, había despertado mi imaginación durante una semana o así, me había hecho desear vivir desnudo y descalzo en mi propia isla, con una tribu de niños a los que dominar y dirigir en salvajes rituales. Había leído y releído las partes en las que Jack se pinta la cara, sintiendo deseos de hacer lo mismo, embadurnarme de barro de colores, volverme primitivo, irreconocible, libre.
Nick se sentó junto a Angie, enfurruñado por tener que compartirla conmigo. No podía hablar del libro con nosotros, porque no lo había leído. Él siempre había estado en las clases de literatura avanzada, donde leían a Milton y a Chaucer, mientras que yo sacaba aprobados raspados en ¡Aventuras literarias!, un curso para futuros conserjes y técnicos de aire acondicionado. Éramos chicos tontos y sin futuro, y en premio a nuestra estupidez nos daban a leer los libros que más molaban en realidad.
De vez en cuando Angie miraba el televisor y nos hacía una pregunta provocadora, del tipo: «¿Os parece que está buena esa chica? ¿Os daría corte que una luchadora desnuda en el barro os diera una paliza, o en realidad os gustaría?». No quedaba claro a cuál de los dos se dirigía, y yo respondí casi siempre en primer lugar, sólo para llenar los silencios. Nick se comportaba como si le hubieran cosido otra vez la mandíbula y esbozaba su triste sonrisa cada vez que mis respuestas hacían reír a Angie, que, una vez, mientras se reía con especial entusiasmo, apoyó una mano en mi brazo. Nick se enfurruñó también con eso.
Angie y yo fuimos amigos durante dos años antes de besarnos por primera vez, dentro de un armario y durante una fiesta en la que ambos estábamos borrachos y mientras los demás se reían y gritaban nuestros nombres desde el otro lado de la puerta. Tres meses más tarde hicimos el amor en mi dormitorio, con las ventanas abiertas y envueltos en la suave brisa con aroma a pinos que entraba por la ventana. Después de aquella primera vez me preguntó qué quería ser de mayor y le contesté que quería aprender a volar en ala delta. Yo tenía dieciocho años, ella también y la respuesta nos satisfizo a ambos.
Más tarde, poco después de que ella terminara la escuela de enfermería y ambos nos instaláramos juntos en un apartamento en el centro de la ciudad, me preguntó de nuevo qué quería hacer con mi vida. Yo había pasado el verano trabajando como pintor de brocha gorda, pero aquello se había acabado. Todavía no había encontrado un nuevo trabajo y Angie dijo que debería tomarme tiempo para pensar a lo que realmente deseaba dedicarme. Quería que volviera a la universidad y le prometí que lo pensaría y, mientras lo hacía, se me pasó el plazo de matrícula para el siguiente semestre. Me sugirió hacerme socorrista y dedicó varios días a recopilar todos los papeles necesarios para hacer mi solicitud para entrar en el programa de formación: cuestionarios, y formularios de petición de becas. Todo un montón, que estuvo varios días junto al fregadero, llenándose de manchas de café, hasta que alguno de los dos lo tiró. No era la pereza lo que me impedía hacerlo. Era, simplemente, que me sentía incapaz. Mi hermano estaba estudiando Medicina en Boston y pensaría que intentaba imitarlo en la medida de mis limitadas posibilidades, una idea que me ponía enfermo.
Angie dijo que tenía que haber algo que yo quisiera hacer con mi vida y le contesté que quería vivir en Barrow, Alaska, en los confines del Círculo Polar Ártico, con ella, y criar hijos y perros malamutes y tener un jardín en un invernadero en el que plantaríamos tomates, judías y cannabis. Dejaríamos atrás el mundo de los supermercados, de Internet de banda ancha y de la fontanería. Diríamos adiós a la televisión. En invierno, la luz septentrional pintaría el cielo sobre nuestras cabezas y en el verano nuestros hijos jugarían en libertad, esquiando en las colinas y alimentando a las focas juguetonas desde el muelle situado detrás de nuestra casa.
Acabábamos de empezar nuestra vida adulta y estábamos dando los primeros pasos de vida en común. En aquellos días, cuando yo hablaba de nuestros niños dando de comer a las focas Angie me miraba de una forma que me hacía sentir vagamente convencido e intensamente esperanzado… esperanzado respecto a mí y a lo que acabaría siendo. Angie tenía unos ojos inmensos, no muy diferentes de los de una foca, castaños y con unos círculos dorados brillantes alrededor de sus pupilas. Me miraba sin pestañear, escuchándome con los labios entreabiertos, tan atenta como lo haría un niño con su cuento favorito antes de dormirse.
Pero después de ser arrestado por conducir borracho, la más mínima mención de Alaska la hacía poner caras raras. Que me arrestaran también me hizo perder el trabajo, lo cual, he de admitirlo, no supuso una gran pérdida, puesto que no era más que un empleo temporal como repartidor de pizzas, y Angie luchaba por pagar las facturas. Estaba preocupada y no compartía su preocupación conmigo, sino que me evitaba siempre que podía, algo difícil, pues compartíamos un apartamento de tres habitaciones.
Yo seguía sacando el tema de Alaska de vez en cuando, tratando de atraerla de nuevo a mi lado, pero eso sólo servía para enfadarla aún más. Decía que si yo no era capaz de mantener el apartamento limpio estando en casa solo todo el día, ¿cómo estaría nuestro refugio? Se imaginaba a nuestros hijos jugando entre montones de caca de perro, con el porche delantero hundido, motos de nieve oxidadas y chuchos famélicos sueltos por el jardín. Decía que oírme hablar de aquello le daba ganas de gritar, tan patético era, tan ajeno a la realidad. Decía que temía que yo tuviera un problema, tal vez alcoholismo, o depresión clínica, y que debería ver a alguien, aunque no tuviéramos dinero para ello.
Nada de esto explica por qué me dejó, por qué se marchó sin avisar. No fueron el juicio, ni mis problemas con la bebida ni mi falta de metas. La verdadera razón de que rompiéramos fue más terrible que todo eso, tan terrible que éramos incapaces de hablar de ella. Si Angie la hubiera sacado a colación yo me habría burlado de ella. Y además yo no podía hacerlo, porque mi política consistía en que nunca había sucedido.
Me encontraba preparando la cena (un desayuno en realidad: huevos y beicon), cuando Angie llegó del trabajo. Siempre me gustaba tener la cena preparada cuando ella llegaba, era parte de mi plan para demostrarle que no era un caso perdido. Le dije que cuando estuviéramos en el Yukón tendríamos nuestros propios cerdos, ahumaríamos nuestro propio beicon y mataríamos un lechón para la cena de Navidad. Me dijo que eso ya no le hacía gracia. No fue tanto lo que dijo, sino cómo lo dijo. Yo le canté la canción de El señor de las moscas -mata el cerdo, bébete su sangre- en un intento de hacerle reír por algo que desde el principio no había tenido ninguna gracia, y ella dijo en voz muy alta: «Para, haz el favor de parar». Llegado este momento dio la casualidad de que yo tenía un cuchillo en la mano, que había usado para abrir el paquete de beicon, y ella estaba apoyada en la encimera de la cocina, a unos pocos metros. De repente una imagen vivida se formó en mi cabeza, me imaginé girándome y cortándole la garganta con el cuchillo. En mi imaginación la vi llevarse la mano a la garganta, con sus ojos de bebé foca desorbitados por el asombro, vi sangre de color de zumo de grosella empapando su jersey de cuello de pico.