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Asentí.

– Pues era mentira. ¿Te acuerdas de esa historia de que se había follado a unas gemelas en Minnesota?

Transcurrido un instante, asentí de nuevo.

– Eso también es mentira. Todo lo que te conté. Jamás me llamó. -Eddie tomó aire despacio, temblando ligeramente mientras lo hacía-. No sé dónde está ni lo que hace. Sólo me llamó una vez, cuando todavía estaba en el reformatorio, dos días antes de escaparse. No parecía estar bien. Me dijo: «No hagas nunca nada que te pueda hacer entrar aquí». Me hizo prometérselo. Dijo que allí intentaban volverte maricón, que está lleno de esos negratas de Boston que son maricones y se meten contigo. Después desapareció y nadie sabe qué ha sido de él. Pero yo creo que si estuviera bien me habría llamado. Estábamos unidos, él y yo, así que no tendría que estar aquí, preocupado por él. Y conozco a mi hermano. Sé que no se dejaría amariconar.

Para entonces se había puesto a llorar en silencio. Se limpió las mejillas con la manga de la sudadera y después me miró con ojos fieros y llorosos.

– No pienso ir a un centro de menores por un estúpido accidente que ni siquiera ha sido culpa mía. Nadie me va a convertir en un marica. Ya me lo hicieron una vez. Ese saco de mierda, el hijo de puta del novio de mi madre de Tennessee…

Su voz se quebró y apartó la mirada, jadeando ligeramente.

No dije nada. La visión de Eddie lloroso me hizo olvidar cualquier argumento a favor de llamar a la policía. Me silenció por completo.

Él siguió hablando con voz baja y trémula.

– Lo hecho, hecho está. Ha sido un accidente estúpido. Un mal rebote. No ha sido culpa de nadie, y si alguien ha salido herido tendremos que vivir con ello. Tenemos que mantenernos unidos. Nadie puede saber que tuvimos algo que ver con ello. Cogí los ladrillos de debajo del puente. Hay muchos sueltos, así que nadie sabrá que no se cayó solo. Pero si de verdad necesitas llamar a alguien, dímelo primero, porque no pienso dejar que nadie me haga lo que le hicieron a mi hermano.

Me costó varios segundos reunir el aire suficiente para hablar.

– Olvídalo -dije-. Vamos a ver un rato la tele, para relajarnos.

Terminamos de quitarnos las ropas de abrigo y entramos en la cocina… donde casi tropezamos con Morris, que estaba de pie frente a la puerta del sótano con un rollo de papel marrón de embalar en la mano. Tenía la cabeza ladeada, en su actitud de estoy-escuchando-el-más-allá, con los ojos abiertos de par en par y su característica expresión de vacía curiosidad.

Eddie me dio un codazo y después agarró a Morris por su jersey negro de cuello vuelto y lo empujó contra la pared. Morris abrió aún más los ojos y miró la cara enrojecida de Eddie con expresión confusa. Sujeté a Eddie por la muñeca tratando de obligarlo a que soltara a mi hermano, pero no pude.

– ¿Estabas cotilleando, pedazo de subnormal? -preguntó Eddie.

– Eddie. Eddie. Da igual lo que haya oído. Olvídalo. No se lo va a contar a nadie. Déjale en paz -dije.

Eddie le soltó y Morris se le quedó mirando, pestañeando con la boca abierta y el labio inferior caído. Me miró de reojo como preguntando: ¿De qué va esto?, y después se encogió de hombros.

– He tenido que desmontar el pulpo -dijo-. Me gustaban los tentáculos que se juntaban en el centro, eran como los radios de una rueda. Pero daba igual por dónde entraras, siempre sabías adonde ibas y es mejor no saberlo. No es tan fácil, pero es mejor. Ahora tengo una idea nueva, voy a empezar por el centro y seguir hacia fuera, como hacen las arañas.

– Genial -dije-. Hazlo.

– Para este nuevo diseño usaré más cajas que nunca. Esperad a verlo.

– Estaremos impacientes. ¿A que sí, Eddie?

– Sí -dijo éste.

– Me quedaré abajo trabajando, si alguien me necesita -continuó Morris antes de desaparecer por el estrecho hueco que había entre Eddie y yo, en dirección a las escaleras del sótano.

Fuimos hasta el cuarto de estar y encendí la televisión, aunque me resultaba imposible concentrarme en nada. Me sentía fuera de mi cuerpo. Como si estuviera de pie al final de un largo pasillo y pudiera vernos a Eddie y a mí en el otro extremo, sentados juntos en el sofá, sólo que no era yo, sólo mi reproducción en cera. Eddie dijo:-Siento haberme mosqueado con tu hermano.

Quería que Eddie se fuera, quedarme solo y acurrucar-me en mi cama en la oscuridad silenciosa y tranquila de mi habitación. No sabía cómo pedirle que se fuera, y en lugar de eso le dije con labios entumecidos:-Si Morris llegara a decir algo, y no lo hará, te lo juro, porque incluso si nos hubiera oído no habría entendido de qué hablábamos; pero si se lo contara a alguien tú no te…

– ¿Que si me mataría? -preguntó Eddie y un ruido burlón y ronco salió de su garganta-. No, joder. Le mataría a él. Pero no dirá nada, ¿no?

– No -dije. Me dolía el estómago.

Eddie se puso de pie y al salir de la habitación me dio una palmada en la pierna.

– Me tengo que ir. He quedado a cenar con mi primo. Te veo mañana.

Esperé hasta que oí cerrarse la puerta del recibidor, y después me levanté aturdido y mareado. Caminé tambaleante hasta el vestíbulo de entrada y empecé a subir las escaleras. Casi me caí encima de Morris, que estaba sentado en el sexto peldaño empezando desde abajo, con las manos sobre las rodillas y expresión ausente, como drogado. Con sus ropas oscuras sólo se le veía la cara pálida como la cera en la penumbra del vestíbulo. Al verlo allí, el corazón me dio un salto y por un instante permanecí de pie mirándolo. Él me devolvió la mirada con la misma expresión enajenada e inescrutable de siempre.

Así pues, había escuchado el resto de la historia, incluyendo la parte en que Eddie había dicho que lo mataría si contaba algo. Pero no supuse que nos hubiera entendido realmente.

Lo esquivé y subí a mi habitación. Cerré la puerta y me metí bajo las mantas con la ropa puesta, tal y como había deseado hacer. La habitación bailaba y daba vueltas a mi alrededor hasta que no pude soportar el mareo y tuve que taparme la cabeza con las mantas para poner fin a aquel baile absurdo y enloquecedor del mundo que me rodeaba.

A la mañana siguiente busqué en el periódico información sobre el accidente, algo así como «Niña pequeña en estado de coma, víctima de una emboscada en la autopista», pero no venía nada.

***

Esa tardé telefoneé a un hospital y pregunté por el accidente del día anterior en la 111, ese en el que un coche se salió de la carretera, el parabrisas se rompió y hubo heridos. Mi voz sonaba nerviosa e insegura, y la persona que me atendió empezó a interrogarme: ¿para qué quería esa información?, ¿quién era yo?, y colgué.

Unos días más tarde me encontraba en mi habitación buscando un paquete de chicles en los bolsillos de mi chaquetón cuando palpé un trozo afilado de algo hecho de un material resbaladizo y parecido al plástico. Lo saqué y allí estaba: la polaroid de Mindy Ackers acariciándose la entrepierna. Al verla se me revolvió el estómago. Abrí el cajón superior de la cómoda, la metí y cerré de golpe. Sentí que me faltaba el aire sólo de mirarla, de recordar el Volvo estampado contra el árbol, a la mujer saliendo tapándose un ojo con el guante y gritando: «¡Dios mío, Amy!». Para entonces mis recuerdos del accidente se estaban volviendo cada vez más borrosos. En ocasiones imaginaba que la cara de la mujer rubia estaba cubierta de sangre. En otras lo que estaba ensangrentado eran los cristales del parabrisas, rotos y esparcidos por la nieve. Y otras, imaginaba que había escuchado el aullido desgarrador de un niño llorando de dolor. Este convencimiento era el más difícil de ahuyentar. Estaba seguro de que alguien había gritado, aparte de la mujer. Quizá había sido yo.

Después de aquel día no quise volver a saber nada de Eddie, pero no conseguía evitarlo. Se sentaba a mi lado en las clases y me pasaba notas. Yo tenía que escribirle notas a él también, para que no pensara que intentaba darle de lado. Después del colegio se presentaba en casa sin avisar y nos poníamos a ver la televisión juntos. Traía su tablero de ajedrez y lo montábamos mientras veíamos Los héroes de Hogan. Ahora me doy cuenta -tal vez entonces también lo hacía- de que se estaba pegando a mí a propósito, vigilándome. Sabía que no podía permitirse que nos alejáramos, que si dejábamos de ser colegas yo podría llegar a hacer cualquier cosa, incluso confesar. Y también sabía que yo no tenía valor para poner fin a nuestra amistad, que no podía no abrirle la puerta cada vez que llamaba al timbre de mi casa. Que aceptaría la nueva situación por muy incómoda que me resultara, antes que tratar de cambiar las cosas y arriesgarme así a un desagradable enfrentamiento.