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Después de eso le perdí. Su voz me llegó otra vez procedente de la derecha, desde el extremo contrario a donde le había oído la última vez.

«¡Mierda!», fue todo lo que dijo, y por primera vez me pareció percibir en su tono de voz y en su aliento entrecortado un deje de exasperación contenida.

Un instante después habló de nuevo y una oleada de confusión me invadió, haciendo que me flaquearan las piernas. Ahora su voz sonaba desde la izquierda, algo que no tenía ningún sentido, como si se hubiera desplazado treinta metros en cuestión de segundos.

– Puto callejón sin salida -dijo, y un túnel a su izquierda tembló conforme se arrastraba por él.

Entonces ya no supe muy bien dónde se encontraba. Transcurrió casi un minuto y me di cuenta de que tenía los puños cerrados y las manos sudorosas, de que prácticamente estaba conteniendo la respiración.

– ¡Eh! -dijo Eddie desde algún lugar, y me pareció notar una cierta inquietud en su voz-. ¿Hay alguien rondando por aquí?

Sonaba desde muy lejos, y me daba la impresión de que estaba en una de las cajas situadas cerca de la luna.

Siguió un gran silencio. Para entonces la canción había llegado al final y había empezado otra vez desde el principio. Por primera vez presté atención a la letra, escuché lo que decía. No era como la recordaba de cantarla en los campamentos de verano. En un momento determinado la voz grave entonaba:

Las hormiguitas de dos en dos, ua, ua

Las hormiguitas de dos en dos, ua ua

Las hormiguitas de dos en dos, ua, ua

el alce y la vaca diciendo adiós

¡Se metió en el Arca

Y al chaparrón venció!

Sin embargo, la versión que yo recordaba me parecía que decía algo de una hormiguita que se paraba a sacarse una china que se le había metido en el zapato. Además aquella grabación sin fin me estaba poniendo frenético.

– ¿Qué pasa con esa cinta? -le pregunté a Morris-. ¿Por qué sólo tiene una canción grabada?

– No lo sé -me contestó-. Empezó esta mañana y no ha parado. Lleva sonando todo el día.

Volví la cabeza y me quedé mirándolo mientras un hormigueo frío y de temor me recorría el pecho.

– ¿Qué quieres decir con eso de que «no ha parado»?

– Ni siquiera sé de dónde viene -dijo Morris-. Yo no he hecho nada para que suene.

– ¿Pero no hay un casete?

Morris negó con la cabeza y por primera vez sentí pánico.

– ¡Eddie! -grité.

No hubo respuesta.

– ¡Eddie! -grité de nuevo y empecé a cruzar la habitación hacia donde había oído la voz de Eddie por última vez-. ¡Eddie, contéstame!

Desde una distancia absurdamente lejana oí algo, un trozo de una frase: «Rastro de migas de pan». Ni siquiera sonaba como la voz de Eddie. Las palabras tenían un tono cortante, casi altanero, como uno de los coros que suenan en esa canción loca de remate y absurda de los Beatles, Revolution 9, y no era capaz de distinguir de dónde procedía, no estaba seguro de si salía de delante o de detrás de mí. Di vueltas y más vueltas tratando de localizar el origen y de repente, cuando las hormiguitas iban ya de nueve en nueve, la música se calló. Solté un grito de sorpresa y miré a Morris.

Tenía en la mano su cúter con una cuchilla nueva que sin duda se había agenciado en mi cajón, y estaba arrodillado cortando la cinta adhesiva que unía la caja de entrada con el laberinto.

– Ya está -dijo-. Se ha ido. Trabajo terminado. -Aplastó y dobló la caja y la colocó a un lado.

– ¿De qué estás hablando?

No me miraba. Estaba empezando a desmontar el laberinto de forma metódica, cortando cinta, desmontando cajas y apilándolas junto a las escaleras. Continuó hablando:

– Quería ayudarte. Dijiste que no se iría, así que le obligué. -Levantó la vista un momento y me miró con esos ojos suyos que parecían atravesarme-. Tenía que irse. Nunca te iba a dejar en paz.

– ¡Dios! -exclamé-. Sabía que estabas loco, pero no imaginaba que estabas como una puta cabra. ¿Qué quieres decir con eso de que se ha ido? Está ahí mismo. ¡Sigue en las cajas! ¡Eddie! -grité con voz algo histérica-. ¡Eddie!

Pero sí se había ido, y yo lo sabía. Sabía que se había metido en las cajas de Morris y gateado hasta algún lugar desconocido que no estaba en nuestro sótano. Empecé a mirar por el fuerte, buscando ventanas, dando patadas a cajas, arrancándoles la cinta de embalar con las manos y dándoles la vuelta para mirar dentro. Caminaba como loco, a trompicones y una vez tropecé y estuve a punto de destrozar un túnel.

El interior de una de las cajas tenía las paredes recubiertas de un collage hecho con fotografías de personas ciegas: ancianos con ojos de color lechoso y semblantes inexpresivos, un hombre negro con una guitarra de blues sobre las rodillas y gafas de sol redondas y oscuras sobre la nariz, niños camboyanos con pañuelos anudados sobre los ojos. Puesto que la caja no tenía ventanas, habría sido imposible ver el collage al pasar por ella. En otra caja, tiras rosas de papel matamoscas que parecían en realidad trozos secos de malvavisco colgaban del techo, pero no tenían moscas pegadas. En su lugar había varias luciérnagas, todavía vivas y brillando con un tono verde amarillento por un instante, antes de apagarse. En ese momento no pensé que estábamos en el mes de marzo y que por tanto era imposible que hubiera luciérnagas. El interior de una tercera caja había sido pintado de color azul cielo y decorado con bandadas de pequeños mirlos, y en una esquina había lo que al principio tomé por un juguete para gatos, una bola de plumas con pelusas pegadas. Pero cuando di la vuelta a la caja de su interior cayó un pájaro muerto. El cuerpo estaba enjuto y reseco y tenía los ojos hundidos en el cráneo, de manera que las cuencas vacías parecían quemaduras de cigarrillo. Me sobrevino una gran arcada y la boca se me llenó de sabor a bilis.

Entonces Morris me cogió por el hombro y me dirigió hacia las escaleras.

– Así no le vas a encontrar -dijo-. Por favor, siéntate, Nolan.

Me senté en el último escalón, luchando por contener el llanto. Todavía esperaba ver a Eddie aparecer en cualquier momento, en alguna parte -«tío, te lo has tragado»-, pero al mismo tiempo algo dentro de mí sabía que no sería así.

Tardé un tiempo en darme cuenta de que Morris estaba arrodillado delante de mí, como un hombre que se dispone a proponer matrimonio a su novia. Me miraba con fijeza.

– Tal vez si lo volvemos a montar empezará otra vez la música. Y puedes entrar a buscarle -dijo-. Pero no creo que puedas salir. ¿Lo entiendes, Nolan? El interior es más grande de lo que parece. -Seguía mirándome con sus ojos como platos, y después dijo con serena firmeza-: No quiero que entres, pero si me lo pides volveré a montarlo.

Lo miré y sostuvo mi mirada con la cabeza ladeada y en actitud atenta, como un pájaro carbonero en la rama de un árbol escuchando la lluvia caer entre las ramas. Me lo imaginé montando con cuidado de nuevo las cajas que habíamos desmontado en los últimos diez minutos… y después me imaginé la música, esta vez rugiendo a todo volumen: «¡SE METIÓ EN EL ARCA Y AL CHAPARRÓN VENCIÓ!». Pensé que si comenzaba a sonar otra vez sin previo aviso chillaría sin poder evitarlo.

Negué con la cabeza y Morris me dio la espalda y continuó desmontando su creación.

Permanecí sentado en las escaleras casi una hora, mirando a Morris desarmar cuidadosamente su fortaleza de cartón. Eddie nunca salió de ella, tampoco ningún sonido más. Oí abrirse la puerta trasera de casa y los pasos de mi madre en el suelo de madera sobre mi cabeza. Me gritó que subiera a ayudarla a meter la compra. Subí, cargué con las bolsas, guardé la comida en la nevera. Morris subió a cenar y después bajó de nuevo. Desmontar algo siempre lleva más tiempo que construirlo. Eso es cierto para todo, excepto para un matrimonio. Cuando a las ocho menos cuarto miré escaleras abajo, hacia el sótano, vi montones de cajas dobladas en montones de un metro de altura y una gran superficie de suelo de cemento desnudo. Morris estaba al pie de los escalones, barriendo. Se detuvo y levantó la vista hacia mí -otra de sus miradas marcianas e impenetrables-y sentí un escalofrío. Después regresó a su mundo, manejando la escoba en movimientos cortos y precisos, uno y otro y otro.