Выбрать главу

Enseguida Carroll se encontró caminando rápidamente por el pasillo con las piernas entumecidas. Al pasar por delante de la cocina tuvo la impresión de que el hermano gordo levantaba la vista y lo miraba, pero no redujo el paso. Por el rabillo del ojo vio a Peter Kilrue de pie en lo alto de la escalera, observándolo con la cabeza levantada, como si se dispusiera a preguntarle algo.

– Cojo eso y enseguida vuelvo -le dijo Carroll sin dejar de caminar y con voz estudiadamente despreocupada.

Abrió la puerta de entrada y salió deprisa, aunque no saltó los peldaños, sino que los bajó uno a uno. Cuando se está huyendo de alguien nunca hay que saltar escalones, es la mejor manera de torcerse un tobillo. Lo había visto en centenares de películas de miedo. El aire era tan gélido que le quemaba los pulmones.

Una de las puertas del garaje estaba abierta y al pasar por delante miró hacia el interior. Vio un suelo de tierra, cadenas y ganchos que pendían de las vigas y una sierra eléctrica colgada en la pared. De pie, detrás de una mesa, había un hombre alto y anguloso con una sola mano. La otra era un muñón, cuya piel mutilada brillaba en las cicatrices. Miró a Carroll sin decir palabra, con unos ojos pálidos atentos y huraños. Carroll sonrió y le saludó con la cabeza.

Abrió le puerta de su Civic y se sentó apresuradamente frente al volante… Entonces una oleada de pánico le recorrió el pecho. Se había dejado las llaves en el abrigo. Al darse cuenta sintió deseos de llorar, pero de su boca abierta sólo salió una mezcla de risa y sollozos. También esto lo había visto en cientos de películas de miedo. La víctima había olvidado las llaves, o el coche no arrancaba, o…

El hermano manco estaba en la entrada del garaje y lo miraba. Carroll lo saludó con una mano mientras que con la otra desenchufaba su teléfono móvil del cargador. Al mirarlo se dio cuenta de que allí no había cobertura, lo que, en cierto modo, no lo sorprendió. Dejó escapar otra carcajada ahogada e histérica.

Cuando levantó la vista vio que la puerta de la casa estaba abierta y dos figuras lo miraban, de pie. Los hermanos tenían la vista fija en él. Salió del coche y echó a andar deprisa por el sendero de entrada. No empezó a correr hasta que oyó gritar a uno de ellos.

Cuando llegó al final del sendero no giró para tomar la carretera, sino que se internó campo a través por los matorrales y en dirección a los árboles. Las ramas delgadas le golpeaban la cara como si fueran látigos. Tropezó y se rasgó una de las perneras del pantalón a la altura de la rodilla. Se levantó y continuó la marcha.

La noche era clara y despejada, con el cielo plagado de estrellas. Se detuvo junto a una pendiente inclinada, agazapándose entre las rocas para recuperar el aliento mientras sentía una punzada de dolor en el costado izquierdo. Oía voces procedentes de colina arriba y el sonido de ramas quebrándose. Alguien tiró de la cuerda de arranque de un motor pequeño, una, dos veces, y entonces distinguió el rugido inconfundible de la sierra eléctrica.

Se levantó y echó a correr, abalanzándose ladera abajo, sorteando ramas de abeto, raíces y piedras sin ni siquiera verlas. Conforme avanzaba, la pendiente se volvía más y más inclinada, hasta que tuvo la impresión de estar cayendo. Iba a demasiada velocidad y sabía que cuando se detuviera sería golpeándose contra algo y haciéndose mucho daño.

Pero conforme seguía corriendo cada vez más deprisa, tenía la impresión de que con cada salto que daba surcaba metros de oscuridad, y entonces le sobrevino una oleada vertiginosa de excitación, una sensación cercana al pánico, pero que también tenía mucho de euforia. Sentía que estaba a punto de salir volando y que nunca volvería a poner los pies en el suelo. Conocía este bosque, esta oscuridad, esta noche. Sabía que no lo tenía fácil y conocía bien aquello que lo perseguía, pues llevaba persiguiéndolo toda su vida. Sabía dónde se encontraba, en una historia que está próxima a su fin, y conocía mejor que nadie cómo funcionaban estas historias. Y si había alguien capaz de salir con vida de estos bosques, ése era él.

Un fantasma del siglo XX

El mejor momento para verla es cuando el lugar está casi lleno. Está esa historia tan conocida del hombre que va a la sesión de madrugada de un cine y se encuentra la sala casi desierta. A mitad de la película mira a su alrededor y la ve sentada a su lado en una butaca que sólo unos instantes antes estaba vacía. El hombre se la queda mirando. Ella gira la cabeza y lo mira también, le sangra la nariz y tiene los ojos dilatados y tristes. Me duele la cabeza, susurra. Tengo que salir un momento. ¿Si me pierdo algo me lo cuentas luego? Es entonces cuando el hombre se da cuenta de que es tan incorpórea como el rayo de luz de color azul cambiante que sale del proyector, de que puede ver a través de su cuerpo. Entonces ella se levanta y se desvanece. También está la historia del grupo de amigos que van juntos al cine Rosebud el jueves por la noche. Uno de ellos se sienta junto a una mujer sola, vestida de azul. Como la película tarda en empezar, decide entablar conversación con ella. ¿Qué ponen mañana?, le pregunta. El cine estará oscuro mañana, le responde ella. Ésta es la última sesión. Poco después de empezar la película, desaparece. De vuelta a su casa después de la película, el hombre muere en un accidente de coche.

Estas y muchas otras famosas historias relacionadas con el cine Rosebud son falsas… meras leyendas inventadas por gente que ha visto demasiadas películas de terror y que cree saber muy bien cómo funciona un cuento de fantasmas.

Alec Sheldon, uno de los primeros en ver a Imogene Gilchrist, es propietario del Rosebud y a sus setenta y tres años sigue manejando él mismo el proyector casi todas las noches. Con sólo hablar unos instantes con una persona que afirma haberla visto sabe si dice o no la verdad. Pero esa información se la guarda para sí y nunca desmiente públicamente la historia de nadie… Sería perjudicial para el negocio.

Sin embargo sabe muy bien que quien afirma haber visto a través de ella miente. Algunos de estos charlatanes hablan de sangre que mana de su nariz, sus oídos, sus ojos; afirman que les dirigió una mirada suplicante y les pidió que llamaran a alguien, que buscaran ayuda. Pero ella no sangra nunca así y cuando tiene ganas de hablar no es para pedir un médico. Muchos de los supuestos testigos empiezan su relato de la misma manera: No se va a creer lo que acabo de ver. Y están en lo correcto, porque él no se lo cree, aunque siempre los escucha con una sonrisa paciente, casi alentadora.

Aquellos que la han visto no van en busca de Alec para contárselo. Lo más normal es que sea él quien los encuentre a ellos deambulando por el vestíbulo con paso vacilante; están conmocionados y no se sienten bien. Necesitan sentarse un momento. Nunca dicen: No va a creer lo que acabo de ver. La experiencia está todavía demasiado reciente y la idea de que quizá no les crean no les viene hasta más tarde. A menudo se encuentran en un estado que podría calificarse de adormecimiento, de aceptación incluso. Cuando piensa en el efecto que tiene en quienes se encuentran con ella se acuerda de Steven Greenberg saliendo de una proyección de Los pájaros una fresca tarde de domingo en 1963, Steven tenía entonces doce años y pasarían doce más antes de que se hiciera famoso: entonces no era aún «el chico de oro», sino un chico nada más.