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Y entonces ocurrió algo, una tarde de domingo de principios de abril, cuando la familia al completo nos disponíamos a salir hacia la casa de tía Neddy para comer un asado con patatas. Yo estaba arriba, en mi habitación, poniéndome la ropa de los domingos, y mi madre me gritó que buscara unos zapatos buenos en la habitación de Morris. Entré en su pequeño dormitorio -una cama cuidadosamente hecha, una hoja de papel en blanco en un caballete de pintor, libros en las estanterías ordenados alfabéticamente- y abrí la puerta del armario. Delante de todo estaba la hilera de los zapatos de Morris, y en un extremo de la misma las botas de nieve de Eddie, las que se había quitado en el recibidor antes de bajar al sótano y desaparecer para siempre dentro del fuerte gigante de Morris. Súbitamente, las paredes de la habitación empezaron a hincharse y deshincharse como unos pulmones. Me sentí mareado y pensé que si soltaba el pomo de la puerta perdería el equilibrio y me caería.

Entonces mi madre apareció en el pasillo.

– Llevo un siglo llamándote. ¿Los has encontrado?

Giré la cabeza y la miré un momento antes de volver los ojos hacia el armario. Me incliné, cogí los zapatos de vestir de Morris y cerré.

– Sí-dije-. Están aquí. Perdona, me he distraído un momento.

Mi madre movió la cabeza:

– Todos los hombres de esta familia sois iguales. Tu padre está en la luna la mitad del tiempo, tú te paseas por la casa como hipnotizado, y tu hermano… juro por Dios que un día de éstos se va a meter en uno de sus fuertes y desaparecer para siempre.

Morris aprobó un examen equivalente al título de bachillerato poco antes de cumplir los veinte, y durante unos años estuvo encadenando un trabajillo con otro, viviendo por un tiempo en el sótano de mis padres y después en un apartamento en New Hampshire. Trabajó envolviendo hamburguesas en McDonald's, de empaquetador en una planta botellera y de limpiador en un centro comercial, antes de conseguir un empleo estable en una gasolinera de Citgo.

Cuando faltó tres días seguidos al trabajo su jefe llamó a mis padres y éstos fueron a visitarlo a su apartamento. Se había deshecho de todos los muebles y del techo de todas las habitaciones colgaban sábanas blancas, creando una red de galerías con ondulantes paredes. Encontraron a Morris al final de uno de estos pasillos sinuosos, sentado, desnudo, en un colchón. Les dijo que si se seguía el camino correcto entre el laberinto de sábanas se llegaba a una ventana por la que se veía un gran viñedo, unos acantilados lejanos de piedra blanca y un océano oscuro. Dijo que había mariposas y una vieja valla, y que quería ir allí. Dijo que había tratado de abrir la ventana, pero que estaba sellada.

Sin embargo en su apartamento sólo había una ventana y daba a un aparcamiento situado en la parte trasera del edificio. Tres días más tarde Morris firmó unos papeles que mi madre le llevó y aceptó recluirse de forma voluntaria en el centro de salud mental Wellbrook Progressive.

Mi padre y yo lo ayudamos con el traslado. Era principios de septiembre y teníamos la impresión de que estábamos acompañando a Morris mientras se instalaba en una residencia universitaria privada. Su dormitorio se encontraba en la tercera planta y mi padre insistió en subir él solo por las escaleras el pesado baúl con asas metálicas. Para cuando lo dejó caer en el suelo, a los pies de la cama de Morris, su cara tenía un calamitoso color ceniciento y estaba empapado en sudor. Se sentó un rato frotándose la muñeca. Cuando le pregunté qué le pasaba, me dijo que se la había torcido cargando con el baúl.

Una semana más tarde, durante la noche, se sentó en la cama tan súbitamente que despertó a mi madre. Ésta abrió los ojos y lo miró. Se sujetaba la misma muñeca y siseaba como si fuera una serpiente. Los ojos parecían salírsele de las órbitas y tenía las venas de las sienes hinchadas. Murió diez minutos antes de que llegara la ambulancia, de un ataque fulminante al corazón. Mi madre lo siguió un año más tarde. Cáncer uterino. Se negó a someterse a ningún tratamiento. Tenía el corazón enfermo y el útero envenenado.

Yo vivo en Boston, a casi una hora de Wellbrook. Me acostumbré a visitar a mi hermano el tercer sábado de cada mes. A Morris siempre le gustaron el orden, la rutina, las costumbres, saber exactamente cuándo iba a visitarlo. Dábamos paseos juntos. Me hizo una billetera con cinta de embalar y un sombrero forrado con chapas de botellas raras. No sé qué ha sido de la billetera. El sombrero está sobre un archivador en mi despacho, aquí en la universidad. A veces lo cojo y hundo en él la nariz. Huele como Morris, lo que equivale a decir que huele como el sótano húmedo y polvoriento de la casa de mis padres.

Morris consiguió un empleo de mantenimiento en Wellbrook. La última vez que lo vi estaba trabajando. Me encontraba de paso por la zona y me acerqué, aunque era un día entre semana y, por una vez, me salía de nuestra rutina. Me dijeron que lo encontraría en la zona de carga y descarga, detrás de la cafetería.

Estaba en un callejón trasero, junto al aparcamiento de empleados, detrás de un contenedor. El personal de cocinas había sacado allí cajas de cartón vacías y le habían pedido a Morris que las desmontara y las atara con cordeles, para cuando pasara el camión de reciclaje.

Acababa de empezar el otoño y las copas de los álamos gigantes que se alzaban detrás del edificio empezaban a tornarse ya de un color cobrizo. Me quedé junto al contenedor, observándolo durante un momento. No sabía que yo estaba allí. Sostenía una gran caja blanca abierta por los dos lados con ambas manos, dándole la vuelta una y otra vez, mirándola con expresión muda. Tenía el pelo castaño claro rizado en un remolino en la nuca, y canturreaba en voz baja y en tono ligeramente desafinado. Cuando escuché lo que cantaba giré sobre mis talones mientras el mundo daba vueltas a mi alrededor. Tuve que agarrarme al contenedor para no desplomarme en el suelo.

– Las hormiguitas… de una en una… -cantaba. Le dio la vuelta a la caja y continuó-: Ua, ua.

– Para -dije.

Se dio la vuelta y me miró, al principio sin reconocerme, o al menos eso me pareció. Después algo cambió en su mirada y las comisuras de su boca se arquearon en una sonrisa.

– ¡Eh, hola, Nolan! ¿Me ayudas a aplastar algunas cajas?

Me acerqué con paso vacilante. No había pensado en Eddie Prior desde hacía no sé cuánto tiempo, y notaba la cara bañada en sudor. Cogí una caja, la aplasté hasta aplanarla y la añadí al pequeño montón que estaba haciendo Morris.

Charlamos un rato pero no recuerdo de qué. De qué tal le iba y cuánto dinero había ahorrado, tal vez. Después me dijo:

– ¿Te acuerdas de aquellos fuertes que construía? ¿Los del sótano?

Sentí como si un peso frío me oprimiera el pecho desde dentro.

– Claro. ¿Por qué?

No contestó enseguida, sino que desmontó otra caja. Después dijo:

– ¿Crees que lo maté?

Me costaba trabajo respirar.

– ¿A Eddie Prior? -El solo hecho de pronunciar su nombre me descompuso, y sentí vértigo en las sienes y en la parte posterior de la cabeza.

Morris me miró sin comprender lo que me pasaba, frunció los labios y dijo:

– No. A papá. -Lo dijo como si se tratara de algo evidente. Después me dio la espalda y cogió otra caja de gran tamaño, observándola con cuidado-. Papá siempre me traía cajas como ésta del trabajo. Él sabía lo emocionante que es coger una caja y no estar seguro de lo que hay dentro. Podría encerrar todo un mundo. ¿Quién puede saberlo, viéndola desde fuera? Por fuera no tienen nada.

Casi habíamos apilado ya todas las cajas en un solo montón. Yo quería terminar ya, que fuéramos dentro y jugáramos al ping-pong en la sala de recreo, dejar atrás aquella conversación. Dije:

– ¿No se supone que tienes que atarlas?

Morris miró la pila de cajas y dijo: