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– Me he olvidado el cordel. No te preocupes. Déjalas aquí, después me ocupo de ellas.

Estaba atardeciendo cuando me marché. El cielo sobre Wellbrook era una superficie lisa y sin nubes, teñida de violeta pálido. Morris permaneció detrás de una ventana de la sala de recreo diciéndome adiós con la mano. Yo lo saludé también mientras me alejaba, y tres días más tarde me llamaron para decirme que había desaparecido. El detective que me visitó en Boston para comprobar si podía decirles algo que les ayudara a encontrarlo sí se sabía el nombre de mi hermano, pero los resultados de su investigación fueron tan infructuosos como los de Carnahan con Edward Prior.

Poco después de que fuera declarado oficialmente persona desaparecida, Betty Millhauser, la cuidadora de la clínica que estaba a cargo de Morris, me llamó para decirme que tendrían que almacenar sus pertenencias «hasta su regreso» -una expresión que pronunció en un tono de alegre optimismo que me resultó bastante doloroso- y que, si quería, podía pasarme a recoger algunas cosas y llevármelas a casa. Dije que iría en cuanto tuviera una oportunidad, que resultó ser un sábado, precisamente cuando tendría que haber visitado a Morris de haber seguido él allí.

Un celador me dejó solo en la pequeña habitación de Morris, en la tercera planta. Paredes blancas, un colchón delgado sobre un somier de metal. En el armario, cuatro pares de calcetines y dos paquetes de plástico sin abrir de ropa interior. Un cepillo de dientes. Revistas: Mecánica para aficionados, Reader's Digest y un ejemplar de la High Plains Literary Review, que había publicado mi ensayo sobre la poesía cómica de Allan Poe. En el armario encontré también una americana azul que Morris había transformado, adornándola con luces de un árbol de Navidad. Había un cable eléctrico metido en uno de los bolsillos. Se la ponía para la fiesta navideña de Wellbrook todos los años, y era el único objeto que había en la habitación que no era completamente anodino. La guardé en una bolsa de lavandería.

Me detuve en las oficinas de administración para agradecer a Betty Millhauser que me hubiera dejado revisar las cosas de Morris y para decirle que me marchaba. Me preguntó si había mirado en su taquilla, en el departamento de mantenimiento. Le dije que ni siquiera sabía que tuviera una taquilla, y le pregunté dónde estaba aquel departamento.

– En el sótano.

Dicho sótano era un espacio grande y de techos altos con suelo de cemento y paredes color beis. Estaba dividido en dos por una valla negra de alambre rígido. A uno de los lados había una pequeña y ordenada área de descanso para el personal de mantenimiento. Una hilera de taquillas, una mesa pequeña y banquetas. Junto a la pared zumbaba una máquina de Coca-Cola. No podía ver el resto del sótano, ya que las luces, al otro lado de la alambrada divisoria, estaban apagadas, pero escuché el suave rumor de agua hirviendo y el murmullo de las cañerías. Aquellos sonidos me recordaron al del interior de una caracola cuando te la llevas a la oreja.

Al pie de las escaleras había un pequeño cubículo. Las ventanas daban a una mesa desordenada y cubierta de montones de papeles. Un hombre negro robusto estaba sentado detrás de ella, pasando las páginas de The Wall Street Journal. Al verme de pie junto a las taquillas se levantó y se acercó hasta mí. Nos estrechamos la mano. La suya era áspera y fuerte. Se llamaba George Prine y era el jefe de mantenimiento. Me señaló el armario de Morris y se quedó a unos cuantos pasos detrás de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho, observándome mientras revisaba las cosas de mi hermano.

– Su chico era un muchacho con el que resultaba fácil llevarse bien -dijo Prine, como si Morris hubiera sido mi hijo en lugar de mi hermano-. De vez en cuando se perdía en su mundo, pero es algo bastante habitual en este lugar. Era bueno trabajando, sin embargo. No de los que fichan y después pierden el tiempo atándose los cordones de las botas o charlando con los compañeros, como hacen otros. En cuanto fichaba se ponía a trabajar.

En la taquilla de Morris no había prácticamente nada. Chándales, botas, un paraguas y un libro de bolsillo delgado y de cubiertas desgastadas titulado Flatland.

– Claro que en cuanto salía del trabajo la cosa cambiaba. Se quedaba horas por aquí, haciendo construcciones con sus cajas, tan concentrado en lo suyo que se olvidaba de cenar si yo no se lo recordaba.

– ¿Qué? -pregunté.

Prine sonrió algo misteriosamente, como dando a entender que yo estaba obligado a saber de qué me estaba hablando. Caminó hasta la pared del muro divisorio y pulsó un interruptor. Las luces se encendieron en la otra mitad del sótano. Al otro lado del muro había una gran extensión de suelo bajo un techo recubierto de tuberías y cinta de embalar. Todo este espacio estaba lleno de cajas dispuestas de modo que formaban un gigantesco fuerte infantil, con al menos cuatro entradas diferentes, túneles, toboganes y ventanas con siluetas extrañas y deformes. Los exteriores estaban pintados con verdes helechos, flores ondulantes y mariquitas del tamaño de una fuente para pasteles.

– Me gustaría traer aquí a mis hijos -dijo Prine-. Dejarles meterse y jugar dentro un rato. Los volvería locos.

Me giré y comencé a caminar hacia las escaleras, conmocionado, temblando de frío y respirando con dificultad. Pero entonces, cuando pasé junto a George Prine, me sobrevino un impulso y le sujeté un brazo y se lo apreté con más fuerza de lo que habría querido.

– Mantenga a sus hijos alejados de aquí -dije en un susurro ahogado.

Me puso la mano en la muñeca, con suavidad pero con firmeza y me hizo soltarle el brazo. Después me miró con recelo, sopesándome con calma y respeto, como lo haría un hombre que acaba de ver a una serpiente salir de entre la maleza y la sujeta por la cabeza para que no pueda morderle.

– Está usted tan loco como él -dijo-. ¿No ha pensado nunca en trasladarse aquí?

He contado esta historia tan fielmente como me ha sido posible, y ahora espero, después de este acto de confesión, ser capaz de alejar a Eddie Prior de mi subconsciente. Comprobaré si soy capaz de regresar a mi rutina de todos los días: clases, exámenes, lecturas, papeleo en el departamento de literatura. Es decir, de reconstruir el muro ladrillo a ladrillo.

Pero no estoy seguro de que pueda repararse lo que se ha destruido. El sudario es demasiado viejo, el muro está mal hecho. Yo nunca fui un constructor tan bueno como mi hermano. Últimamente he ido mucho a la biblioteca de mi antigua ciudad, Pallow, para leer periódicos viejos en microfilm. Buscaba un artículo, una nota breve sobre un accidente en la autopista 111, un ladrillo que choca contra un parabrisas y un Volvo que se sale de la carretera. He tratado de averiguar si hubo heridos graves, si murió alguien. El no saberlo fue en otro tiempo mi refugio, pero ahora me resulta imposible de soportar.

De forma que tal vez resulte que, después de todo, estoy escribiendo esto para que lo lea otra persona. Alguna vez he pensado que George Prine tenía razón. Tal vez debería mostrarle estas páginas a Betty Millhauser, la ex cuidadora de Morris.

Al menos si viviera en Wellbrook podría sentir alguna conexión con Morris. Me gustaría poder sentirme conectado a algo o alguien. Podría tener su antigua habitación, su mismo trabajo, su taquilla.

Y por si eso no basta, por si las pastillas y las sesiones de terapia y el aislamiento no consiguen salvarme de mí mismo, siempre hay otra posibilidad. Si George Prine no ha derribado aún el último laberinto de Morris, siempre podría entrar y cerrar las solapas de cartón detrás de mí. Siempre existe esa posibilidad. Cualquier cosa puede convertirse en tradición familiar, incluso desaparecer.

Pero todavía no voy a hacer nada con esta historia. Voy a guardarla en un sobre de estraza y a pegarla debajo del último cajón de mi mesa. La guardaré y trataré de seguir con mi vida donde la dejé, justo antes de que Morris desapareciera. No se la enseñaré a nadie, no haré ninguna tontería. Todavía puedo resistir un tiempo, obligándome a avanzar por la oscuridad, por los estrechos pasillos de mis recuerdos. ¿Quién sabe lo que me aguarda a la vuelta de la siguiente esquina? Tal vez haya una ventana en algún lugar, más adelante. Y puede que dé a un campo de girasoles.