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Agradecimientos

Este libro lo publicó en Inglaterra PS Publishing hace dos años. Doy las gracias a quienes dieron tanto de sí mismos para hacer posible aquella primera edición: Christopher Golden, Vincent Chong y Nicholas Gevers, pero sobre todo quiero expresar mi reconocimiento y cariño al editor Peter Crowther, quien se arriesgó a publicar Fantasmas sin saber nada de mí, excepto que le gustaban mis cuentos.

Estoy agradecido también a todos los editores que han apoyado mi trabajo durante estos años, entre ellos Richard Chizmar, Bill Schafer, Andy Cox, Stephen Jones, Dan Jaffe, Jeanne Cávelos, Tim Schell, Mark Apelman, Robert O. Greer Jr., Adrienne Brodeur, Wayne Edwards, Frank Smith y Teresa Focarile. Pido disculpas si he omitido a alguno. Y gracias muy especialmente a William Morrow y a Gollancz respectivamente, los dos mejores editores con los que un autor podría soñar.

Gracias también a mi webmaster Shane Leonard. Estoy en deuda asimismo con mi agente, Mickey Choate, por lo mucho que ha hecho por mí. Gracias a mis padres, a mi hermano y a mi hermana, y por supuesto a mi tribu, Leonora y los chicos, a quienes tanto quiero. Gene Wolfe y Neil Gaiman han incluido alguna vez historias en sus introducciones, pero creo que hasta el momento nadie lo ha hecho en la página de agradecimientos. Yo podría ser el primero. La única manera que se me ocurre de agradecer a mis lectores su interés es ofrecerles un último cuento. Aquí va:

La máquina de escribir de Sherezade

Desde que tenía uso de razón, Elena recordaba cómo su padre bajaba al sótano todas las tardes después del trabajo, y no salía de allí hasta después de haber escrito tres páginas en la zumbadora IBM eléctrica que se había comprado cuando estaba en la universidad y todavía aspiraba a convertirse algún día en un novelista famoso. Llevaba muerto tres días cuando su hija escuchó el ruido de la máquina de escribir procedente del sótano a la hora habituaclass="underline" una serie de golpes rápidos seguida de un silencio de espera llenado sólo por el absurdo ronroneo de la máquina.

Elena bajó las escaleras con piernas temblorosas. El runrún de la IBM llenaba la oscuridad con aroma a moho, de manera que parecía vibrar con una corriente eléctrica, como vibra el aire antes de una tormenta. Buscó la lámpara que había junto a la máquina de escribir y la encendió en el preciso instante en que ésta prorrumpía en un nuevo frenesí de ruido. Gritó y después volvió a gritar cuando vio las teclas moverse solas y la línea de linotipia de cromo aporrear el rodillo negro y vacío.

Aquella primera vez en que Elena vio la máquina de escribir funcionar sola pensó que iba a desmayarse del susto. Su madre, de hecho, estuvo a punto de desmayarse cuando, a la noche siguiente, Elena le mostró lo que ocurría. Cuando la máquina cobró vida y empezó a escribir la madre de Elena agitó los brazos por encima de la cabeza, chilló y las piernas le flaquearon. Elena tuvo que sujetarla por el brazo para evitar que se cayera al suelo.

Pero a los pocos días se acostumbraron a la situación, y entonces se convirtió en algo emocionante. Fue a la madre a quien se le ocurrió meter una hoja de papel en el rodillo justo antes de que la máquina se pusiera en marcha sola a las ocho en punto de la tarde. Quería saber qué era lo que escribía, comprobar si se trataba de un mensaje que les llegaba del más allá, del tipo: «Hace frío en esta tumba. Os quiero y os echo de menos».

Pero era sólo otro de los relatos de su padre y ni siquiera empezaba por el principio, sino que la página arrancaba a media historia, justo en mitad de una frase.

También fue idea de la madre llamar a la televisión local. Una productora del canal Cinco fue a ver la máquina de escribir. Se quedó hasta que ésta se puso en marcha y garabateó unas pocas líneas, y después se levantó y subió las escaleras con paso enérgico. La madre de Elena se apresuró a seguirla, ansiosa por hacerle todo tipo de preguntas.

– Control remoto -dijo la productora en tono brusco y miró por encima del hombro con expresión de disgusto-. ¿Cuándo enterró usted a su marido, señora? ¿Hace una semana? ¿Cuál es su problema?

Ninguna de las otras cadenas de televisión mostraron interés y el hombre del periódico con el que hablaron dijo que no cubrían esa clase de noticias. Incluso algunos de sus familiares sospechaban que se trataba de una broma de mal gusto. La madre de Elena se metió en la cama y permaneció allí varias semanas, aquejada de una terrible migraña, abatida y confusa. Y en el sótano, cada noche, la máquina de escribir seguía poniéndose en marcha, llenando hojas de papel con palabras en bruscas y sonoras ráfagas.

La hija del hombre muerto se ocupaba de ella. Aprendió cuándo debía meter una hoja nueva de papel en el rodillo de manera que cada noche la máquina escribiera tres nuevas páginas de una historia, como cuando su padre vivía. De hecho, la máquina parecía esperarla con un ronroneo jovial hasta que tenía una hoja en blanco que embadurnar de tinta.

Cuando hacía ya mucho tiempo que nadie prestaba atención a la máquina de escribir, Elena continuaba bajando al sótano cada noche a escuchar la radio, doblar la ropa de la colada y meter una nueva hoja de papel en la IBM cuando ésta lo necesitaba. Era una manera sencilla de pasar el rato, mecánica y agradable, como visitar la tumba de su padre a diario para depositar flores frescas.

Además, había empezado a disfrutar leyendo las historias cuando estaban terminadas. Historias sobre máscaras, béisbol, sobre padres e hijos… sobre fantasmas. Las que más le gustaban a Elena eran las de fantasmas. ¿No era eso una de las primeras cosas que te enseñaban en cualquier curso sobre escritura? Escribe sobre lo que conoces. Pues bien, el fantasma de la máquina de escribir escribía sobre fantasmas con gran conocimiento de causa.

Pasado un tiempo, cada vez que la máquina necesitaba una cinta nueva había que encargarla. Después incluso IBM dejó de fabricarlas. Las líneas de linotipia se fueron rompiendo. Elena las reemplazó, pero entonces el carro empezó a funcionar mal. Una noche se atascó por completo, no corría, y de la carcasa de hierro empezó a salir un humo grasiento. La máquina siguió martilleando una letra tras otra, una encima de la otra, con una suerte de furia silenciosa, hasta que Elena llegó hasta ella y consiguió hacerla callar.

Se la llevó a un hombre que reparaba viejas máquinas de escribir y otros aparatos eléctricos y éste se la devolvió en perfecto estado, pero ya nunca más volvió a escribir sola. Perdió la costumbre durante las tres semanas que pasó en el taller.

Cuando era una niña, Elena había preguntado a su padre por qué bajaba al sótano todas las noches a inventar historias, y él le había contestado que lo hacía porque no podía dormir hasta haber escrito algo. Escribir cosas estimulaba su imaginación hasta volverle capaz de crear una noche llena de dulces sueños. Ahora a Elena le inquietaba la idea de que la muerte de su padre pudiera ser una vigilia eterna y sin descanso. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto.

Cuando ocurrió esta historia Elena tenía veintitantos años y, cuando su madre murió -anciana ya, e infeliz, aislada no sólo de su familia sino del mundo entero-, decidió mudarse, lo que significaba vender la casa y todo lo que había en ella. Acababa de empezar la limpieza del sótano cuando se descubrió sentada en las escaleras, releyendo las historias que su padre había escrito después de su muerte. En vida había renunciado a enviar sus manuscritos a las editoriales, desanimado por los continuos rechazos. Pero a Elena le pareció que en su obra póstuma había mucha más «vida» que en sus anteriores escritos, y que sus historias de encantamientos y sucesos sobrenaturales eran especialmente fascinantes. En el curso de las semanas siguientes se dedicó a recopilar las mejores en un solo volumen y empezó a enviarlo a distintas editoriales. La respuesta de la mayoría fue que las antologías de autores desconocidos no tenían posibilidades comerciales, pero pasado un tiempo tuvo noticias de un editor de un sello independiente al que le habían gustado las historias, y que afirmaba que el padre de Elena tenía un talento especial para describir lo sobrenatural.