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– No hay problema -dijo ella, cogiéndole el brazo-. Mi tren llegó hace pocas horas. No tenía nada que hacer hasta que abrieran las oficinas de la Fundación.

Habían llegado al frente de la terminal. Baedecker notó que estaban en la campiña, a cierta distancia de la ciudad. Veía edificios de apartamentos a lo lejos, pero los ruidos y olores que los rodeaban era campestres. La calzada del aeropuerto conducía a una autopista ancha, pero en las cercanías había caminos de tierra bajo banianos de muchos troncos.

– ¿Cuándo despega su vuelo, señor Baedecker?

– ¿A Bombay? A las ocho y media. Pero no me llames «señor». Llámame Richard, por favor.

– Vale, Richard. ¿Qué tal si damos un paseo y luego vamos a desayunar?

– De acuerdo -dijo Baedecker. En ese momento habría dado cualquier cosa por disponer de una habitación vacía, una cama, tiempo para dormir. ¿Qué hora sería en St. Louis? Su mente fatigada no podía con esa simple aritmética. Siguió a la muchacha que echó a andar por la calzada mojada por la lluvia. Enfrente despuntaba el sol.

Hacía tres días que despuntaba el sol cuando aterrizaron. Los detalles se perfilaban con claridad. Se había planeado de ese modo.

Más tarde Baedecker apenas recordaba el descenso por la escalerilla y el momento en que saltó del módulo lunar. Todos los años de preparación, simulación y expectativas habían conducido a ese instante, esa brusca intersección del momento y el lugar, pero lo que Baedecker recordaba después era una vaga sensación de frustración y urgencia. Llevaban un retraso de veintitrés minutos cuando Dave lo precedió escalerilla abajo. Ponerse los trajes y chequear los cincuenta y un ítems del sistema de soporte vital y la despresurización les había llevado más tiempo que en las simulaciones.

Se desplazaron por la superficie, verificando su equilibrio, recogiendo muestras, tratando de recobrar el tiempo perdido. Baedecker había dedicado muchas horas a idear una frase breve para recitarla cuando pisara el suelo lunar -su «nota al pie de la historia», como la había llamado Joan-, pero Dave hizo una broma al saltar del estribo, Houston pidió un chequeo radial y el momento pasó.

Baedecker tenía dos recuerdos fuertes del resto de la actividad extravehicular. Recordaba la maldita lista que llevaba en la muñeca. No lograron recobrar el tiempo, ni siquiera después de eliminar la tercera muestra de mineral y el segundo chequeo de la memoria de guía del Rover. Había odiado esa lista.

El otro recuerdo aún se le aparecía en sueños. La gravedad. Un sexto de g. La euforia de botar por la superficie rutilante y rocosa con sólo impulsarse con las botas. Eso despertaba un recuerdo anterior; Baedecker era un niño que aprendía a nadar en el lago Michigan, y su padre lo sostenía mientras él avanzaba pateando la arena del fondo del lago. Qué maravillosa ligereza, la fuerza de los brazos de su padre, el suave vaivén de las verdes olas, la perfecta sincronización de peso y liviandad se encontraban en la pulsación de equilibrio que le brotaba de los talones.

Aún soñaba con eso.

El sol se elevó como un enorme globo naranja de bordes trémulos mientras la luz se refractaba en el aire tibio. Baedecker pensó en las fotos Ektachrome del National Geographic. ¡India! Insectos, pájaros, cabras, pollos y vacas se sumaban al creciente rumor del tráfico de la autopista. Incluso ese sinuoso camino de tierra por donde andaban ya estaba atestado de personas en bicicletas, carretas, camiones con la inscripción de Transporte Público y taxis negros y amarillos que se internaban en la confusión como abejas furibundas.

Baedecker y la joven se detuvieron junto a un edificio pequeño y verde que tanto podía ser una granja como un templo hinduista. Quizá fuera ambas cosas. En el interior sonaban campanas. Un olor a incienso y estiércol salía de un patio interior. Los gallos graznaban y en alguna parte un hombre cantaba en un frágil falsete. Otro hombre -con traje de poliéster azul- detuvo su bicicleta, enfiló hacia el costado del camino y orinó en el patio del templo.

Pasó un crujiente carro tirado por un buey y Baedecker se volvió para mirarlo. La mujer del carro se cubrió la cara con el sari, pero los tres niños que la acompañaban miraron a Baedecker. El hombre del pescante le gritó al fatigado buey y azotó el excoriado flanco con una pértiga. De pronto el rugido de un 747 de Air India ahogó los demás ruidos. Los costados de metal relumbraron en el oro del sol naciente.

– ¿Qué es este olor? -preguntó Baedecker. En medio de esa embestida de olores (tierra mojada, cloacas abiertas, gases de automóviles, pilas de abono, contaminación de la lejana ciudad) surgía un aroma dulce y abrumador que ya parecía haberle impregnado la piel y la ropa.

– Están preparando el desayuno -dijo Maggie Brown-. En todo el país están preparado el desayuno en fogatas abiertas. La mayoría usan estiércol de vaca seco como combustible. Ochocientos millones de personas preparando el desayuno. Gandhi escribió una vez que éste era el aroma eterno de la India.

Baedecker cabeceó. Las nubes del monzón devoraban el sol. Por un segundo los árboles y la hierba cobraron un verdor brillante y postizo, realzado por la fatiga de Baedecker. La jaqueca que lo atormentaba desde Frankfurt se había desplazado desde atrás de los ojos hacia la nuca. Cada paso le retumbaba en la cabeza. Pero el dolor parecía algo distante y sin importancia, percibido a través de una bruma de agotamiento y de mareo de tierra. Formaba parte de la extrañeza: los nuevos olores, la rara cacofonía de sonidos rurales y urbanos, esta atractiva joven a quien el sol le marcaba los pómulos y le encendía los ojos verdes. ¿Qué sería ella para el hijo de Baedecker? ¿Era seria esa relación? Baedecker lamentó no haber hecho más preguntas a Joan, pero había sido una visita incómoda y él estaba ansioso por marcharse.

Baedecker miró a Maggie Brown y comprendió que era machista pensar en ella como en una niña. La joven tenía ese aplomo y esa actitud alerta que Baedecker asociaba con los verdaderos adultos, no con los que se habían limitado a crecer. Baedecker calculó que Maggie Brown rondaba los veinticinco años, con lo cual era varios años mayor que Scott. ¿No había dicho Joan que la amiga de su hijo era graduada y adjunta de cátedra?

– ¿Has venido a la India sólo para visitar a Scott? -preguntó Maggie Brown. Estaban de nuevo en la calzada circular, acercándose al aeropuerto.

– Sí. No -dijo Baedecker-. Es decir, he venido a ver a Scott, pero lo he hecho coincidir con un viaje de negocios.

– ¿No trabajas para el gobierno? -preguntó Maggie-. ¿La gente del espacio?

Baedecker sonrió ante la imagen que evocaba «gente del espacio».

– Hace doce años que no trabajo para ellos -respondió, y le habló de la empresa aeroespacial de St. Louis para la cual trabajaba.

– ¿Así que no tienes nada que ver con el transbordador espacial? -dijo Maggie.

– Muy poco. Pusimos algunos subsistemas a bordo de los transbordadores y a veces alquilamos espacio en ellos. -Baedecker se percató de que había usado el pasado como si hablara de un difunto.

Maggie se detuvo para observar el resplandor dorado del sol sobre los flancos de la torre de control y los edificios terminales de Nueva Delhi. Se caló un mechón rebelde detrás de la oreja y se cruzó de brazos.

– Es difícil creer que han pasado casi dieciocho meses desde que estalló el Challenger -dijo-. Fue espantoso.

– Sí -afirmó Baedecker.

Era irónico que él hubiera estado en Cabo Cañaveral para ese vuelo. Sólo había asistido a un lanzamiento anterior, uno de los primeros vuelos de prueba del Columbia, casi cinco años atrás. En enero de 1986 presenció el desastre del Challenger sólo porque Cole Prescott, el vicepresidente de la empresa de Baedecker, le pidió que acompañara a un cliente que había financiado un subcomponente del paquete experimental Spartan-Halley, que iba en el compartimiento de carga del Challenger.