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La zona de experimentos se hallaba alejada de la zona de aterrizaje, en un paraje llano cerca de un pequeño cráter de impacto llamado Kate en los mapas. Habían avanzado cuesta arriba mientras el pequeño ordenador del Rover memorizaba cada vuelta y recodo. El módulo de descenso era una chispa de oro y plata en el valle que dejaban atrás.

Baedecker desplegó el paquete sísmico mientras Dave tomaba una vista panorámica con la Hasselblad que llevaba montada en el pecho. Baedecker extendió cuidadosamente los cables dorados de diez metros. Dave rebotaba ligeramente después de cada foto, un globo humanoide sujeto a una playa rutilante. Dave transmitió algo a Houston y botó hacia el sur para fotografiar una prominencia rocosa. La Tierra era un escudo azul y blanco en un cielo negro.

«Ahora», pensó Baedecker. Se apoyó en una rodilla, pero la posición le resultó incómoda a causa del traje y tuvo que apoyar ambas rodillas en el polvo para asegurar la punta del último filamento sísmico. Dave seguía alejándose. Baedecker abrió la cremallera del bolsillo de la rodilla derecha y extrajo los dos objetos. Le costó abrir el saco de plástico con los gruesos guantes, pero logró arrojar el contenido en la palma sucia de polvo. Apoyó la pequeña fotografía de color contra una piedra, a un metro del filamento sensor. Las sombras la ocultaban y Dave no repararía en ella a menos que estuviera al lado. Sostuvo el otro objeto -una medalla de San Cristóbal- un instante, titubeando. Se agachó, apoyó el metal en el suelo gris. Lo arrojó en el saco y se apresuró a guardarlo en el bolsillo antes de que Dave regresara. Baedecker se sentía extraño, de rodillas en el suelo lunar, suplicando, su enorme sombra extendida ante él como un paño negro. La pequeña fotografía le devolvió la mirada. Joan vestía una blusa roja y pantalones azules. Ladeaba la cabeza hacia Baedecker, que sonreía directamente a la cámara. Ambos apoyaban una mano en los hombros de Scott. El niño de siete años abría la boca en una sonrisa. Llevaba una camisa blanca para la fotografía, pero bajo el cuello abierto sobresalía la camiseta azul del Centro Espacial Kennedy que el niño había llevado casi todos los días del verano anterior.

Baedecker miró de soslayo la figura distante de Dave, y cuando estaba a punto de levantarse sintió una presencia a sus espaldas. La piel se le humedeció dentro del traje. Se levantó y giró despacio.

El Rover estaba aparcado cinco metros a sus espaldas. La cámara de televisión, controlada desde una consola de Houston, estaba montada sobre un puntal cerca de la rueda frontal derecha. La cámara apuntaba directamente hacia Baedecker. Se inclinó hacia atrás para seguirlo mientras él se levantaba.

Baedecker miró la pequeña caja con cables a través del resplandor y la distancia. El círculo negro de la lente lo miró a través del silencio.

La ancha antena parabólica trazaba un perfil cortante en el cielo del monzón.

– Impresionante, ¿eh? -dijo Sirsikar. Baedecker cabeceó y miró colina abajo. Pequeños labrantíos de menos de una hectárea corrían a lo largo del estrecho camino. Las casas eran pilas de bálago sobre estacas toscas. En el trayecto desde Bombay hasta la estación receptora, Sirsikar y Shah le habían señalado los sitios de interés.

– Muy bonita granja -había comentado Shah, señalando un edificio de piedra más pequeño que el garaje de la vieja casa de Baedecker en Houston-. Era un conversor de metano, sabes.

Baedecker observaba a los hombres apoyados en sus chatos arados de piedra, detrás de sus cansados bueyes. Las puntas hendían el suelo cuarteado. Un hombre se apoyaba en el arado con sus dos hijos para que la cuña de madera se hundiera más en la tierra seca.

– Ahora tenemos tres -continuó Sirsikar-. Sólo el Nataraja es sincrónico. El Sarasvati y el Lakshmi están encima del horizonte durante treinta de los noventa minutos de tránsito, y la estación de Bombay recibe las transmisiones en tiempo real.

Baedecker miró de soslayo al menudo científico.

– ¿Ponéis nombres de dioses a los satélites? -preguntó.

Shah se movió incómodo pero Sirsikar sonrió.

– ¡Desde luego!

Baedecker, reclutado durante los vuelos Mercury, entrenado durante Gemini, designado piloto en una misión Apollo, volvió los ojos hacia la simetría de acero de la enorme antena.

– Nosotros hacíamos lo mismo -dijo.

PAPÁ. ESTARÉ EN RETIRO HASTA SÁBADO 27 JUNIO. REGRESARÉ POONA. Si ESTÁS ALLÍ, NOS VEMOS. SCOTT.

Baedecker releyó el telegrama, lo arrugó y lo arrojó a la papelera. Caminó hasta la ancha ventana y miró el reflejo de las luces del Queen's Necklace en las encrespadas aguas de la bahía. Al cabo de un rato se volvió y bajó a recepción para enviar un telegrama a St. Louis, informando a su empresa que se tomaría sus vacaciones ahora a pesar de todo.

– Sabía que vendrías -dijo Maggie Brown. Bajaron del barco turístico y Baedecker retrocedió ante el embate de mendigos y buhoneros. De nuevo sospechó que había cometido un error al no aceptar la tarjeta de crédito. El dinero le habría venido bien.

– ¿Sospechabas que Scott se quedaría en el retiro? -preguntó Baedecker.

– No, no me sorprende, pero no lo sospechaba. Simplemente tuve la corazonada de que te vería de nuevo.

A orillas del Ganges, compartieron otro amanecer. Las multitudes ya llenaban los enormes escalones que descendían al río. Las mujeres se levantaban del agua color café, el algodón húmedo pegado a las figuras flacas. Los cuencos de arcilla marrón reflejaban el color de la piel. Las esvásticas adornaban un templo con frontis de mármol. Baedecker oía el palmoteo de las mujeres de la casta de las lavanderas azotando la ropa contra las rocas. El humo del incienso y de la pira funeraria se mezclaba con el aire húmedo de la mañana.

– El letrero dice Benarés -dijo Baedecker mientras seguían al pequeño grupo-. El billete era para Varanasi. ¿Cuál es el hombre?

– Varanasi era el nombre original. Todos la llaman Benarés. Pero querían olvidarlo porque los ingleses la llamaban así. Ya sabes, un nombre de esclavos. Malcolm X. Muhammad Ali. -Maggie calló y echó a trotar mientras el guía les gritaba que no abandonaran las estrechas callejuelas. En un momento dado la calle se volvió tan estrecha que Baedecker tendió la mano y tocó la pared opuesta con los dedos. La gente se abría paso a codazos y empujones, gritaba, cedía el paso a las ubicuas vacas que merodeaban en libertad. Un vendedor insistente los siguió varías manzanas, ensordeciéndolos con su flauta tallada a mano. Baedecker le guiñó el ojo a Maggie, le dio diez rupias al chico y se guardó el instrumento en el bolsillo de la cadera.

Entraron en un edificio abandonado. En el interior, hombres aburridos alumbraban con velas una maltrecha escalera. Tendieron la mano cuando pasó Baedecker. En el tercer piso un pequeño balcón permitía ver por encima de la pared del templo. Apenas si se veía un chapitel laminado de oro.

– Este es el lugar más sagrado del mundo -dijo el guía. Su tez tenía el color y la textura de un guante de catcher bien aceitado-. Más sagrado que La Meca. Más sagrado que Jerusalén. Más sagrado que Belén o Sarnath. Es el más sagrado de los templos, y todos los hinduistas, tras bañarse en el santo Ganges, desean visitarlo antes de morir.

Hubo cabeceos y murmullos. Nubes de mosquitos les bailaban frente a las caras sudadas. Cuando bajaban la escalera, los hombres con las velas les cerraron el paso y fueron mucho más insistentes con sus manos tendidas y sus voces agudas.

Mientras regresaban al hotel en un triciclo, Maggie se volvió hacia Baedecker con cara seria.

– ¿Crees en eso? ¿Lugares de poder?

– ¿A qué te refieres?