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Aún no eran las seis y media de la mañana pero la terminal se estaba llenando de gente. Algunos todavía dormían en los rajados y mugrientos suelos de linóleo. Baedecker se preguntó si eran pasajeros o simplemente personas que buscaban un techo para pasar la noche. Un niño estaba sentado solo en una silla de vinilo negro y lloraba a moco tendido. Se deslizaban lagartos por las paredes.

Maggie lo condujo a una pequeña cafetería del segundo piso, donde camareros somnolientos aguardaban con servilletas sucias colgadas del brazo. Maggie le advirtió que no probara el tocino y pidió una tortilla, tostada con gelatina y té. Baedecker pensó en desayunar pero desechó la idea. En realidad quería un whisky. Pidió café.

No había más clientes en el gran salón, excepto la alborotada tripulación de un avión de Aeroflot que se veía por la ventana. Los rusos chascaban los dedos para llamar a los cansados camareros indios. Baedecker miró al capitán y el hombre le resultó familiar, aunque Baedecker sabía que muchos pilotos soviéticos tenían esas mandíbulas cuadradas y esas cejas marcadas. No obstante, se preguntó si lo habría conocido durante los tres días que había recorrido Moscú y la Ciudad de las Estrellas con el proyecto de prueba Apollo-Soyuz. Se encogió de hombros. No tenía importancia.

– ¿Cómo está Scott? -preguntó.

Maggie Brown lo miró con una expresión de cautela que pareció envolverla como un velo.

– Bien. Dice que nunca se ha encontrado tan bien, pero creo que ha perdido algo de peso.

Baedecker evocó a su corpulento hijo, con corte cepillo y camiseta, queriendo jugar de shortstop en el equipo de la pequeña liga de Houston. Era demasiado lento, y sólo servía para jugar en la parte derecha del campo.

– ¿Cómo va su asma? ¿La humedad la ha hecho resurgir?

– No, el asma está curada -replicó Maggie-. Según Scott, se la curó el Maestro.

Baedecker pestañeó. Hasta hace poco, en su apartamento vacío, se había sorprendido esperando toses, la respiración entrecortada. Recordaba las ocasiones en que había abrazado al chico como si fuera un bebé, acunándolo, mientras ambos se asustaban del gorgoteo de los pulmones.

– ¿Tú eres seguidora de este… del Maestro?

Maggie rió y fue como si el velo se le cayera de los ojos verdes.

– No, no estaría aquí si lo fuera. No les permiten dejar el ashram por más de unas horas.

Baedecker murmuró y miró el reloj. Faltaban noventa minutos para que saliera su vuelo a Bombay.

– Se retrasará -dijo Maggie.

– ¿Eh? -preguntó Baedecker, confundido.

– Tu vuelo. Se retrasará. ¿Qué harás hasta el martes?

Baedecker no había pensado en ello. Era jueves por la mañana. Había planeado estar en Bombay esa misma tarde, ver a la gente de electrónica y su estación de tierra el viernes, coger el tren a Poona para visitar a Scott el fin de semana y salir de Bombay el lunes por la tarde.

– No sé -dijo-. Supongo que me quedaré en Bombay un par de días más. ¿Qué tenía de importante ese retiro como para que Scott no pudiera tomarse tiempo libre?

– Nada -dijo Maggie Brown. Bebió el último sorbo de té y dejó la taza con un ademán brusco y furioso-. Es lo mismo de siempre. Conferencias del Maestro. Sesiones de soledad. Danzas.

– ¿Danzas?

– Bueno, algo parecido. Tocan música. El ritmo se acelera cada vez más. Se mueven cada vez más deprisa. Al final caen agotados. Eso purifica el alma.

Baedecker reparó en los silencios de Maggie. Había leído acerca de un ex profesor de filosofía que se había transformado en el más reciente gurú de los chicos ricos de naciones acomodadas. Según Time, los lugareños indios se habían escandalizado al oír hablar de sexo grupal en sus ashrams. Baedecker se había alarmado cuando Joan le dijo que Scott había abandonado la Universidad de Boston para ir al otro confín del mundo. ¿En busca de qué?

– No pareces aprobarlo -le dijo a Maggie Brown.

La joven se encogió de hombros. De pronto se le iluminaron los ojos.

– ¡Oye, tengo una idea! ¿Por qué no vienes a pasear conmigo? He tratado de convencer a Scott de que viera algo más que el ashram de Poona desde que llegué en marzo. ¡Ven conmigo! Será divertido. Puedes conseguir un pase de Air India para viajes internos baratísimo.

Baedecker se quedó desconcertado un instante, pensando en los rumores sobre sexo grupal. Luego vio la avidez infantil de la cara de Maggie y se reprochó sus ocurrencias obscenas. La chica simplemente se sentía sola.

– ¿Adonde pensabas ir? -preguntó. Necesitaba un segundo para formular un rechazo cortés.

– Mañana me iré de Delhi -dijo ella animadamente-. Volaré a Varanasi y luego a Khajuraho, haré una escala en Calcuta, iré a Agra y después regresaré a Poona.

– ¿Qué hay en Agra?

– Sólo el Taj Mahal -dijo Maggie, inclinándose hacia él con una mirada picara-. No puedes ver la India sin ver el Taj Mahal. Está prohibido.

– Lo lamento pero tendrá que ser así -dijo Baedecker-. Mañana tengo una cita en Bombay, y dices que Scott regresará el martes. Necesito regresar a casa a lo sumo una semana después del viernes. Ya estoy alargando demasiado el viaje.

Notó que la había decepcionado.

– Además -añadió-, no sirvo para turista.

La bandera americana le había parecido absurda. Pensaba que le conmovería. Una vez, en Yakarta, después de ausentarse de su país sólo nueve meses, se le saltaron las lágrimas al ver la bandera americana flameando en la popa de un viejo carguero en el puerto. Pero en la Luna -a cuatrocientos mil kilómetros de casa- encontraba ridícula la imagen de la bandera con su alambre rígido extendido para simular una brisa en el vacío.

Baedecker y Dave se cuadraron. Frente al sol, ante la cámara de televisión que habían instalado, saludaron la bandera. Sin darse cuenta ya habían cobrado el hábito de inclinarse hacia adelante en la posición de «simio cansado» típica de la baja gravedad, sobre la que Aldrin les había advertido durante las sesiones de instrucción. Era cómoda y natural, pero quedaba mal en las fotografías.

Habían terminado el saludo y se disponían a hacer otra cosa cuando les habló el presidente Nixon. La improvisada llamada telefónica de Nixon había insertado una experiencia irreal en un mundo surreal. El presidente no tenía pensado lo que iba a decir y empezó a divagar. Cuando parecía que había redondeado la frase y ellos se disponían a responder, Nixon hablaba de nuevo. El tiempo de retraso complicaba la transmisión. Dave se encargó de responder. Baedecker sólo dijo «Gracias, señor presidente» varias veces. Por alguna razón Nixon pensó que querrían conocer el resultado de los partidos de fútbol del día anterior. Baedecker odiaba el fútbol. Se preguntó si esos desvaríos sobre el fútbol representaban la idea de Nixon acerca de cómo hablan los hombres entre ellos.

– Gracias, señor presidente -dijo Baedecker. Y mientras se ponía de cara a esa cámara, esa bandera congelada contra un cielo negro, escuchando las divagaciones del director ejecutivo del país entre chirridos de estática, Baedecker pensaba en el objeto no autorizado que había escondido en el bolsillo de la rodilla derecha.

El vuelo Delhi-Bombay salió con tres horas de retraso. Un viajante británico que vendía helicópteros y estaba sentado junto a Baedecker en la terminal dijo que hacía semanas que el piloto y el ingeniero de vuelo de Air India mantenían una rencilla. Uno de los dos retrasaba el vuelo todos los días.

Una vez en el aire, Baedecker trató de dormitar, pero el chillido incesante de los botones de llamada lo mantuvo despierto. En cuanto despegaron, fue como si todos los ocupantes del avión llamaran a las camareras con sari. Los tres hombres de la fila anterior a Baedecker pedían alborotadamente almohadas y bebidas y chascaban los dedos con modales imperiosos que irritaban a Baedecker, con su prudente temperamento del Medio Oeste.

Maggie Brown se había marchado poco después del desayuno. Había garrapateado su itinerario en una servilleta y se lo había metido en el bolsillo del traje.

– Nunca se sabe -dijo-. Tal vez algo te haga cambiar de parecer.

Baedecker había hecho algunas preguntas más sobre Scott antes de que ella se marchara en un taxi negro y amarillo, pero se quedó con la impresión de una joven que erróneamente había seguido al amante a una tierra extraña y ajena y que ya no sabía cómo sentía ni pensaba Scott.

Volaban en un Air Bus francés. Baedecker notó, con ojo profesional, que las alas se flexionaban con mayor latitud que un Boeing y sorprendido se percató del abrupto ángulo de ataque que escogía el piloto indio. Las compañías aéreas americanas no permitirían que sus pilotos maniobraran por temor a alarmar a los pasajeros. Los pasajeros indios no parecían notarlo. El descenso hacia Bombay fue tan rápido que Baedecker recordó un vuelo a Pleiku en un C-130, donde el piloto había tenido que bajar casi verticalmente por temor a los disparos.

Bombay parecía compuesta de chozas con techo de hojalata y fábricas decrépitas. Más tarde, Baedecker llegó a ver edificios modernos y el mar Arábigo. El avión se inclinó en un ángulo de cincuenta grados, una meseta se elevó para recibirlos y aterrizaron. Baedecker cabeceó, una silenciosa felicitación para el piloto.

El viaje en taxi desde el aeropuerto hasta el hotel fue demasiado para el agotado Baedecker. Poco después de las puertas del aeropuerto Santa Cruz de Bombay empezaban las barriadas pobres. Kilómetros cuadrados de chozas con techo de hojalata, vencidas tiendas de lona y callejas estrechas y lodosas se extendían a ambos lados de la autopista. Un caño de agua de seis metros de altura recorría el apiñamiento de chozas como una manguera atravesando un hormiguero. Niños de tez cetrina correteaban sobre el caño o se apoyaban en los flancos herrumbrados. Por todas partes se veía el vertiginoso movimiento de un sinfín de cuerpos.