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Hacía mucho calor. El aire húmedo que entraba por las ventanillas abiertas del taxi le pegaba en la cara como un tubo de escape caliente. En ocasiones veía el mar Arábigo a la derecha. En los suburbios un enorme cartel anunciaba «0 días para el monzón», pero las nubes bajas no traían lluvias refrescantes, sólo un reflejo del agobiante calor y una pesadez que le aplastaba los hombros como un yugo.

La ciudad era aún más desconcertante. Cada calle lateral era un tributario de seres humanos de camisa blanca que se derramaban en crecientes y turbulentos arroyos y ríos de población. Miles de diminutos escaparates ofrecían sus mercancías de colores chillones a millones de peatones abarrotados. La cacofonía de bocinas, motores y timbres de bicicleta envolvió a Baedecker en un grueso manto de aislamiento. Carteles gigantescos y chillones promovían a actores de cine de mejillas sonrosadas y actrices de pelo renegrido, labios rojizos y tez purpúrea.

Pronto llegaron a Marine Drive, al Queen's Necklace, y el mar aparecía gris y batiente a la derecha. A la izquierda, Baedecker vio pistas de criquet, crematorios al aire libre y edificios de oficinas. Creyó ver una nube de buitres sobrevolando la Torre del Silencio a la espera de los cadáveres de los parsis, pero las motas continuaron revoloteando en la periferia de su visión cuando Baedecker desvió los ojos.

La oleada de aire acondicionado hizo temblar su piel húmeda dentro del Oberoi Sheraton. Baedecker casi no recordaba ni haberse registrado ni haber seguido al camarero de chaqueta roja hasta su habitación del piso treinta. Las alfombras olían a una especie de ácido fénico y antiséptico; en el ascensor, un grupo de bulliciosos árabes apestaba a almizcle, y por un instante, Baedecker pensó que iba a vomitar. Deslizó un billete de cinco rupias al camarero, que corrió la cortina de la ancha ventana y se fue cerrando la puerta. Los sonidos se amortiguaron y Baedecker arrojó su chaqueta de lino en una silla y se derrumbó sobre la cama. Se durmió en diez segundos.

Habían recorrido con el Rover casi cinco kilómetros, un récord. Cinco kilómetros de barquinazos. Las ruedas mordían el polvo lunar arrojándolo en una trayectoria extraña y chata que fascinaba a Baedecker. El mundo era un vacío brillante. Las sombras de ambos los precedían a los tumbos. Más allá del crujido de la radio y los ruidos internos del traje, Baedecker sentía un silencio frío y absoluto.

La zona de experimentos se hallaba alejada de la zona de aterrizaje, en un paraje llano cerca de un pequeño cráter de impacto llamado Kate en los mapas. Habían avanzado cuesta arriba mientras el pequeño ordenador del Rover memorizaba cada vuelta y recodo. El módulo de descenso era una chispa de oro y plata en el valle que dejaban atrás.

Baedecker desplegó el paquete sísmico mientras Dave tomaba una vista panorámica con la Hasselblad que llevaba montada en el pecho. Baedecker extendió cuidadosamente los cables dorados de diez metros. Dave rebotaba ligeramente después de cada foto, un globo humanoide sujeto a una playa rutilante. Dave transmitió algo a Houston y botó hacia el sur para fotografiar una prominencia rocosa. La Tierra era un escudo azul y blanco en un cielo negro.

«Ahora», pensó Baedecker. Se apoyó en una rodilla, pero la posición le resultó incómoda a causa del traje y tuvo que apoyar ambas rodillas en el polvo para asegurar la punta del último filamento sísmico. Dave seguía alejándose. Baedecker abrió la cremallera del bolsillo de la rodilla derecha y extrajo los dos objetos. Le costó abrir el saco de plástico con los gruesos guantes, pero logró arrojar el contenido en la palma sucia de polvo. Apoyó la pequeña fotografía de color contra una piedra, a un metro del filamento sensor. Las sombras la ocultaban y Dave no repararía en ella a menos que estuviera al lado. Sostuvo el otro objeto -una medalla de San Cristóbal- un instante, titubeando. Se agachó, apoyó el metal en el suelo gris. Lo arrojó en el saco y se apresuró a guardarlo en el bolsillo antes de que Dave regresara. Baedecker se sentía extraño, de rodillas en el suelo lunar, suplicando, su enorme sombra extendida ante él como un paño negro. La pequeña fotografía le devolvió la mirada. Joan vestía una blusa roja y pantalones azules. Ladeaba la cabeza hacia Baedecker, que sonreía directamente a la cámara. Ambos apoyaban una mano en los hombros de Scott. El niño de siete años abría la boca en una sonrisa. Llevaba una camisa blanca para la fotografía, pero bajo el cuello abierto sobresalía la camiseta azul del Centro Espacial Kennedy que el niño había llevado casi todos los días del verano anterior.

Baedecker miró de soslayo la figura distante de Dave, y cuando estaba a punto de levantarse sintió una presencia a sus espaldas. La piel se le humedeció dentro del traje. Se levantó y giró despacio.

El Rover estaba aparcado cinco metros a sus espaldas. La cámara de televisión, controlada desde una consola de Houston, estaba montada sobre un puntal cerca de la rueda frontal derecha. La cámara apuntaba directamente hacia Baedecker. Se inclinó hacia atrás para seguirlo mientras él se levantaba.

Baedecker miró la pequeña caja con cables a través del resplandor y la distancia. El círculo negro de la lente lo miró a través del silencio.

La ancha antena parabólica trazaba un perfil cortante en el cielo del monzón.

– Impresionante, ¿eh? -dijo Sirsikar. Baedecker cabeceó y miró colina abajo. Pequeños labrantíos de menos de una hectárea corrían a lo largo del estrecho camino. Las casas eran pilas de bálago sobre estacas toscas. En el trayecto desde Bombay hasta la estación receptora, Sirsikar y Shah le habían señalado los sitios de interés.

– Muy bonita granja -había comentado Shah, señalando un edificio de piedra más pequeño que el garaje de la vieja casa de Baedecker en Houston-. Era un conversor de metano, sabes.

Baedecker observaba a los hombres apoyados en sus chatos arados de piedra, detrás de sus cansados bueyes. Las puntas hendían el suelo cuarteado. Un hombre se apoyaba en el arado con sus dos hijos para que la cuña de madera se hundiera más en la tierra seca.

– Ahora tenemos tres -continuó Sirsikar-. Sólo el Nataraja es sincrónico. El Sarasvati y el Lakshmi están encima del horizonte durante treinta de los noventa minutos de tránsito, y la estación de Bombay recibe las transmisiones en tiempo real.

Baedecker miró de soslayo al menudo científico.

– ¿Ponéis nombres de dioses a los satélites? -preguntó.

Shah se movió incómodo pero Sirsikar sonrió.

– ¡Desde luego!

Baedecker, reclutado durante los vuelos Mercury, entrenado durante Gemini, designado piloto en una misión Apollo, volvió los ojos hacia la simetría de acero de la enorme antena.

– Nosotros hacíamos lo mismo -dijo.

PAPÁ. ESTARÉ EN RETIRO HASTA SÁBADO 27 JUNIO. REGRESARÉ POONA. Si ESTÁS ALLÍ, NOS VEMOS. SCOTT.

Baedecker releyó el telegrama, lo arrugó y lo arrojó a la papelera. Caminó hasta la ancha ventana y miró el reflejo de las luces del Queen's Necklace en las encrespadas aguas de la bahía. Al cabo de un rato se volvió y bajó a recepción para enviar un telegrama a St. Louis, informando a su empresa que se tomaría sus vacaciones ahora a pesar de todo.

– Sabía que vendrías -dijo Maggie Brown. Bajaron del barco turístico y Baedecker retrocedió ante el embate de mendigos y buhoneros. De nuevo sospechó que había cometido un error al no aceptar la tarjeta de crédito. El dinero le habría venido bien.

– ¿Sospechabas que Scott se quedaría en el retiro? -preguntó Baedecker.

– No, no me sorprende, pero no lo sospechaba. Simplemente tuve la corazonada de que te vería de nuevo.

A orillas del Ganges, compartieron otro amanecer. Las multitudes ya llenaban los enormes escalones que descendían al río. Las mujeres se levantaban del agua color café, el algodón húmedo pegado a las figuras flacas. Los cuencos de arcilla marrón reflejaban el color de la piel. Las esvásticas adornaban un templo con frontis de mármol. Baedecker oía el palmoteo de las mujeres de la casta de las lavanderas azotando la ropa contra las rocas. El humo del incienso y de la pira funeraria se mezclaba con el aire húmedo de la mañana.

– El letrero dice Benarés -dijo Baedecker mientras seguían al pequeño grupo-. El billete era para Varanasi. ¿Cuál es el hombre?

– Varanasi era el nombre original. Todos la llaman Benarés. Pero querían olvidarlo porque los ingleses la llamaban así. Ya sabes, un nombre de esclavos. Malcolm X. Muhammad Ali. -Maggie calló y echó a trotar mientras el guía les gritaba que no abandonaran las estrechas callejuelas. En un momento dado la calle se volvió tan estrecha que Baedecker tendió la mano y tocó la pared opuesta con los dedos. La gente se abría paso a codazos y empujones, gritaba, cedía el paso a las ubicuas vacas que merodeaban en libertad. Un vendedor insistente los siguió varías manzanas, ensordeciéndolos con su flauta tallada a mano. Baedecker le guiñó el ojo a Maggie, le dio diez rupias al chico y se guardó el instrumento en el bolsillo de la cadera.

Entraron en un edificio abandonado. En el interior, hombres aburridos alumbraban con velas una maltrecha escalera. Tendieron la mano cuando pasó Baedecker. En el tercer piso un pequeño balcón permitía ver por encima de la pared del templo. Apenas si se veía un chapitel laminado de oro.