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– Este es el lugar más sagrado del mundo -dijo el guía. Su tez tenía el color y la textura de un guante de catcher bien aceitado-. Más sagrado que La Meca. Más sagrado que Jerusalén. Más sagrado que Belén o Sarnath. Es el más sagrado de los templos, y todos los hinduistas, tras bañarse en el santo Ganges, desean visitarlo antes de morir.

Hubo cabeceos y murmullos. Nubes de mosquitos les bailaban frente a las caras sudadas. Cuando bajaban la escalera, los hombres con las velas les cerraron el paso y fueron mucho más insistentes con sus manos tendidas y sus voces agudas.

Mientras regresaban al hotel en un triciclo, Maggie se volvió hacia Baedecker con cara seria.

– ¿Crees en eso? ¿Lugares de poder?

– ¿A qué te refieres?

– No lugares sagrados, sino lugares que son muy especiales. Un lugar que tiene su propio poder.

– No aquí -dijo Baedecker, señalando el triste espectáculo de pobreza y decadencia.

– No, no aquí -convino Maggie Brown-. Pero yo he encontrado un par de sitios.

– Háblame de ellos -dijo Baedecker a voz en cuello, por encima del ruido del tráfico y los timbres de las bicicletas.

Maggie bajó los ojos y se puso el pelo detrás de la oreja en un gesto que Baedecker ya encontraba familiar.

– Hay un lugar en el oeste de Dakota del Sur, cerca de donde viven mis abuelos -dijo ella-. Un cono volcánico al norte de las Colinas Negras, en el linde de la pradera. Se llama Monte del Oso. Yo lo escalaba cuando era pequeña, mientras mi abuelo y Memo me esperaban abajo. Años después supe que era un sitio sagrado para los sioux. Pero aun antes de eso, cuando me erguía allí para mirar la pradera, sabía que era especial.

Baedecker cabeceó.

– Los lugares altos producen ese efecto -dijo-. Hay un sitio que me gusta visitar, una pequeña universidad cristiana, en el margen del Mississippi que da sobre Illinois, cerca de St. Louis. El campus está a la derecha, sobre los acantilados del río. Hay una pequeña capilla cerca del borde, y puedes caminar por las salientes y ver hasta Missouri.

– ¿Eres cristiano?

La pregunta y la expresión eran tan graves que Baedecker se echó a reír.

– No, no soy religioso. No soy nada. -De pronto se recordó arrodillado en el polvo lunar, recordó la bendición de la cruda luz del sol.

El triciclo se había atascado en el tráfico, detrás de varios camiones. Se puso a rugir para pasar por la derecha, y Maggie tuvo que gritar para seguir hablando.

– Bien, yo creo que es algo más que el panorama. Creo que algunos lugares poseen un poder propio.

Baedecker sonrió.

– Quizá tengas razón.

Ella se volvió hacia él, una sonrisa en los ojos verdes.

– Y quizá me equivoque. Podría estar diciendo tonterías. Este país transforma a cualquiera en místico. Pero a veces creo que pasamos la vida entera en una peregrinación para encontrar lugares así.

Baedecker miró hacia otro lado y no dijo nada.

La Luna era un enorme y brillante arenero y Baedecker era la única persona allí presente. Había llevado el Rover a cien metros del módulo de descenso y lo había aparcado de modo que pudiera transmitir imágenes del despegue. Desabrochó el cinturón de seguridad y levantó el asiento con un brazo, la facilidad se había vuelto una segunda naturaleza en baja gravedad. Sus huellas aparecían por doquier en el polvo profundo. Las marcas de las llantas giraban, se entrecruzaban y enfilaban hacia las resplandecientes y blancas tierras altas del norte. Alrededor de la nave el polvo estaba pisoteado y apisonado como nieve alrededor de una cabaña.

Baedecker botó alrededor del Rover. El pequeño vehículo estaba sucio y maltrecho. Dos de los ligeros guardabarros se habían desprendido, y Dave los había reemplazado con mapas de plástico para protegerse de la polvareda. El cable de la cámara se había enmarañado varias veces y tuvo que desenredarlo. Ahora había sucedido de nuevo. Baedecker botó grácilmente hacia el frente del Rover, liberó el cable de un tirón y limpió la lente. Dave ya había regresado al módulo lunar.

– Bien, Houston, todo parece correcto. Me iré de aquí. ¿Cómo se ve?

– Magnífico, Dick. Podemos ver el Discovery y esperamos ver vuestro despegue.

Baedecker examinó la cámara con ojos críticos mientras el aparato giraba a izquierda y derecha. Podía imaginar la imagen que enviaba. Su polvoriento traje espacial sería un resplandor blanco interrumpido por correas, hebillas y la oscura extensión del visor. No tendría cara.

– Bien -dijo-. De acuerdo… ¿Algo más?

– …tivo…

– Repita, Houston.

– Negativo, Dick. Nos estamos retrasando. Hora de abordar.

– Enterado.

Baedecker se volvió para echar un último vistazo al suelo lunar. El resplandor del sol borraba casi todos los rasgos de la superficie. A pesar del oscuro visor, la superficie era un yermo brillante y blanco. Congeniaba con sus pensamientos. Baedecker comprobó con irritación que tenía la mente llena de detalles -lista de chequeo, procedimientos de almacenaje, la vejiga llena- que no le permitían pensar. Respiró más despacio y trató de experimentar los sentimientos que albergaba.

«Estoy aquí -pensó-. Esto es real.»

Se sintió necio, jadeando en el micrófono, retrasando aún más la partida. El brillo de la luz solar en la lámina de oro aislante del módulo le llamó la atención. Encogiéndose de hombros en el enorme traje, Baedecker botó sin esfuerzo a través del terreno pisoteado y lleno de agujeros regresando a la nave espacial.

La media luna se elevaba sobre la jungla. Le tocaba lanzar a Maggie. Se inclinó, uniendo las rodillas, esforzándose para concentrarse. Lanzó. La pelota rodó por la rampa de cemento y botó por encima de la baja baranda.

– Este lugar es increíble -comentó Baedecker. Khajuraho consistía en una pista de aterrizaje, un famoso grupo de templos, una pequeña aldea india y dos hoteles en el linde de la jungla. Y un campo de golf miniatura.

El complejo de templos cerraba a las cinco de la tarde. Otra de las diversiones era un viaje en elefante por la jungla, patrocinado por el hotel durante la temporada turística. No era temporada turística. Habían ido a caminar detrás del hotel y encontraron el campo de golf.

– No lo puedo creer -había dicho Maggie.

– Lo debe haber dejado un arquitecto de Indianápolis que echaba de menos su hogar -dijo Baedecker. El empleado del hotel frunció el entrecejo pero les dio varios palos, dos de ellos irremisiblemente torcidos. Baedecker galantemente ofreció a Maggie el más derecho y enfilaron hacia los hoyos.

La bola de Maggie rodó en el césped. Una serpiente delgada y verde se escurrió en la hierba alta. Maggie ahogó un grito y Baedecker extendió el palo como una espada. Frente a ellos en el crepúsculo húmedo, había molinos de viento de madera descascarillada y franjas de campo sin alfombra. Las tazas y los tanques de cemento estaban llenos de agua tibia de la lluvia del monzón. Metros más allá del último hoyo se erguía un verdadero templo hinduista que parecía parte de ese collage.

– A Scott le encantaría este sitio -rió Baedecker.

– ¿De veras? -preguntó Maggie, apoyándose en el palo. Su cara era un óvalo blanco en la luz opaca.

– Claro. El golf era su deporte favorito. Solíamos comprar un pase de verano para jugar en el campo de Cocoa Beach.

Maggie agachó la cabeza y lanzó una bola contra el cemento lleno de guijarros. Alzó la cara cuando algo eclipsó la luna.

– ¡Oh! -exclamó. Un murciélago de un metro y medio de envergadura salió de la arboleda y se perfiló contra el cielo.

En el hoyo catorce, los mosquitos los obligaron a regresar al hotel.

Woodland Heights. A diez kilómetros del centro espacial Johnson, en una extensión plana como las salinas de Bonneville e igualmente despojada de árboles, salvo por los ejemplares jóvenes precariamente sostenidos en cada patio, los hogares de Woodland Heights se extendían en curvas y círculos bajo el implacable sol de Texas. Una vez, volando a casa tras una semana en el Cabo, a principios del entrenamiento para un vuelo Gemini que nunca se realizó, Baedecker sobrevoló con su T-38 las incesantes geometrías de casas similares para encontrar la suya. Al final la reconoció por el viejo Rambler de Joan, recién pintado de verde.

Impulsivamente se lanzó en picado y alzó el morro a una satisfactoria e ilegal altura de treinta metros por encima de los tejados. El horizonte viraba, el sol se reflejaba en el plexiglás, y Baedecker descendió para pasar de nuevo. Elevándose, encendió el posquemador, puso el T-38 en posición vertical y trazó un rizo cerrado. Culminó cuando Baedecker vio la milagrosa aparición de su esposa e hijo, que salían de la casa blanca.

Era uno de los pocos momentos de la vida de Baedecker en que realmente se sentía feliz.

Observando la franja de luz lunar que se desplazaba por la pared de la habitación de Khajuraho, Baedecker se preguntó si Joan habría vendido la casa o si aún la conservaba para alquilarla.

Al cabo de un rato se levantó y fue a mirar por la ventana. Así cerró el paso a la frágil franja de luz, dejando que prevaleciera la oscuridad.

Basti, chawl o como lo llamaran los habitantes de Calcuta, era el colmo de la pobreza. El laberinto de chozas de techo de hojalata y tiendas de arpillera se extendía kilómetros a lo largo de las vías férreas, sólo penetrado por algunos senderos sinuosos que hacían las funciones de calles y cloacas. La densidad de población era increíble. Había niños por doquier, defecando en las puertas, corriendo entre las casuchas, siguiendo a Baedecker con el andar ligero de los tímidos y los descalzos. Las mujeres desviaban los ojos o se cubrían el rostro con el sari. Los hombres lo miraban con una curiosidad desenfadada que rayaba en la hostilidad. Algunos lo ignoraban. Las mujeres se acuclillaban junto a los niños arrancándoles piojos del pelo pegajoso. Las niñitas se agazapaban junto a las ancianas y modelaban el estiércol de vaca con las manos, formando tortas chatas que usarían como combustible. Un viejo se escupió flema en la mano mientras se acuclillaba para defecar en un terreno baldío.